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miércoles, 1 de junio de 2011

El Orgullo del Emigrante (o del Inmigrante)

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TABACALERA DE ESPAÑA 028

antiguo edificio de Tabacalera de España, dependencia abandonada

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Como he manifestado en algunas ocasiones con respecto a mis antepasados, por parte materna provengo del apellido Fagundo, de ascendencia sefardí, localizado como oriundo de la zona de Cáceres. Durante la expulsión de los judíos llevada a cabo por los Reyes Católicos, parte de ellos –si no la gran mayoría— se desplazó a las Islas Afortunadas y, en el caso más directo a nosotros, fueron emigrando principalmente hacia tres colonias españolas en El Nuevo Mundo: Cuba, Puerto Rico y la península de La Florida (no confundir con el Miami actual). En el primer punto de la búsqueda de una nueva vida (las Islas Afortunadas) se constituyeron en un apellido considerado ya plenamente como canario. Mis bisabuelos maternos eran “isleños” y no recuerdo si mi abuela también, pero ya mi abuelo si fue la primera generación criolla del apellido Fagundo (que en realidad quiere decir “hijo de Facundo”). Se casaban entre primos hermanos (o carnales) para preservar la continuación del apellido y saga. O sea, practicaban la endogamia en aras de Sefarad. Así mi tía mayor, Victorina (tía Viti), fallecida en los años 30 a consecuencia de la tisis, casóse con su primo hermano León Fagundo (que en la Familia era considerado como una especie de patriarca) y se afincaron en el pueblo de Agramonte, en la provincia occidental de Matanzas, en Cuba, que está bastante poblada –aún hoy— por familiares que llevan ese apellido como primero. Por supuesto, después de un siglo de una primera generación criolla del apellido, la inmediata que me antecede no tenía conciencia de ser, o haber sido, inmigrantes y, mucho menos, extranjeros. Pero la nacionalidad cubana se estaba formando por entonces, y es muy difícil sostener con propiedad para aquel momento el concepto de cubanidad.

Por el lado paterno, la extraterritorialidad me toca de forma mucho más cercana, pues mi padre arribó al muelle de luz de San Cristóbal de La Habana en el año 1916, con 18 años, habiendo sido el primogénito de los hermanos nacidos en Freituxe, Bóveda, Lugo. Su padre de él –o sea, mi abuelo paterno, también había estado en la colonia y había regresado a la aldea--. Mi padre arrastró tras de sí a una hermana y su esposo, y a dos hermanos más. Otras dos tías emigrarían a la Argentina, y en Galicia quedó una tía y el más pequeño de mis tíos (ambos no llegaron a conocerse, pues mi padre no volvió nunca a España y falleció en Camagüey en 1978, y mi tío todavía vive en El Ferrol).

Un gallego no regresa jamás si se siente fracasado, y por derrotado se entiende específicamente el fracaso económico. O sea, nunca jamás regresaría pobre. Nunca jamás regresaría para convertirse en carga de nadie, ni de familiares ni del estado. Y es así, gústele a quien le guste.

En toda mi vida en Cuba no recuerdo vez alguna en que se suscitara entre ellos –y tampoco posteriormente cuando ya fui un joven— ni con terceros, conversaciones al respecto del hecho de la migración y tampoco acerca de sus vidas anteriores en España. En toda esa etapa de mi infancia-adolescencia-juventud hay dos hombres esenciales: mi padre y mi padrino (que también era tío político y también español, aunque no gallego, sino canario de La Gomera). Entre sí no cabía mayor diferencia de caracteres, de modo que sin saberlo esta circunstancia sentó en mí las bases de un equilibrio que al cabo de muchos años comprendo y valoro cuán importante ha sido en mi vida y, sobre todo, en mi formación ética.

En lo absolutamente personal, una de las tantas razones por las que nunca he regresado a Camagüey (Cuba en general me importa mucho menos) es porque soy un fracasado, económicamente hablando. No he hecho fortuna y no puedo retornar como “indiano”. Puede que esto parezca descabellado a la mayoría y no aspiro a que nadie lo entienda: el gallego verdaderamente es un carácter sumamente peculiar y muchas veces a nosotros mismos nos cuesta comprendernos unos a otros entre miembros del clan. Porque el gallego es de “clan”, de ahí que donde único prendiera la posibilidad de una Sicilia mafiosa española haya sido en las costas gallegas.

Ni en mi casa, ni en el caserón de Wooden (La Esmeralda) que hizo las veces de casa matriz de la aldea de la que salieron los Lago de la Fuente, jamás se habló de emigración pero era como algo que lleváramos en la sangre, algo genético que solo puede aceptarse y no cuestionarse. Nunca jamás nadie tuvo que decirme, o aclararme, que emigrar era la última carta de la baraja, porque siempre último en todo va a ser el que llega nuevo a algún destino, el que traspasa una puerta por primera vez. Para nada tiene que ver con la resignación ni el fatalismo; son hechos prácticamente congénitos, quizás ese tipo de cosas que ahora llaman “enfermedades raras”. De todo esto me siento profundamente orgulloso. Aparte de español (aun cuando la sociedad española no me acepte como tal por su carácter mucho más clasista que racista, y por ser muy exclusivista, y atender, o bien a razones de dinero o a razones de ideologías, o más bien de estimación arbitrarias que le cuelgan a cualquiera de forma banal y penosamente infundadas), desde Cuba ya me sentía español de forma natural, y cada día que pasa y me hago más viejo me torno más “incomprensiblemente” gallego. Muchos amigos, más caribeños, me lo “perdonan”; a otros los he perdido porque a veces, de forma casi orgánica, inconsciente, involuntaria, hago uso de una rotundidad que no admite la melcocha derretida del cubano ni la pista de patinaje groseramente artístico en que se ha tornado la ética y la moral para la mayor parte de los detritos arrojados por el comunismo cubano al resto del mundo. Lo siento, es algo que no puedo controlar; o tal vez es otra cosa, no lo sé, quizás un proceso degenerativo, o tal vez generativo.

La manipulación del Estado cubano ha pasado ya de la sutileza que pocos en el mundo comprenden y adivinan, hasta alcanzar un grado de sofisticación terroríficamente diabólico (insisto en el carácter diabólico –no religiosamente, por supuesto— de la Revolución cubana y su paulatina transformación o renovación). Si a las personas que nada tienen que ver con este fenómeno los deja reaccionar solamente en el estrecho y lamentable margen de la visceralidad que se resuelve en apoyarla o negarla con toda la necedad de tal condición, a los que partimos de allí nos confunde enormemente y hay que desarrollar poderes de clarividencia para rozar –y digo “rozar”— alguna verdad de la mentira, alguna sospecha, alguna elucubración. Este enrevesamiento forma parte también del barroco cubano, cuyo máximo exponente literario es José Lezama Lima. Describir la cocción de unas natillas partiendo de los griegos y saltando a los fenicios y a la manera en que los egipcios mezclaban los tintes para que sus diosas se embellecieran, combinándolos a la vez con el olor del café que cuela una guajira de Baracoa, es algo que difícilmente pueda entenderse en su plenitud. También resulta algo mágica la luz cuando uno llega a tal hallazgo (el de cómo se hacen las natillas en Cuba), pero en política y en ideologías y en las artes poco ortodoxas de Maquiavelo y de Fouché, el matiz cambia radicalmente y cualquier complacencia en la magia desaparece, a no ser para quien la ejecuta, al que imagino gozando enormemente de los resultados.  Los ejecutores son verdaderos dioses de la opresión, la represión, y lo que resulta peor, expertos en provocar la sangre y la muerte que no se ve, el golpe que deja moratones pero que licia de por vida.  Olvidémonos de los burdos dictadores latinoamericanos o de cualquier otro sitio, hasta el propio Stalin fue un burdo matón, Hitler, Pol Pot, cualquiera: LA EXQUISITEZ generada por los Hermanos Castro y practicada abiertamente por todos sus secuaces y seguidores, por convicción de maldad y/o convicción de oportunismo, es algo que se extiende con más rapidez y alcance que La Peste. Y, por supuesto, alcanza de pleno a lo que se ha dado en llamar “disidencia” (antes “contrarrevolución”). Incluso al hombre más sencillo.

La Habana no mueve un solo dedo, no entreabre ninguna puerta o ventana, no deja de mirar al fronterizo mar, si no es porque ya cuente de antemano con un plan posterior elucubrado de principio a fin. Cometen errores, pequeños errores, deslices que se les escapan de la mano férrea, y muere alguien en prisión (alguien de resonancias aunque sea ligeramente políticas porque los muertos comunes siempre han sido numerosos, tanto entre ellos mismos como a cargo de sus carceleros, pero estas personas no les importan a nadie: ni a ningún gobierno ni a la disidencia, esa gente no existe), o se les va la mano fusilando a tres que intentaban huir (mientras que a otros por la misma causa no se les castiga –p.e., un familiar mío, de padre “revolucionario”— o se les mantiene en cuarentena vigilada también conocida/desconocida como “ley de peligrosidad”. Pero lo que sí está total y minuciosamente atado y bien atado es cualquier maniobra de envergadura (éxodo del Mariel, los balseros, la disidencia controlada y permitida, y por última el destierro de los presos políticos que han llegado en masa a España).

Y hago parada en este punto: el destierro de los presos políticos que han aceptado venir a España. Este grupo de personas se ha quejado largamente de las condiciones en que han salido y de la forma en que el gobierno español les ha tratado. Que yo sepa, han accedido voluntariamente a venir, y añado, aun cuando no haya libertad en un país existe un mínimo de libertad individual con la que esa persona decide sobre su vida: si vivirla o dejarla ir. El Gobierno cubano, Santa Iglesia mediante, les ha otorgado privilegios (al menos teóricamente) bien distintos a los del resto de nosotros: promete respetar “sus propiedades” y el regreso cuando ellos estimen conveniente solicitar el correspondiente permiso de entrada a Cuba (que pueden aprobar o rechazar). 50 años de vida dirigida militarmente, ideológicamente, han convertido a estas personas en gente mimética que tiene mayor capacidad para repetir lo aprendido y lo simplemente vivido que para desenvolverse por sí mismos de forma individual, mínimamente original e independiente. Con seguridad, la mayor parte de ellos, antes de pasarse a la disidencia --¡oh, Dios mío, me he dado cuenta que este amor no era verdadero ni fiel ni sincero!— formaba parte del entramado representativo (en cualquier medida) del Aparato de gobierno, y, en otros casos, también del represivo. Por tanto, por qué tengo que creer en ellos ahora, “aquí y ahora”, y no antes: ¿cuándo eran sinceros y eran ellos mismos? ¿Antes, ahora, nunca?  Muchos cubanos sabemos que una posible, potencial, forma de salir del país es hacerse “disidente” e inmediatamente Estados Unidos considera a esa persona como posible inmigrante (propuesta que se les ha formulado a amigos míos en sus casas). Por supuesto, esto no lo admite nadie.

Estoy seguro de que, en la mayoría de los casos, o en muchísimos de ellos, lo que llaman “propiedades” pueden ser viviendas entregadas por la Reforma Urbana (Estado cubano) que, o bien fueron quitadas a sus legítimos dueños o estos, al marchar del país, tuvieron que firmar haciendo entrega de las mismas al estado, condición sine qua non para abandonar el país, muchas veces en calidad de nada. Independientemente del origen de esas llamadas propiedades, el hecho de que el Gobierno cubano declare (aunque fuera mentira) respetar este bien adquirido de forma legal anterior a la Revolución o de manera “legal” entregado por la Revolución, sienta una diferencia con el resto de los que abandonamos la Isla. Ese hecho no es gratuito, sino que contribuye a crear justamente la distinción a la que yo me estoy refiriendo. ¿Por qué ellos sí tienen ese derecho y yo no, además de los millones que hemos salido anteriormente?

Se les permite salir, y España les recibe, liberando allí y admitiendo aquí a una cantidad de familiares que prácticamente más que a familia, deben referirse a todo un árbol genealógico. ¿Por qué ellos sí tienen ese derecho y yo no, además de los millones que hemos salido anteriormente?

La degeneración moral creada por la Revolución, y alimentada por los representantes de las distintas organizaciones de “apoyo” del llamado “exilio”, también afectados de la misma enfermedad, les ha hecho creer que el status de refugiado político es una especie de medalla de honor a la cual cualquiera o todos tienen derecho en base a sufrimientos anteriores. Y lo peor de todo, es que ellos –o muchos de ellos, o la mayoría— se lo han creído. Lo han repetido hasta la saciedad: ellos no son meros y vulgares inmigrantes, ¡ellos son refugiados políticos! Otro punto para dividir: ellos se consideran por encima de otros que somos emigrantes/inmigrantes (del matiz que sea, incluido por supuesto el político).

Recuerdo que en el año 83, yo trabajaba de camarero en un restaurante chino y convivía con un amigo (y su madre). A este amigo le habían concedido el asilo político con su correspondiente ayuda económica (de hecho posteriormente les dieron un espléndido piso a estrenar), recibía mensualidades considerables de su numerosa familia en Estados Unidos (por cierto, cuando comenzó a recibir la ayuda del ACNUR, le pregunté si no iba a avisar a su familia para que durante ese tiempo le mandaran menos dinero, y me contestó “ah, no, cuanto más manden, mejor”) y, sin necesitarlo verdaderamente, quiso que yo le consiguiera trabajo donde lo hacía yo. Yo me sentía bastante reacio porque a veces podía haber situaciones un tanto por debajo de ciertos parámetros y simplemente no me gustaba que mis amigos pasaran por ellas. Pero, en fin, accedí. Como para hacer su trabajo en la cocina, se sentaba (mientras los demás permanecían de pie), hubo quejas y le pidieron que hiciera lo mismo que los demás. Allá fue corriendo a la zona del bar, donde estaba yo, a manifestar su indignación (tan de moda actualmente) diciéndome que además de toda la humillación que habíamos pasado en Cuba tenía que aguantar aquello, a lo cual no estaba dispuesto. Como yo hube de mantenerme en actitud de psiquiatra soviético, me conminó a que tomara partido. “Pues vete,” le dije yo. Y abría los ojos como platos diciéndome “parece mentira que tú me digas eso…”  A lo cual le contesté: “Es que tienen razón: lo que haces molesta a los demás. Pero además, yo no te sigo porque yo sólo recibo el dinero que me gano trabajando, no el que me da ningún familiar ni ningún gobierno, y mi madre está muy por encima de ti, de tu enfado, de tu humillación y de tus derechos”.

Luego de esta pausa (que no refresca, como las de Coca Cola), vuelvo al tema, que en realidad –y en mi barroco cubano— versa sobre la distinción de categorías entre refugiado político e inmigrante. Y esto me lleva a los predios donde estos honorables ex mayimbes y ex reclusos políticos no realmente liberados (ya que, según entiendo, no se les conmutó pena alguna, sino simplemente se les dio la posibilidad de desterrarse) circulan, con el peso, el mismo peso y seguridad que advertía en los patéticos dirigentes de poca o mucha monta al andar por las oficinas de los sitios donde trabajé en Cuba. Ni siquiera se dan cuenta que han sido programados para dividir al ghetto. No soy yo, ni personas como yo que piensan igual y a veces se atreven a manifestarlo, los que dividen al exilio “cuando debemos estar más unidos que nunca”, sino el gobierno cubano desde La Habana, que, consciente o inconscientemente, tiene y encuentra en muchas partes numerosas cajas de resonancia para su labor de zapa. Ya sé que han estado en prisión --cualquiera en Cuba es fácilmente carne de ergástulo— pero se supone que ha sido por una causa en la que creen, por la libertad de Cuba, y si es por una causa o un ideal no tienen por qué esperar beneficios de sus humillaciones, porque ni las de ellos ni las mías les importan a nadie. Ésa es la dura realidad.

Y como nunca he vivido del erario público, y mi condición de migrante, y mi éxito y mi fracaso, dependen solamente de mi trabajo y no de ningún gobierno ni organización ni asociación amañada para posibles subvenciones, declaro que me une muy poco con esos señores y con gente que piensa de esa manera.

Yo vine aquí a cambiar de vida, a rehacer mi vida, y desgraciadamente no me puedo olvidar de la anterior.

© 2011 David Lago González

domingo, 4 de abril de 2010

Easter Sunday Celebration

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Hoy fui a comer a casa de mi familia brasileña para celebrar la Pascua.  En Madrid no se celebra de esa forma y, que yo recuerdo, tampoco se hacía en Cuba.  Pero en Brasil sí y entiendo que más estos amigos que son del sur y de ascendencia alemana.  A mí lo del huevo de Pascua me suena a Europa Central, pero nada más.  Comí espléndidamente, como siempre.

A mi regreso en el metro, entró en el vagón un chico de unos 13 o 14 años que, muy nervioso, atropelladamente y casi a punto de llorar, explicó a los no muchos viajeros, en total brasileiro, que hacía aquello por ayudar a su madre por la situación tan apremiante que tenían.  E inmediatamente se puso a cantar a capella y en perfecto inglés una canción medio gospel medio hip-hop mientras llevaba el ritmo con el chasquido de los dedos.

Quedé muy conmovido, casi a punto de llorar también y me recordó de un anochecer en Madrid a los primeros días de volver de Galicia, cuando bajé a comprar pan y me encontré a un indigente bebiendo de un alcorque  (lo uso después en un relato que se llama “Eufemismos”).  Yo fui el único que le dio una moneda.  La dejé caer en un calcetín negro que llevaba entre las manos.  Ridículamente le dije: “Tranquilo, rapaz”, pero dudo que él lo haya oído.  Por suerte, uno siempre con el problema del pudor…

lunes, 29 de marzo de 2010

“ESPAÑA, camisa blanca de mi esperanza...”

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Dan McCarthy - Guiding Light, 2010

(Dan McCarthy - Guiding Light, 2010)

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¿Por qué, existiendo los lazos históricos, familiares y sentimentales entre cubanos y españoles, España no se convirtió para nosotros en el Miami natural que pudo haber sido?

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Anterior a la Revolución, en Cuba no existía un sentimiento anti-español —ni tampoco, un resentimiento anti-norteamericano generalizado— . Por supuesto, ni muy de lejos el que siempre ha existido en México, y también en otros países latinoamericanos de una clara procedencia indígena, que, en sus inicios, fue fruto de la dignidad mancillada de los grandes imperios destruidos y sistemáticamente menospreciados por La Corona Española, excepto en el campo de antropología. En el archipiélago caribeño no existía imperio alguno sino restos desgajados de comunidades primitivas que se habían perdido en el Mar Caribe y habían arribado a aquellas costas por entonces desconocidas para lo que se llamaba El Mundo. La referencia indigenista nunca prendió en Cuba por la obvia razón de que fueron arrasados en la conquista y colonización española, de modo que carecíamos de población indígena suficiente como para que alguna chispa de ésta prevaleciera en el país que se estaba formando a base de colonizadores, criollos y negros africanos llevados a la Isla como esclavos. De forma natural los cubanos teníamos asumidos que todo esto formaba parte de la Historia: no era cuestión de entablar compensaciones de honor o de dinero y exigir públicamente reparación por el genocidio, en los albores de la época colonial, de taínos, siboneyes y guanahatabeyes que, tanto a los españoles como a los criollos como a los negros y posteriormente a la inmigración china, les tenía muy sin cuidado. Decir esto no es nada correcto, política y patrióticamente. Pero es la cruda realidad, y a veces la realidad no es hermosa, justa ni, mucho menos, perfecta. De ahí que en Cuba no exista una verdadera identificación popular con la problemática indigenista de Centro y Sudamérica porque, simplemente, no hay sangre que nos una. Era una cuestión de blancos y negros y de clases sociales, en muchos casos llevada con bastante lasitud, y que posteriormente, ya en la etapa castrista, se convertiría en un sordo pero latente enfrentamiento continuo entre los posicionados a favor del régimen (bien por fe genuina —los menos— o por oportunismo —los más) y aquellas otras personas que intentaban continuar dentro de la rutina natural, orgánica, de la vida, costumbre que, cuando menos, era mal vista por la oficialidad ya que mantenerse al margen significaba posicionarse del otro lado como potencial o seguro desafecto y enemigo. Aquí comenzó entonces la promoción del antiamericanismo, bastante traído por los pelos e impuesto con premeditación, perseverancia y alevosía por la nueva asignatura ciudadana y política, y el martilleo incesante de la propaganda en cualquier medio de comunicación escrito, oral y hasta en el lenguaje mímico-gutural de los sordomudos. De ahí que se lanzara al mundo una fantasía íntimamente vinculada a La Revolución: el anti-imperialismo yanqui, hasta el punto que ése fue el lazo de unión más fuerte entre el General Francisco Franco y el Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz, cuya admiración se reciprocaban y, en definitiva, debe haber pesado mucho para que el primero de los mencionados nunca tuviera en cuenta los intereses, no del gobierno español, sino de sus súbditos, que en ningún caso representaban ni a la República, ni a la Corona ni al régimen franquista. Esos súbditos no eran representantes del Estado español sino simples emigrantes que por alguna razón habían dejado atrás La Madre Patria (y aquí cabe también la culpabilización del “que se fue”, al que por arte de magia se le adjudica una vida y un derroche de opulencias de las que carece su familia “abandonada”, sumamente explotada y manipulada por la propaganda oficial cubana en el plano interno); todo lo contrario a los nuevos colonos hispanos que hoy pueblan y utilizan la mano de obra cubana entre otras cosas, porque allí está abolido el derecho de huelga que existe aquí, y los sindicatos “constituidos” han sido siempre un vehículo de transmisión de las ordenanzas estatales.

Es de esta última etapa y de las absurdas fiebres intempestivas de Fidel Castro reivindicando unos orígenes ajenos a la influencia española (que no tenemos, salvo la africana y, en mucha menor medida, la china, y creo que me repito) y del despreciable papel de cliente de burdel (nuevo colono) que goza pero no respeta la materia prima que utiliza, lo que ha ido generando un popularizado desprecio anti-español, que se torna en la hipocresía profunda del cubano hacia lo que puede ser veta a explotar, escalera a subir, visado de salida hacia lo que sea, envuelta en la zalamería y el lingoteo baboso del que los cubanos sí son verdaderos orfebres.

No obstante, y precisamente por el vínculo paternalista colonial (como se da entre países de la Commonwealth), España era el país llamado a convertirse en refugio natural de los cubanos que escapaban del comunismo cubano en sus distintas facetas. ¿Qué nos detuvo entonces? Creo que varias razones:

España, para nosotros, estaba simbolizada principalmente por el personaje paterno, que en cierta forma implicaba el orden y la disciplina, se erguía en figura de respeto y obediencia, y para llegar al cariño hacia él debíamos vadear estos conceptos, que chocaban demasiado escandalosamente contra la dulzura femenina de la madre criolla.

España entonces era tierra de emigrantes. Nuestros padres y abuelos habían emigrado a Cuba huyendo del hambre y de costumbres tan profundamente oscuras y medievales que ni ellos mismos sabían de qué huían. En la inmigración española en Cuba pesaba mucho más la cantidad de españoles que quedaron allí viviendo tras la independencia y el aluvión de gallegos, asturianos, vascos, montañeses, catalanes y canarios de las primeras décadas del siglo XX que los republicanos que huían a causa de la Guerra Civil. En ese aspecto, nunca la pudimos imaginar como Tierra de Promisión.

España estaba sometida a una dictadura represiva, bajo dos poderes: el militar y el eclesiástico. Si uno exagera un poco, era como una versión incipiente y antigua de estado religioso como los que hoy padecen muchos países musulmanes. Ya los cubanos sabíamos lo que era el poder militar, y la Iglesia en Cuba nunca tuvo la fuerza suficiente como para constituirse en una fuente de mando significativa ni profesamos nosotros una gran beatitud (gracias a Dios).

Por otra parte, España decididamente no nos quería y pronto cerró el grifo de escapada en los años 60. Creo que para nosotros siempre estuvo vigente el sistema de visado para entrar al reino o la república española, al contrario de lo establecido con otras antiguas colonias españolas. No entiendo de asuntos consulares.

Miami era prácticamente tierra virgen, de modo que los cubanos, sin ponerse de acuerdo, decidieron construir allí otro país réplica de aquel en donde no podían vivir. Y lo lograron con creces. De esa época aquí, sólo queda El Corte Inglés.

© 2010 David Lago González