(Prisión Kilo 7, Camagüey_Google Earth)
Al menos hasta marzo de 1982, aquel alto muro de elementos prefabricados coronados por una celosía de alambre de púas que se inclinaba al interior, era conocido como KILO 7. Cuando por alguna razón, iba o venía del aeropuerto y esperaba el autobús del otro lado de la carretera que conduce a Nuevitas y donde terminaba o empezaba la aplastante y sobrecogedora manifestación limítrofe de aquella granja de máxima seguridad (que al mismo tiempo ejercía de combinado de cárceles, granja abierta, empresa de pre-fabricados y celdas de castigo), siempre me preguntaba y especulaba con lo que estaría pasando del lado de allá. Y a pesar de que estaba del lado de acá, en plena carretera, con vehículos que iban y volvían desde y hacia Camagüey, y con libertad de movimientos al fin y al cabo, no dejaba de sentir miedo y de sudar, de más cerca, la más que posible posibilidad —valga la redundancia— de encontrarme alguna vez detrás de aquellos muros. “Yo no sé por qué son tan altas las altas ventanas que miran al cielo...” cantaba Silvio refiriéndose sabrá Dios a qué producto de su imaginación caprichosa, que, por supuesto, nada tenía que ver con aquellos rectángulos de hormigón armado, pero no puedo dejar de asociar esa imagen evocada en esa preciosa canción con aquel espanto frío que tenía a mis espaldas. Bueno, también mi imaginación tiene sus pequeños caprichos...
Un domingo, hube de acompañar a Gloria Lastre, madre de un amigo entonces detenido allí, a la visita reglamentaria que las bondadosas autoridades carcelarias le brindaban. Creo que no fue un taxi (por entonces, fiats o fords falcon comprados a Argentina), sino una vieja máquina de alquiler con la que pactamos la ida, espera y regreso de tan escalofriante e inmenso silencio. En el viaje de ida fuimos cogidos de la mano en el asiento posterior y creo recordar que no cruzamos una sola palabra. Bordeamos aquel muro interminable que se extendía a lo largo de la carretera de Nuevitas, hasta que en un punto giramos a la izquierda y tomamos un terraplén igualmente interminable que se extendía hasta lo que era una puerta inmensa, como sacada de la mente de Kafka para ilustrar su Proceso. Creo que había algunas barracas (o tal vez sólo alguna) donde se resguardaban los visitantes, pero no estoy muy seguro de ello.
Cuando bajamos del coche, Gloria temblaba como una hoja, con cara lívida, y con ojos acuosos me miró como pidiéndome el milagro de hacerme invisible y acompañarla al encuentro de su hijo. Naturalmente aquel milagro no se produjo, y me deshice de su mano ante el custodio, o guardia, o miliciano, o militar, o policía, mientras ella se adentraba tras lo desconocido. Me reuní con el conductor y tampoco nos hablamos mientras esperamos a que la madre de mi amigo volviera a salir por aquellas puertas tan implacables como Las Puertas del Cielo.
Gloria era una mujer valiente. En realidad no he conocido a ninguna madre cobarde, y las madres de mis amigos y la mía propia lo fueron calladamente y siempre estuvieron a nuestro lado en los mejores y los peores momentos. Ella era una mujer bella, parecida a Anna Magnani, que se reía con toda la boca rebosante de risa, como quien se echa demasiada comida de una sola vez. “¡Vámonos de aquí volando!”, y sólo cuando atravesamos la puerta destartalada de la casa de San Clemente, me abrazó con todas sus fuerzas y lloró con la misma profusión con que antes reía.
© David Lago González, 2010.
(Madrid, 26 de febrero de 2010)