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viernes, 26 de febrero de 2010

DAVID LAGO GONZÁLEZ - Kilo 7, Camagüey

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(Prisión Kilo 7, Camagüey_Google Earth)

Al menos hasta marzo de 1982, aquel alto muro de elementos prefabricados coronados por una celosía de alambre de púas que se inclinaba al interior, era conocido como KILO 7. Cuando por alguna razón, iba o venía del aeropuerto y esperaba el autobús del otro lado de la carretera que conduce a Nuevitas y donde terminaba o empezaba la aplastante y sobrecogedora manifestación limítrofe de aquella granja de máxima seguridad (que al mismo tiempo ejercía de combinado de cárceles, granja abierta, empresa de pre-fabricados y celdas de castigo), siempre me preguntaba y especulaba con lo que estaría pasando del lado de allá. Y a pesar de que estaba del lado de acá, en plena carretera, con vehículos que iban y volvían desde y hacia Camagüey, y con libertad de movimientos al fin y al cabo, no dejaba de sentir miedo y de sudar, de más cerca, la más que posible posibilidad —valga la redundancia— de encontrarme alguna vez detrás de aquellos muros. “Yo no sé por qué son tan altas las altas ventanas que miran al cielo...” cantaba Silvio refiriéndose sabrá Dios a qué producto de su imaginación caprichosa, que, por supuesto, nada tenía que ver con aquellos rectángulos de hormigón armado, pero no puedo dejar de asociar esa imagen evocada en esa preciosa canción con aquel espanto frío que tenía a mis espaldas. Bueno, también mi imaginación tiene sus pequeños caprichos...

Un domingo, hube de acompañar a Gloria Lastre, madre de un amigo entonces detenido allí, a la visita reglamentaria que las bondadosas autoridades carcelarias le brindaban. Creo que no fue un taxi (por entonces, fiats o fords falcon comprados a Argentina), sino una vieja máquina de alquiler con la que pactamos la ida, espera y regreso de tan escalofriante e inmenso silencio. En el viaje de ida fuimos cogidos de la mano en el asiento posterior y creo recordar que no cruzamos una sola palabra. Bordeamos aquel muro interminable que se extendía a lo largo de la carretera de Nuevitas, hasta que en un punto giramos a la izquierda y tomamos un terraplén igualmente interminable que se extendía hasta lo que era una puerta inmensa, como sacada de la mente de Kafka para ilustrar su Proceso. Creo que había algunas barracas (o tal vez sólo alguna) donde se resguardaban los visitantes, pero no estoy muy seguro de ello.

Cuando bajamos del coche, Gloria temblaba como una hoja, con cara lívida, y con ojos acuosos me miró como pidiéndome el milagro de hacerme invisible y acompañarla al encuentro de su hijo. Naturalmente aquel milagro no se produjo, y me deshice de su mano ante el custodio, o guardia, o miliciano, o militar, o policía, mientras ella se adentraba tras lo desconocido. Me reuní con el conductor y tampoco nos hablamos mientras esperamos a que la madre de mi amigo volviera a salir por aquellas puertas tan implacables como Las Puertas del Cielo.

Gloria era una mujer valiente. En realidad no he conocido a ninguna madre cobarde, y las madres de mis amigos y la mía propia lo fueron calladamente y siempre estuvieron a nuestro lado en los mejores y los peores momentos. Ella era una mujer bella, parecida a Anna Magnani, que se reía con toda la boca rebosante de risa, como quien se echa demasiada comida de una sola vez. “¡Vámonos de aquí volando!”, y sólo cuando atravesamos la puerta destartalada de la casa de San Clemente, me abrazó con todas sus fuerzas y lloró con la misma profusión con que antes reía.

© David Lago González, 2010.

(Madrid, 26 de febrero de 2010)

lunes, 4 de enero de 2010

DAVID LAGO GONZÁLEZ - ROY CIFUENTES, the boy with a moon and star on his head

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para Renecito, su hermano

Cuando ingresé en el primer curso de la escuela secundaria1 en Camagüey, y esto puede haber sido por el año 1962-1963, estudiaba el segundo curso un muchacho llamado Roy Cifuentes. Además de ser la época de los Beatles, era también la nefasta etapa de la cursilería amanerada del cantante español Raphael, extraño fenómeno de la dictadura franquista con la que Fidel se llevaba tan bien. Los primeros estaban cuasi-prohibidos, pero el segundo —nunca se vio una imagen2— sentó escuela —¡y qué escuela...!— entre locas que se volcaron de lleno a la canción melódica (en Camagüey, p.e., Gilbertico Fernández, Manolito Martínez y otros muchos). Aquello era Camagüey early 60’s, yo todavía seguía con los antiguos amigos del barrio y queríamos formar un grupo como los Beatles, ¡claro está! Yo controlaría las letras y la imagen, Silverio tocaba la batería (le enseñaba un personaje extrañísimo al que llamaban “Primitiva”), Chicho no sé qué (sería bajo) y Osvaldito “Molleja” la guitarra, que sería el único que verdaderamente terminaría haciendo carrera de músico.. Ensayábamos en casa de Molleja, que yo creo que quedaba por allá por la Planta Eléctrica, y su madre había sido cantante de ópera; cuando menos nos lo esperábamos, éramos interrumpidos por el chillido voraz de su frustración artística. Claro, perdimos el curso pues apenas íbamos a la Secundaria, o entrábamos por la puerta principal y salíamos por la de la piscina o el portón lateral, o en un descuido del profesor o profesora saltábamos por la ventana y nos largábamos corriendo.

Pero algunas veces íbamos. Y allí estaba Roy, the boy with a moon and star on his head3. Nunca jamás he visto histerias colectivas como las que desataba Roy Cifuentes. Simplemente con pasar por el corredor. Parado al borde la baranda, asistí a un aluvión espontáneo de chillidos de todos los que estábamos en el patio, tanto chicas como chicos. A la gente le daba igual: Roy era un dios... No, Roy era Dios. Y además, se iba del país, lo que le daba una cierta actitud de estar más allá de todo. Porque, efectivamente, estaba más allá de todo: era la belleza absoluta, y sus cabellos rubios eran el sol.

Recuerdo la fiesta de quince de Ivonne Loret de Mola —hija de mártir de la Revolución a cuya familia no dejaban salir del país—. Se realizó en los lujosos salones del todavía (creo) Centro Gallego de Camagüey. Yo detestaba este tipo de festejo, pero esto se auguraba como otra cosa. Fui acompañando a Maruchi, mi amiga del barrio, que luego terminaría esquizofrénica. La fiesta todavía no había empezado del todo cuando, de pronto, se empezó a escuchar un rumor, un balbuceo ya enorme, que iba aumentando de volumen hasta que se oyó el nombre, o, más bien, El Nombre: ¡ROY!!!!!!!!!!!!!!!! En lo alto del descanso de la escalera de mármol, enfundado en un jersey negro de cuello de tortuga, muy a la época, que resaltaba el brillo dorado de su pelo y su cara perfecta.

Nunca le llegué a hablar: tanto me paralizaba su belleza.

Y un día no volvió. Tal vez se fue como un ángel. Sé un poco de otra historia posterior, pero yo quiero recordar ésta y sólo ésta: la del muchacho con una luna y una estrella sobre su cabeza.

 

(Madrid, 4 de enero de 2010)

© 2010 David Lago González

1”Ana Josefa Betancourt de Mola”, antes colegio Los Maristas (donde también estudié la primaria)

2El primer comentario que oí sobre lo que era Raphael sobre un escenario provino de Silvio Rodríguez, que lo vio en la televisión en el barco pesquero “Playa Girón” cuando le impusieron una especie de castigo.

3Cat Stevens