viernes, 13 de agosto de 2010

ROLANDO H. MORELLI - Maderita

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Gracia 005 (via FOTOERASE, Gracia 005) 

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Para Roger Salas, a quien tomé prestado el personaje principal de esta historia para hacerla mía.

Y a Maderita, en su cielo.

 

 

No diré que lo conocí —como ahora dicen muchos—; que fuéramos amigos, ni nada parecido. Me tocó el privilegio de tratarle algún tiempo, poco antes de su muerte. Digo tratarle en las dos acepciones que le conozco al término. En primer lugar como su médico de cabecera que me correspondió ser, y a partir de ahí en el sentido que comúnmente se le atribuye. Digo igualmente, sin que me quepan dudas, que se trató de un privilegio. Si se me permite: la cuestión no debería ir encaminada tanto a preguntarse por qué, sino de qué otro modo habría podido ser.

Nos presentó un amigo preocupado por su estado de salud, cuando se hizo evidente que ésta se deterioraba a ojos vistas. O tal vez, se tratara del azar. Sí, teniente. En efecto: Yo también soy de esos... De los que creen en algo. ¡En el azar, sobre todo! En los destinos de las personas. Porque a mi ver cada persona tiene ya al nacer un destino trazado, como un esbozo al que cada cual le imprime su sello, le añade detalles, enriqueciéndolo, o bien se queda pasmado ante su contemplación más o menos consciente, mientras el cuadro se completa, con su complicidad o sin ella. ¡Inclusive usted y yo! Que usted no lo crea, o diga no creer no cambia en nada el asunto, a lo sumo, la renuencia a creer y a actuar sobre el destino de cada uno, le dará un sesgo menos personal, más desatinado o descaminado, pero igual ha de cumplirse. (Perdóneme el exabrupto. Le prometo que no se repetirá. Se trata del género de cosas que están al alcance de uno prometer). Pues como le decía… Muchos de esos que aseguran haberlo conocido muy bien, más bien se refieren a la caricatura que de él hicieron por incomprensión del otro, de la totalidad humana de la persona que él era, o porque estaba escrito que tuviera que enfrentarse a dicha incomprensión para realizarse en su ser interno y privado.

«¡Ay, una maderita…!» Le habrán contado que era éste, o parecía ser, su santo y seña. Porque parecía que buscara y se tropezase en cualquier parte con un trozo de madera que debía aguardarlo. Él lo recogía siempre, acompañando el gesto con aquella frase, como si se tratara de un encuentro esperado, como si el trozo de madera desechada u olvidada pudiera a su vez reconocerse en la frase que la saludaba. ¡Habría podido tratarse hasta de un nombre bonito, si detrás no hubiera estado casi siempre la intención malsana, el propósito burlón que tanto predominan aquí!

¿Qué quiero decir?

Pues eso…, teniente. ¡Aquí! ¡Entre nosotros! O si prefiere, en el círculo de sus amigos y conocidos. No. No tiene otras implicaciones. ¿Por qué iba a tenerlas?

Hablo de nosotros. Claro, de los artistas y de los intelectuales y de la gente que pasa o se empeña en pasar por una u otra cosa. ¡Hay excepciones, naturalmente! Pero tampoco abundan. ¡Sin dudas! ¡Naturalmente! ¡Claro! ¡Claro! Sí, como usted muy bien dice: «La Revolución hace constantemente esfuerzos extraordinarios por cambiar a la gente… La mentalidad de la gente…». ¡Completamente de acuerdo, teniente!

Confieso que soy muy pesimista… No. No. ¡Respecto a la gente en general! Sí. Tiene usted razón. Sin dudas: Es casi como una patología. Seguramente lo que ocurre es que leí a muy temprana edad los libros equivocados. A los niños y a los jóvenes hay que filtrarles las lecturas, dosificárselas, prohibírselas incluso. Usted seguramente estará de acuerdo conmigo en esto. ¡Hay que poner en sus manos sólo los buenos libros! Aquellos que… no armen líos, como pudiera decirse.

Mi caso no tiene ya remedio. Aunque a usted le parezca raro, la ciencia de la medicina tiene mucho de superstición, teniente, y los médicos, y los científicos, no siempre somos personas, ¿cómo le diré?... ¡Científicas! Eso, científicas del todo. No, teniente, no diré que no hay nada de científico en la Ciencia, digo, lo que ya he dicho, que puede haber mucho de patraña, y a veces de oscurantismo en los mismos científicos, y por extensión… Sin ir más lejos… Yo, soy por mi entrenamiento… He sido entrenado tanto en las artes como en la ciencia. Soy de profesión médico, y de intención, artista. Es decir, vivo más o menos de escribir recetas, y lo que más me gusta hacer es pintar, y escribir. El de Maderita era un caso distinto. Estudió medicina, pero no llegó a hacerse médico. Estuvo a punto de recibirse, y de repente dio un gran salto en el vacío y entró a estudiar arquitectura. Terminó la carrera, pero nunca la ejerció. No pudo, o no quiso, y terminó como dibujante para varias empresas. ¡Se quemó! Eso decían de él cuando lo conocí. Lo decían por todo, por eso, y por lo de las maderitas.

Cuando lo conocí supe que su nombre era Raúl Cuesta del Valle.

—Empeñoso constructor de sueños imposibles, y seguramente disparatados, doctor. —Añadió al estrecharme la mano—. Pintor de brocha gorda, y hasta flaca; attrezzo y modesto joyista.

Tal vez un poco deprimido. ¡Loco no! Sí. Me recibió en su lecho de enfermo. Eso, en la cama. No conseguía levantarse. Llevaba varios días sin poder hacerlo. Se mareaba. La habitación, todo alrededor suyo era… ¿cómo puedo decir para que usted me entienda, teniente…? Un primor. ¡Una gema inconcebible! Una joyita en madera. Imposible de imaginar en su entorno, que ya entonces se venía abajo. Él allí en su habitáculo, según prefería llamarlo, mientras en torno se desmoronaba el edificio. Con su dosis de humor negro me dijo que así le llamaban en su jerga las avispas al colmenón que otros llamaban avispero. No había donde mirar que no fuera aquella labor minuciosa, paciente y exquisita salida de sus manos en una labor de años, de décadas sin duda alguna.

—Nunca he robado ni un clavo. —Proclamó con evidente orgullo—. Cosa que en este país debe constituir algo así como una hazaña…

Me limito a repetir sus palabras textuales, teniente. Yo ni quito, ni pongo. Claro que si lo prefiere… Lo que yo decía.

Todo aquello parecía sacado de un cuento de Aladino y la dichosa lámpara. No era labor de depredación y medro, sino de rescate y creación. Hasta los pilares de la cama estaban hechos de astillas y menudeo; de hallazgos y recosidos… Eso sí, con tal arte que hubieran sido piezas más aptas para un museo inusitado que para habitáculo alguno, aunque se diera bien con él. Filigranas, bajos y altos relieves, de trazos según fueran la madera, su color, su textura, su empleo. Conozco a un viejo ebanista que gozó de fama en su día, al que conseguí interesar y traer de visita durante una de las que hice al enfermo, que podría confirmar con mayor conocimiento y entusiasmo si es que cabe, esto que digo. Y la menor proeza, le dirá a usted, no habrá sido que las herramientas de que disponía el artífice eran poco menos que utensilios caseros a los que echaba mano en determinado momento para una aplicación que hubiera desconcertado e inhabilitado al más experto carpintero. Después del fuego, o del derrumbe en que acabó éste, alguno encontró unas chancletas de baño hechas de corcho, o de lo que parecía corcho, construidas con palillos. No sé de dónde pudo sacar él tantos palillos aquí que nunca se ha visto un palillo, ni de cuánto tiempo requirió para hacer estas chancletas que, no vaya a creer que eran simplemente eso que se dice, sino las más cómodas y elegantes que haya visto nunca antes.

De dónde procedía exactamente no sabría decirle, teniente. Seguramente alguno habrá que lo sepa. Había llegado del interior en el sesenta y ocho, creo que del otro extremo del país. Buscaba hacer la capital, según me confesó, y regresar luego al lugar de donde había venido, no por especial devoción, sino porque allí quedaba su madre. Ésta murió de repente antes de que él pudiera regresar. Regresó brevemente para los funerales. Su padre y él no se querían bien, o no se llevaban o ambas cosas. Fue éste un viaje de vuelta e ida, según decía. Luego ya no regresó nunca más ni siquiera después de la muerte del padre, de la cual se enteró por unos parientes cuando ya había ocurrido hacía mucho. Cuando le pregunté de qué lugar se trataba me respondió con una cita más o menos fiel del Quijote:

—De un lugar, amigo mío, de cuyo nombre no quiero ni acordarme…

Todavía traté, un poco desconsideradamente, de arrancarle esta confesión por medios indirectos. Fui sabiendo de donde no era.

—A mí me gusta mucho Camagüey. Allí estuve más de una vez al San Juan, cuando era un jovencito todavía.

—También a mí, aunque los Sanjuanes los conozco únicamente de referen-cias. ¿Con qué no se ha acabado aquí? Siempre quise ir, pero nunca coincidí allí con estas fiestas.

—Otra ciudad muy interesante, aunque completamente diferente es Cien-fuegos.

—Nunca estuve. Lo dejaremos ya para otra vida.

—Alguna vez estuve a visitar a unos amigos en Baracoa para la fiesta del Tetí que allí se celebraba. ¡Muy animada! Lo más emotivo fue recorrer de ida y vuelta la famosa carretera de La Farola. Juré que nunca volvería si no era por mar.

—Hay muchas partes de Cuba en las que nunca he estado. Es increíble, si te pones a pensar, lo poco que conocemos nuestro país los que en él nacimos.

Creo que al fin y al cabo abandoné mi descabellado propósito de arrancarle como una confesión el nombre del lugar exacto de donde venía.

El día antes del accidente… Eso, del siniestro…, del derrumbe o la catástrofe en que pereció Maderita… O en que se supone que haya perecido este amigo, estuve a visitarlo como de costumbre. Había vuelto a caminar. Conseguía desplazarse de una a otra habitación de las que constituían su casa con ayuda de unos andadores de metal que yo le había conseguido prestados, y que eran allí el único objeto incongruente y feo del entorno.

—Hasta que estés en condición de hacerte tú mismo unos que estén más a tono con el mobiliario —le había dicho al ponerlos en sus manos.

Lo consideró una broma de buen gusto.

—Mira tú —me respondió—. ¿Cómo no se me ocurrió a mí que algún día llegaría a necesitarlos? Todo no puede ser nutrir el espíritu, que el hombre también vive de pan, aunque sea metafórico.

Como le decía, teniente, yo sólo repito como un vocero, o un papagayo bien entrenado.

Eso de que yo lo odiara, por supuesto, es falso. No importa quién sea ése que pueda haber declarado tal cosa. A semejante acusación qué podría yo oponerle. Pregúntele, eso sí, si de verdad conoció a Maderita. Indague, teniente. Verá que seguramente no lo conocía en persona. ¡Lo envidiaba, naturalmente! Envidiaba su obra, su incomparable talento que se derrochaba alrededor suyo sin alcance para ser apreciado, pero no de la manera pérfida conque se suele envidiar la prosperidad o la buena suerte de los demás. Habría querido disponer de un ápice de su talento a la vez que de su desinterés por ser reconocido, alabado, aplaudido, considerado, premiado. Quienes lo odiaban, sin dudas, eran los que hubieran querido hacerse con sus dos habitaciones y cuánto en ella había creado el genio callado y laborioso de Maderita. Sí. Esos. Los que se burlaban de él por sus peculiaridades y lo concebían como una mera posibilidad de alcanzar objetos, un espacio, sin detenerse a pensar un instante en el talento y la perseverancia requeridos para lograr estas cosas, o para embellecerlas. Le diré más, teniente. Si entre los de nuestra especie abundara más el tipo de Maderita, de los que necesitan rodearse de belleza y la hallan a la mano en los objetos más simples, o transforman en belleza cualquier cosa como si nada más soplaran sobre ellos para desempolvarlos y descubrir el esplendor que encierran, éste sería un mundo mucho mejor para todos. Me refiero al mundo, teniente. Al mundo de las personas. Hipotéticamente hablando. Sí, supongo que se trata de filosofías de mi parte. Ya le dije que soy un idealista incorregible. Nuestro país no es el mundo, teniente, eso es lo que quiero decirle. Claro que nunca he salido de aquí a ninguna parte, pero aún así es posible referirse al mundo como a algo a lo que pertenecemos. ¿Ya le dije que también era un optimista?

Mire, teniente, le seré del todo franco. Si después de mis declaraciones todavía sigue pensando usted en un complot o en un asesinato… Pues no sé de qué otra manera podría conseguir que me creyera. ¿Una confesión? Una confesión no puede ser nunca una mentira, teniente, y yo mentiría si le dijera otra cosa cualquiera diferente de éstas que le he relatado. ¿Cómo se le ocurre, teniente, que pueda ser yo el mismísimo Maderita en persona? Usted perdone, teniente, pero esa es la hipótesis del Ave Fénix. ¡Fénix! Sí, ésa. La que se levanta de sus propias cenizas con una vida renovada y sin ligaduras con el pasado. ¡Mucha imaginación es ésa, teniente! ¿Seguro que usted no escribe? En su trabajo, naturalmente, se requiere poseer mucha imaginación para llegar al meollo de un asunto, pero éste no es el caso, teniente. Puedo asegurárselo. Las pistas de que dispone, como usted dice, no llevan a un descubrimiento como el que usted supone. Las cosas son mucho más sencillas, según yo lo veo. Permítame elaborar. El edificio estaba prácticamente en ruinas. A veces es difícil decir o saber de verdad cuáles son los edificios que amenazan un inminente derrumbe y cuáles no. La mayor parte de los que vivimos en esta ciudad nos hemos vuelto expertos de esta clase de especialidad en la que nos va la vida o el desamparo más absoluto. Pues bien, este edificio era de los que ya no aguantan más y se sostienen en pie por un milagro de equilibrio, o inercia, o por absoluta falta de iniciativa, pero un día ni estas cosas logran prolongarle la estabilidad en su muerte. Los vecinos habían sido evacuados con anterioridad en tres ocasiones. Casi todos habían vuelto. No sé si Maderita llegó a serlo. Como le decía, la última vez que lo visité se limitó a decirme que ya él se había instalado en su sarcófago como un faraón egipcio aquejado del mundo. Con evasivas unas veces y otras con frases simpáticas, no me dejó saber por derecho lo que pensaba, pero yo concluí que aquella era su manera de negarse a abandonar el sitio. La puerta de entrada a los dos cuartos que ocupaba tenía una engañosa banda que la cruzaba de lado a lado e indicaba que las habitaciones estaban clausuradas. A mí, por poco consigue engañarme con semejante artificio. Había oído mis pisadas en la escalera, según me dijo y por intuición o simple curiosidad se asomó a ver de qué se trataba. Creía que ahora que los vecinos se habían marchado, dejado a su suerte el edificio podría resistir otro buen número de años. Sería ésta su tumba como mismo había sido su casa. Había trabajado siempre en disponer de su Mausoleo, admitió o dijo en tono de broma.

—Yo que tan apagadamente he vivido igualmente moriré… Cuando se desplome este carapacho que ahora nos cubre… —pensé si se refería a su cuerpo o al edificio también ruinoso—, dispondré de un monumento funerario en medio de la ciudad. Más impresionante que cualquiera de los monumentos de la Necrópolis de Colón.

Después de marcharme llegué a pensar, tal vez contagiado por su entu-siasmo, que en efecto el edificio resistiría ahora mucho más tiempo. Debió quitarme tales ilusiones el estado en que habían dejado todo los que se marchaban. Como si fuera posible despojar a unas ruinas, habían sido arrancadas vigas, columnas, puertas y ventanas, clavos, varillas de acero, los mosaicos del piso, las paredes y zócalos; las bombillas, los cables de la electricidad que pudieran ser cercenados; las tuberías que aún existieran y cuanta cosa pudiera servir o creyeran los que se marchaban que pudiera servirles allí donde se encaminaban. Maderita disponía —siempre había dispuesto— de velas para iluminarse cuya llama multiplicaban pequeños espejos convenientemente dispuestos. Los escasos alimen-tos que consumía, los cocinaba en dos reverberos que parecían bastarle a este propósito. Uno de ellos, seguramente, pudo causar el siniestro. O alguna de las velas. Como le decía, Maderita estaba muy enfermo y desnutrido. Tal vez sufriera algún infarto que en su estado... Tal vez intentara levantarse con cualquier propósito. Tropezó. Dejó caer la vela encendida. El incendio avanzó rápidamente enamorado de la preciosa talla en madera, consumiendo y devorando y pronto se extendió por el resto del inmueble. Como mismo se las había ingeniado Maderita para permanecer en su interior, otros que habían regresado en la noche o también se agazaparon allí dentro perecieron con él. Ésa es la explicación más sensible que puedo ofrecerle, teniente. Usted, naturalmente, tiene en sus manos decidir lo que haya de ser, pero le advierto —permítame hacerlo— que la intuición, o sus deducciones lo engañan. Mire, para que vea, fíjese bien en esa cajita que halló en mi poder. Sí. Regalo suyo por mi cumpleaños. Fíjese en la inscripción para que vea que Maderita no soy yo. Él está muerto, y yo, aquí frente a usted. Yo creo que es suficiente evidencia. Espero que a fin de cuentas a usted le baste, porque si no, tendré que empezar a preocuparme.

 

© Rolando H. Morelli

(Philadelphia, 2010)

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