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viernes, 21 de enero de 2011

Cautela (sobre Túnez, y sobre muchas más cosas)

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Hace días celebraba la cautela con la que Rosa Montero recibía la “revolución” tunecina.  Hoy celebro que parece mantenerse una cierta lógica que va consolidándose según los últimos acontecimientos.  No quieren proseguir con las viejas vergüenzas del recién huido autócrata.  Eso está bien.  Que cambie todo, todo lo más posible.  Que las caras del poder no se reciclen lo suficiente como para hacer lo mismo otra vez, o no cambien tan radicalmente como para producir remedios peores a la enfermedad.  Que el dios neutro del sentido común y la laicidad se apodere de todos.

El esfuerzo vale por ellos mismos, los tunecinos.  Y también vale porque, según indica la última prensa, Suiza La Amoral decide tomar alguna posición (esta vez, menos neutra) y por el momento impide que la fortuna robada sea consecutivamente utilizada por los ladrones, gentuza y bastedad que el dinero convierte en fino y presentable para en los salones parisinos ensalivarse con mandatarios y aristocracias.  No creo que esa gente suba ningún peldaño, pero sí lo bajan los que con ellos se abrazan.  Con todo mi respeto hacia una mayoritaria excepción (por ambas partes), mi padre decía que los policías y los delincuentes se alimentan de la misma comida.

UNA CURIOSIDAD.  En las primeras noticias que circularon en la prensa sobre la rebelión tunecina, recuerdo perfectamente haber leído –y haber visto y oído en la televisión –que, aunque ciertamente la mecha fue prendida –nunca más literalmente –por el joven que se inmoló a lo bonzo después de haberle sido prohibido continuar vendiendo en la calle al carecer del permiso necesario (cosa ésta que sucede aquí en España todos los días), fue una mujer (policía) la que ejecutó la acción y le insultó y humilló en público, algo intolerable para un árabe.  Intolerable es, de cualquier forma, el insulto y la humillación en todas sus manifestaciones, pero esas primeras fuentes hacían hincapié en la trascendencia específica de que una mujer humille a un hombre árabe.  Ese detalle ha desaparecido según pasan los días.  Curioso, ¿no?

miércoles, 19 de enero de 2011

La fascinación de la palabra “revolución”

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ROSA MONTERO

Occidente

ROSA MONTERO 18/01/2011

http://www.elpais.com/articulo/ultima/Occidente/elpepuopi/20110118elpepiult_1/Tes

Escribe Juan Goytisolo que la de Túnez es la primera revolución democrática de los países árabes. Supongo que no incluye a Irán en el recuento, dado que son persas y su idioma oficial es el farsi; pero de todas formas es un país islámico y en los colegios se aprende árabe. Y resulta que la revolución iraní de 1979 fue también contemplada como democrática en sus inicios, fue también aplaudida por Occidente, que consideraba que Jomeini no era más que un viejecito pintoresco e inofensivo, un mero símbolo de la resistencia contra el sah que pasaría a segundo plano cuando empezara la transición democrática. Pero luego el viejecito se puso a rebanar gaznates y a ahorcar gente y dejó de parecer tan divertido. Maldita la gracia que ha tenido la revolución iraní. Y con esto no pretendo criticar la revuelta tunecina, antes al contrario: lo que tengo es miedo de que toda esa esperanza se estropee. Túnez ha traído un maravilloso y necesario viento de renovación al mundo islámico, pero los cambios sociales son difíciles y las revoluciones contradictorias. Además, como decía el otro día El Houssine Majdoubi en un magnífico artículo, Occidente está jugando un papel nefasto en la modernización de los países árabes. Queremos exportar la democracia y fanfarroneamos de ser el mejor ejemplo de ese sistema. Pero la democracia es un régimen político que se basa en la firme aceptación de unas reglas del juego libremente asumidas. Es un sutil acuerdo de honor que solo es poderoso si se respeta. Y ¿cómo van a poder creer los árabes que la tan cacareada democracia tiene un sentido, si los Gobiernos occidentales apoyan a los peores dictadores del mundo islámico, negando con su ejemplo lo que predican? O los países industrializados consiguen superar su flagrante inmoralidad en política internacional, o nos encaminamos al desastre.

—o—

Celebro y comparto la cautela que manifiesta la periodista y escritora Rosa Montero respecto a la “revolución” tunecina. En cambio, Juan Goytisolo creo que no tardó ni 48 horas en llamar “revolución” a la rebelión, revuelta o sublevación popular. Sin duda alguna, tanto por lazos más fuertes que la simple afinidad como por la experiencia acumulada, él sabe mucho más del mundo árabe que un servidor. Pero no me corto un pelo para decir, escribir y afirmar que, desgraciadamente, yo sé más de revoluciones que ellos dos.

Según el Diccionario de la Lengua Española en su Vigésima Edición de 1984 (regalo de mi compañero de entonces, nunca alcancé esos lujos por mí mismo), en la acepción más política de la palabra “revolución” (del latín revolutĭo, önis), la define como “cambio violento en las instituciones políticas de una nación”; también, sentido figurado, “mudanza o nueva forma en el estado o gobierno de las cosas”. El significado es aséptico, y puede que hasta hermoso. La realidad es traumática.

Si a ella se le añade el adjetivo “democrática”, la confusión entra dentro de las más profundas dimensiones de la oscuridad. Lo más cercano a tal definición fue La Revolución Francesa, después de que la sangre corriera a borbotones sobre culpables e inocentes. Pero eso sí, La France, país civilizado, sigue celebrando con jolgorios cada año el festín de la sangre.

Ni qué decir de la (nuestra, amargamente nuestra) Revolución Cubana, tan “romántica, tan “antinorteamericana”, tan “antiimperialista”, tan “justa”, que al día siguiente de llegar al poder se consolidó como la dictadura más ferozmente sutil (o viceversa) de América, y recurrente espejismo o oasis reverberante para utópicos perdidos en el desierto de sus ideas e ilusiones.

Y si a esto se añade que esos indicios de revolución sucedan en el complejo mundo árabe, bastante incomprensible para una mentalidad occidental –y creo que cuanto más democrática, más errada –entonces lo mejor es mantener un recelo absoluto.

El término “revolución” sigue provocando una extraña fascinación, no sólo entre los desposeídos sino también entre los más ilustrados. La gente necesita creer, pero habrá que aprender a vivir sin fe aunque la existencia se convierta en algo muy duro. Todavía hay enfermedades incurables: ésta es una de ellas.

© 2011 David Lago González