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lunes, 11 de julio de 2011

DAVID LAGO GONZÁLEZ - La hermana María

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..watch your shadow

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para Francisco León Morell

 

Yo no sé muy bien lo que pasaba en aquella isla que todo el mundo estaba desesperado por irse. Creo que era algo relacionado con un hombre que se creía dios, pero realmente no me parece que valga la pena hablar de ello: si no hubiera sido él, habría sido otra cosa. Quizás solamente era ese agobio que produce el comprobar que la única puerta que en tal caso puede cruzarse conduce al mar y que sobre el mar, salvo que se sea otro dios (creo que eso viene en un libro gordo que llaman “Nuevo Testamento”), no se puede caminar.

Daniel y Paco no eran una excepción. Un día alguien les recomendó un “espiritista muy bueno” y allá se marcharon por la mañanita temprano, pues fueron advertidos de que sus aciertos y fama eran tales que era necesario madrugar para poder ser atendidos, porque, además de bueno, el señor ya era muy mayor y no consultaba después de la una de la tarde.

Así que con el relente todavía fresco cruzaron toda La Vigía y llegaron a una modesta casa de Villa Mariana, cuya puerta, ya a esas horas, estaba abierta, su entrada franqueada por un gancho que permitía el acceso de los asiduos de confianza y de los posibles clientes. De cualquier forma, las reglas elementales del comportamiento exigían un ligero toquecito con los nudillos o un aparentemente tímido “¿se puede...?” que se mezclaba al acto inmediato de levantar el pestillo sin escuchar la respuesta y entrar como Pedro por su casa.

La salita era pequeña y casi todas las posibilidades de sentarse para esperar el momento de pasar a ver al Maestro estaban ocupadas por mujeres que, prácticamente al unísono ―como tratándose de un coro griego― exclamaron: “¡Ay, dos hombres!”

Paco y Daniel, o Daniel y Paco, da lo mismo, cruzaron sus miradas sorprendidos y dieron los buenos días reglamentarios. El coro de féminas correspondió como era debido, y la atmósfera de la espera, después de preguntar por la última, recobró una latente normalidad que pronto y sistemáticamente se vio alterada por la continua llegada de otras mujeres. Estas recién venidas se sorprendían todas por lo que evidentemente era la inoportuna presencia de dos hombres; unas decidían quedarse y otras se marchaban no sin antes cerrar su aparición con todas las variantes habidas y por haber de esta frase: “¡Ay, dos hombres: qué va, yo no espero!”. Algunas, en una suerte de consolación, preguntaban si era la primera vez... y entonces marcaban y como de todas formas “la cosa va para rato” se iban a hacer la cola del puré de tomate que había llegado a la bodega, siempre esperando, reglamentariamente, como era debido, a la siguiente que llegara y determinara quedarse, pues así lo exigían las normas de educación, y del orden, que, más que en el cerebro, llevaban metido en la sangre.

A tanto misterio y ya un poco molestos, los dos amigos no tuvieron otra opción que la de preguntar qué problema había con los hombres...

Como no se habían puesto de acuerdo para nombrar portavoz entre ellas, el coro, confundiéndose, o más bien fundiéndose, con un escarceo de gallinas, aclaró ―si aquello podía llamarse “aclaración”― que no se sabía por qué, qué era lo que pasaba, pero que cada vez que le tocaba entrar a un hombre la sesión se hacía eternizable, sobre todo a partir de la primera visita.

Daniel y Paco, aunque conturbados, pero teniendo en cuenta que se habían levantado temprano, habían andado media ciudad y, lo que sí era mejor para ellos en aquel momento preciso, no había ningún otro hombre esperando antes que ellos, en un rápido y tácito intercambio de miradas, concluyeron permanecer, con la esperanza de que aquel santo varón octogenario les confirmara la tal anhelada noticia de que algún día, quizás no muy lejano, abandonarían también aquella isla de la que todo el mundo quería salir como si formara parte del Apocalipsis siempre a la espera de desatarse.

Llegada la vez de entrar se percibieron que no habían determinado entre sí quién pasaría el primero, así que uno de los dos tomó la iniciativa y Paco se internó tras la primera cortina. Para unánime exclamación de las mujeres que aguardaban, no mucho después salía y volvía a sentarse, mientras le sustituía Daniel en la inmersión triunfante a la cueva del misterio.

Así atravesó la cortina número uno, de plástico transparente, y atravesó una puerta después de que, sin mediar llamada alguna, una voz desde su interior le invitara a pasar.

El escenario que se encontró fue el siguiente: una habitación mediana, con una puerta y una ventana grande que darían a un pasillo interior y que permanecían cerradas; en el centro, una cama, y a la derecha un armario antiguo, de tres puertas y luna central; a la izquierda, al lado de la cama y contra la pared, había un sillón grande ―lo que en aquella isla se definía como “butacón” ― y frente a éste una silla de cabilla.

En el sillón, entre cojines y almohadas, estaba sentado un señor, efectivamente octogenario, gordo y, además, ciego. Los ojos legañosos hacían un poco desagradable el acto de mirarle a la cara y sostener una mirada que, situándose en la atmósfera misteriosa del lugar, añadía la duda viscosa de ser visto, advertido o cegado. Vestido con pantalón y camisa de mangas cortas, estaba calzado por unas zapatillas de andar por casa y los pies cubiertos por unos calcetines.

La única luz de la habitación era la que provenía del pasillo al atravesar los cristales en lo alto de la puerta y la ventana. Y era suficiente.

El hombre respondió a su saludo y le invitó a sentarse en la silla de cabilla, lo suficientemente inmediata a él como para que las rodillas de Daniel rozaran las suyas. Aparte del material utilizado para improvisar aquel asiento, la sensación de incomodidad aumentaba por la cercanía de los dos cuerpos, la imagen de sus ojos y un cierto olor a orine rancio que fue percibiendo a medida que su olfato se iba aclimatando a la escena.

Empezó preguntándole la razón por la que acudía a verle, cosa que, como es sabido en tales casos, nunca debe decirse claramente, de modo que Daniel le contestó con una vaguedad sobre el futuro y además, recalcó, “por las buenas recomendaciones que le habían dado sobre sus aciertos”. El hombre continuó haciéndole preguntas, preguntas que poco a poco y cada vez más se deslizaban hacia el aspecto sexual, y en particular hacia posibles problemas de erección que el espiritista insistía en achacarle y que Daniel sabía que no existían. Pero ni una palabra de largarse de aquella isla, cosa infinitamente más importante y obsesiva y traumatizante que cualquier trastorno eréctil, ya que, de no producirse tal posibilidad, la flacidez, la incapacidad para levantar presión se extendía a su mente y a toda su vida, mucho más allá del pene. Mas, de cualquier forma, allí, sobre la tortura de aquella silla, aguantó a que concluyera con el encargo de dejar al sereno, durante dos noches, una palangana llena de agua, a la que previamente debía añadir hojas de llantén y granos de pimienta; al amanecer del tercer día colar el agua, llenar dos botellas y acudir de nuevo a otra sesión.

Cuando volvió a la sala las mujeres se entusiasmaron y una de ellas le preguntó qué espíritu le había bajado al viejo. Como ni Daniel ni Paco supieron contestar, todas juntas ―voces nuevamente reunidas en coro griego de claro tono gallináceo― les pusieron al corriente. Eran dos las ánimas que recibía el espiritista: un ancestro congo, y una monja llamada “La Hermana María”. Llegados a este punto, ambos amigos hicieron acto de contrición y contracción de una fuerte carcajada, se despidieron, y salieron a la calle.

Nada más salir empezaron a intercambiar la experiencia de la consulta y comprobaron que a los dos les había hecho las mismas preguntas y los mismos encargos. Paco se había excusado para volver diciéndole que dentro de dos días no estaría en la ciudad pues esa tarde partía a trabajar fuera, pretexto que efectivamente se correspondía con la realidad y que, según el hombre le dijo, no llegaría a concretarse. Ambos convinieron en que el santo varón, a pesar de todos los elogios, era un fraude.

Pero algo sucedió, ya llegando a casa, que les dejó sorprendidos y les hizo dudar muy seriamente de sus últimas conclusiones. De pronto, a mitad de la calzada, un jeepy se detuvo. Un compañero de trabajo de Paco sacó la cabeza por la ventanilla para decirle que el viaje quedaba anulado hasta nuevo aviso, de arriba ―pues una característica más de aquella isla era su otro aspecto de la divinidad: todo “bajaba” de arriba, desde los espíritus hasta la más elemental orden, menos, claro está, el maná―. Paco miró a Daniel; Daniel miró a Paco, y los dos empezaron a reírse delante del otro hombre que no entendía nada y comenzaba a preguntar insistentemente. Como no satisficieron su curiosidad, el tío arrancó estrepitosamente el jeep en una violenta primera que dejó una hilera de humo a su paso. Y en aquel momento Daniel supo que volvería... a ver qué pasaba.

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Al tercer día estaba de nuevo en la salita atestada de mujeres, portando un cartucho con sus dos botellas de agua serenada y colada. Llegó su turno y pasó a la habitación. Igual escenario, igual escenografía, salvo por la posición de la silla de cabilla, que esta vez estaba de espaldas al espiritista y casi encajada entre sus piernas. A los pies de ésta, una palangana grande, de zinc; y sobre la cama una toalla.

El hombre le indicó desnudarse ―”completo”, le dijo― y sentarse en la silla, colocando sus pies dentro de la palangana. El contacto frío del acero en el culo y en su lomo y el del zinc en la planta de los pies, le hizo estremecer y comenzó a temblar ligeramente, intentando contenerse. Así de espaldas, el hombre, sin levantarse de su butacón, anudó primeramente una venda alrededor de sus ojos, cubrió su cabeza con un paño, que presumió blanco por una cierta claridad percibida a través de un resquicio de la cinta, y encima colocó otro paño imaginadamente negro debido a la oscuridad en que todo se sumió.

Sin mediar aviso alguno, recibió de pronto un fino chorro de agua en pleno pecho que bajó rápidamente su curso natural hasta escurrirse por la entrepierna. La picha de inmediato se le encogió como un gusarapo, sintió, y percibió vergüenza, desazón que a su vez se añadía a la provocada por la desnudez. Por el grosor del hilo sobre su piel presumió que el agua era la que había traído embotellada. Este ritual, en el más absoluto de los silencios, fue repitiéndose, y agregándose a él nuevos componentes, pues a medida que corría el líquido por su cuerpo algo, que identificaba como la felpa de la toalla, la secaba, y así una y otra vez, una y otra vez, pequeños chorritos bajaban por sus músculos y sus nervios erizados, los pezones se le encabritaban y se le aletargaban con igual rapidez, los pensamientos volaban en una espiral de especulación y al mismo tiempo se detenían en la nada.

Repentinamente una débil voz femenina, con total acento castellano, le pidió ponerse en pie. Daniel acometió la orden, los brazos a ambos lados, el agua continuaba cayendo desde su cuello y su pecho, siguiendo esta vez de largo por sus piernas y bañando los pies. La toalla al mismo tiempo absorbía el líquido. Ya no podía quedar agua en las botellas, pensaba, de dónde salía toda aquella otra. Bajo la venda de los ojos y los dos paños reparaba en que ni un solo sonido había escuchado. La silla de hierro necesariamente producía un ruido chirriante al menor deslizamiento y él se había sentado en ella cuando estaba prácticamente incrustada entre las piernas del espiritista. Quién le echaba el agua por arriba, quién secaba sus piernas, quien le bañaba el pene. Cómo podía sentirse mojado y seco un segundo después, para volver otra vez a experimentar lo mismo. Si era aquel único hombre, cómo, siendo ciego, se había puesto de pie sin el menor ruido, cómo podía dirigir el surtidor del agua como si escogiera las partes del cuerpo. Cómo, cómo, cómo...

Bajo la venda de los ojos y los dos paños creyó sentir que su picha se ponía dura, tan dura como jamás la había sentido, pero tampoco estaba seguro, no estaba seguro de nada. El agua seguía corriendo. La toalla seguía secando. Tuvo la tentación de alzar los paños, quitarse la venda y comprobar lo que pasaba. Pero también tuvo miedo. Tuvo miedo de encontrarse con la hermana María, o con el espiritista de ojos legañosos, o sabe Dios con qué. Estaba aterrado y excitado, creía, no estaba seguro, pensaba que estaba aterrado y excitado.

Creyó que le succionaban, pero no sentía ni boca ni dientes ni labios, sólo sentía que se la chupaban. Pero tampoco estaba seguro. Era como que se la mamaban. El agua seguía corriendo, quizás como la leche, pero ambas también se secaban. ¿Se corrió? Pensó que sí, que algo le abandonaba, que algo profundo y casi doloroso, inmensamente placentero, le salía del infinito más recóndito. Pero tampoco estaba seguro. Sus brazos seguían a ambos lados del cuerpo, no se atrevía a moverlos.

Silencio. Silencio, silencio, silencio. Silencio y agua. Toalla de felpa suave. Oscuridad. Negro, negro, negro, todo negro. Cuánto tiempo. ¿Segundos, minutos, horas? Cuánto tiempo entre el suave espasmo que había sentido y la nueva erección que ahora le sucedía. Sin boca, sin dientes, sin labios, sin manos. Era como una brisa en sentido contrario, aspirando en vez de soplar. ¿Se corrió? ¿Se vino? ¿Qué pasó?

El agua se acabó. Y ya estaba seco, sintió.

El hombre le mandó sentar. Entonces quitó el paño presumiblemente negro, luego el presumiblemente blanco y le desató la banda de los ojos. De momento quedó cegado por la luz que atravesaba los cristales. Y permaneció sentado, desnudo, sobre la silla. Tiritaba; seguía tiritando; o comenzaba de nuevo a tiritar: tampoco podía asegurar si en algún momento había dejado de hacerlo.

La escenografía se fue restableciendo ante sus ojos. El viejo estaba detrás, con los ojos horribles y en la misma posición en que lo había dejado. Su ropa estaba correctamente doblada sobre la cama, cuidado que él no había tenido. Su cuerpo estaba seco. En la palangana de zinc no había una gota de agua. La toalla también estaba doblada y seca sobre el colchón, como si no hubiese sido utilizada. Y en el suelo, alrededor de su cuerpo, las losetas resplandecían brillosas y secas, secas. Estaban secas. Se-cas. Ese-e-ce-a-ese.

―Puede vestirse― dijo. Y añadió que ya estaba curado, de qué, pero que debía volver a una segunda consulta.

Daniel salió de la habitación, atravesó la cortina y cruzó rápidamente la sala con la cabeza gacha, sin responder las exclamaciones de alivio del coro griego. Desenganchó la puerta de la calle y la dejó abierta, ¡que la hermana María la cerrara!

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(Madrid, 22 de junio de 2001)

© 2001 David Lago González

NOTA:  Me he puesto a “desbrozar” el inbox de entrada donde se acumulan más de 15,000 mensajes.  Y estoy encontrando y recuperando cosas que creía perdidas.  Pertenece a un libro de relatos (o testimonios ficcionados) que se llama EL MUNDO SECRETO DE LA NIEVE, y que no sé si terminaré alguna vez pues la verdad es que nunca me he sentido escribiendo ficción.

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viernes, 13 de agosto de 2010

ISIS WIRTH - En torno a David y a Marat

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NOTA DEL BLOGGER:  Me he retrasado en reproducir el primer texto (el último de abajo) por razones involuntarias, pero como dice el dicho: “no hay mal que por bien no venga”, porque ahora puedo reunirlos todos.  Para el primero de ellos me dio permiso su autora, Isis Wirth (blog La Reina de la Noche), para los demás me lo tomé yo, pues me parecía apropiado hacer un bloque con los fragmentos de una misma historia.

Los he ordenado en sentido ascendente.  Si alguien considera que debo hacer lo contrario, me puede dejar un comentario.  You know, drop me a line.

Gracias a Isis.

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sábado 31 de julio de 2010

Lo que David comprendió

"Formalmente" durante la Revolución, fue que el arte sometido a ésta, al ser dominado por la coerción y el conformismo, debía ser más abstracto.


(Continuando en ese punto de vista "formal", si uno de sus más grandes discípulos, Gros, prefigura a Picasso, o bastante más, Ingres, el del violín, no es pura coincidencia. Como tampoco que el abstraccionismo -como movimiento- quizás resultante, luego, en las denominadas "vanguardias artísticas del siglo XX", haya sido profundamente revolucionario, más allá de la acepción per se del término, por su alineación ideológica intrínseca con la negación. Que también, luego, pasado el momento de euforia iniciático, la propia Revolución -rusa- se haya volcado en contra del abstraccionismo "decadente" que la figuró proféticamente, es tan sólo la inversión necesaria del espejo.)

Mientras David está pintando su "Marat" asesinado en la bañera, es justo cuando el Terror jacobino se recrudece.

Como si el "mártir", a medida que se iba representando crísticamente, con el pincel del pintor, estuviese llamando a su venganza por parte del "peuple", al que "su amigo", Marat, le había ofrendado su vida. Pero diferentemente al Cristo, que murió en la cruz para que no hubieran más sacrificios humanos, pues su sola redención bastaba para la de todos por los siglos de los siglos, hasta el Juicio final, el nuevo Cristo revolucionario, Marat en la ocurrencia, reclamaba sangre sin cesar.

Así, la apropiación crística, en tanto reciclación oportunista del símbolo anclado ya en el inconsciente (oportunista, porque la Revolución francesa intentó borrar el cristianismo, y sin embargo no pudo deshacerse de él, lo que más tarde comprendió un tal Bonaparte, mucho más astuto que Robespierre y David juntos), se revelaba ser todo lo contrario: en una operación alquímica, más pintaba en su estudio David al mártir Marat, más la guillotina bajaba rápidamente en las plazas de París, y dondequiera en Francia.

Es en este curioso momento de "magia artística" donde se estaba fundando la sed de sangre de todas la revoluciones, invirtiéndose a conveniencia, pero sin que se notara, lo que habría significado religiosamente Cristo.

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lunes 2 de agosto de 2010

Ser mejor revolucionario que buen pintor. David

No deja de sorprenderme, David, por su audacia ideológica, precursora conceptual de las políticas culturales de las revoluciones. (Bueno, en realidad la Revolución francesa sí tuvo una política cultural, con todas las de la "ley", incluyendo el exilio de artistas no suficientemente "comprometidos", o la humillación a otros, como Marie-Joseph Chénier, a quien le quemaron en público una obra suya, algo "antiterrorista", lo que sirvió para que el poeta entrara en el redil.)

Un jurado de pintura que él había constituido en el año II (el duro del Terror), que otorgaría un Gran Premio (jacobino, desde luego), estipulaba que la norma para juzgar en consecuencia era preocuparse "menos de la perfección de las partes prácticas del arte que de la manera de crear, en la obra, en tanto hombre libre, como un verdadero republicano".

O sea, ser mejor revolucionario que buen pintor.

Quien hacía erigir esto como "canon" era un pintor extraordinariamente preocupado por la perfección de su arte.

Pero en el año III, tras la caída de Robespierre, la "reacción" thermidoriana se había instalado, y el régimen era más suave.

David estaba en prisión, y el concurso de ese año otorgó el premio a Gérard, precisamente por su competencia excepcional, la maestría de la estética. En tanto que un pintor de formación insuficiente como Fougea, con "Funerales de Marat" (el pobre, no había comprendido el cambio de tuerca del régimen, o sencillamente había estado pintando el lienzo desde antes), fue desestimado.

Más aún, los thermidorianos pensaban haber encontrado en Gérard el sucesor de David, pues era más dócil el primero que el irreductible "ideólogo" del segundo, y que el talento de Gérard podía estar a la altura de las exigencias estéticas del nuevo régimen.
Sin embargo, el maestro de Gérard no era otro que David...

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jueves 5 de agosto de 2010

La venganza revolucionaria de los artistas "comprometidos"

Los artistas jacobinos, la vanguardia artística de la Revolución francesa, nucleados alrededor de David, no eran todos uniformes en su ardor revolucionario.

Aunque hubo entre ellos hasta "mártires", un "artista heroico", como Basseville, asesinado en Roma (por el "populacho furioso"), donde los pintores franceses hacían labor "subversiva" al mismo tiempo que estudiaban el arte antiguo.

También, en la primera línea del militantismo revolucionario más allá de las fronteras, un cierto Girodet, con mucha más suerte que Basseville, no sin fortuna para el arte...
Pero otros, sin dejar de ser, desde luego, "revolucionarios", escogían el exilio "artístico" para ponerse a salvo de las volatilidades del período, en el que hoy cortaba la cabeza al día siguiente amanecía sin ella sobre el cuello.

Entre éstos, Jean-Baptiste Wicar, asimismo alumno de David, quien prefirió no correr los riesgos de sus colegas en Roma, y pasó el año de 1793 en Florencia.

Pero, de regreso a París tras su "exilio de terciopelo", tenía que dar pruebas de su compromiso con los principios del Terror, subiendo pues los tintes, en este caso verbales, con inusitada ferocidad. Para que no quedaran dudas.

No tardó en asumir un rol dirigente en la Sociedad popular y republicana de las Artes, el club oficial de los artistas jacobinos.

Y presentó el 29 Nivoso del año II (18 de enero de 1794) una petición incendiaria, "Aux armes et aux Arts !", que fue reproducida íntegramente en el periódico del club.

Llamaba a los artistas a dedicar todas sus energías a fijar el recuerdo en el lienzo de todos aquellos que habían dado su vida por la Revolución. "El pueblo quiere ver sus rostros ensangrentados", exclamaba. (Lo que impresionó a Robespierre, quien le pidió luego a David que recogiera lo más fielmente posible la expresión del rostro del cadáver de Marat, pero David ya no tuvo acceso a los despojos del apuñaleado en la bañera, y se las arregló como pudo respecto del dictado de su carnal Maximiliano. Por cierto, esta normativa estética no sería la única que ejerció Robespierre sobre David, aun si bien el último fue el genial ministro de propaganda del primero.)

Para cumplir la tarea de servir al pueblo, deseoso de que los pintores les otorgaran las fieles imágenes de los "Padres de la Igualdad" ( o sea, los de "la Patria"), Wicar exigía la depuración de las filas de la profesión de pintor. Una cacería de brujas. Había que vengarse de todos aquellos artistas que habían decidido esperar el fin de la lucha revolucionaria en un confortable exilio italiano, tomando así el partido de los "realistas emigrados", les royalistes émigrés, que éstos sí eran los gusanos de veras, los verdaderos exiliados, y no los tibios "diaspóricos" de esos artistas.

¡Pero si el primer "diaspórico" era Wicar!

No obstante, el descarado les pedía a los legisladores de la République que distinguieran entre los "hijos fieles al país" y los "traidores": los "viles artistas", "deshonrados y prostituidos" (con el dinero del "capitalismo", para ponerlo up-to-date), en quienes se debía descargar toda "la venganza de la nación".

Así, Wicar los ponía "fuera de la ley", hors-la-loi, que significaba derechito a la guillotina.

Y el hijo de p... hizo una excepción con, claro, un amigo, el pintor Fabre.

Si los artistas no podían ser ajusticiados, al haber escapado o no poderse encontrar, estipulaba que se quemasen sus obras, para que "no irriten más nuestros ojos revolucionarios".

Llamaba a que todos los trazos dejados por esos "traidores" fuesen "ofrecidos en holocausto".

Años después, en 1816, para conmemorar la victoria en Leipzig en 1813 en "la batalla de las naciones" alemanas contra Napoléon, quemaron no sólo el Código (Civil de) Napoléon, sino los libros franceses que sí encontraron los alemanes a mano.

Heinrich Heine escribió entonces que en el mismo lugar donde estaban quemando libros, en otro momento quemarían a seres humanos.

Curiosamente, el holocausto estético-político propuesto por Wicar, quien pedía que para suplantar las obras de arte que serían incineradas se trajeran a Francia, "repatriadas", las obras de arte "verdaderas", las de "la antigüedad", en su "libertad", encontró enseguida una respuesta inusitada en consecuencia: el general Bonaparte, tras su primera campaña de Italia, proporcionó a Francia, como botín de guerra, lo que reclamaba Wicar.

El verdadero Holocausto, el que bien vió Heine que sucedería, tendría lugar desgraciadamente en ese mismo suelo alemán.

Y aquí lo dejo.
(Saquen ustedes las conclusiones de esta tensión ideológica.)

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martes 10 de agosto de 2010

El Marqués de Sade, sobre la muerte de Marat

Eso sí, cuando no era marqués, sino el "citoyen Sade", compañero por la Section des Piques, y miembro de la Sociedad Popular.

Tras la muerte de Marat, David, como sabemos, organizó un grandioso culto al soi-disant "Amigo del Pueblo". Las manifestaciones eran innombrables.

Calles y más calles para Marat (hasta Montmartre), tanto en París como en provincia, sin contar el funeral espectacular y la ceremonia en el Panteón.

Se instaló el busto de Marat en la Convención, y la propaganda se extendió a abanicos, tabaqueras, anillos, relojes, con su efigie.

Alguien hasta propuso que el cadáver fuese paseado por todos los departamentos de Francia, pero ya apestaba demasiado..., y David se aprestó a enterrarlo.

Este culto religioso llegó al paroxismo cuando en una celebración del muerto en su propio Club des Cordeliers, un miembro de éste exclamó: “¿Será cierto que a la Naturaleza le haya tomado miles de años para producir dos hombres del temple de Jesús y Marat?"

Desde luego, se refería, ya, a Jesús, el "revolucionario", que la Revolución estaba en plena descristianización.

Enseguida, otro miembro le respondió al exaltado: "Como Jesús, Marat detestaba los nobles, los ricos, los curas, los "fripons". Como Jesús, Marat no cesó de combatir esas pestes de la sociedad; como Jesús, Marat fue extremadamente sensible y humano".
(Cualquier semejanza con ciertas aproximaciones cristiano-revolucionarias del siglo XX no es pura coincidencia.)

Y al otro día, se compuso un himno:

"¡Oh, corazón de Jesús!
¡Oh, corazón de Marat!"

Así como un poema, destinado a las mujeres (justo porque una mujer, la Corday, lo había apuñaleado) que se prosternaban delante del busto:

"Oh, querido Marat que nos das tu sangre/ Ven, toma la nuestra, y devuélvenos tu presencia".

Creo que el único "cuerdo" en tanta necrofilia neo-crística y propagandística, fue Sade, ci-devant marqués, que como secretario de la Section des Piques pronunció un discurso dirigido a las mujeres, muy fervoroso y "comprometido", desde luego, pero donde siento una fina ironía:

"Sexo tímido y dulce, ¿cómo vuestras delicadas manos pudieron tomar el puñal que la seducción afilaba? Vuestro apuro por venir a poner flores en la tumba de este verdadero Amigo del Pueblo nos hace olvidar que el crimen pudo encontrar brazos entre ustedes. Felizmente, el bárbaro asesino de Marat, similar a esos seres mixtos a los que no se le puede definir ningún sexo, vomitado por los infiernos en el desespero de los dos (sexos), no pertenece directamente a ninguno".

¡Pobre Charlotte Corday! El "divino marqués" la confinaba a menos que hermafrodita.

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© Isis Wirth

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