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miércoles, 2 de febrero de 2011

MI AMIGO ÓSCAR y YO

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Mi amigo Óscar, a lo largo de su vida, fue desarrollando una esquizofrenia que, tras dos últimos años infernales --principalmente para él, pero también para todos los que le queremos --desencadenaron en su muerte por parada cardiaca. Viví y le acompañé en el preámbulo de los accidentados doce meses que antecedieron al final (a lo largo de los brotes sicóticos yo solía ser repudiado), corriendo a la par que él en aquella especie de remake de “La Soledad del Corredor de Fondo”, a campo traviesa, mientras lo accidentado de todo aquel terreno que transitábamos (rocas, riscos, valles, desiertos, charcos inmundos, vida y muerte, deseo y pasión y frustración, e historia, muy mala historia a nuestra espalda y en derredor) nos magullaba los pies, y la piel de la cara y los brazos se nos llenaban de arañazos de espinas y gajos secos de bosques y monte bajo. Una parte de genética nos acompaña, sin duda, pero el escenario en que para bien y para mal se habían ido madurando nuestras lozanas uvas, y sobre todo, la enorme miseria humana que hemos conocido, nos dejaron una enfermedad de por vida que, estoy seguro, nos hizo más inteligentes, más agudos y más irrazonablemente fuertes y opuestos a endurecernos con el tiempo, como bien debería haber sido nuestro acto subconsciente de rechazo o protección.

Mi amigo Óscar y yo hablábamos mucho. Nos emborrachábamos con frecuencia. Éramos asiduos de garitos de estúpido e inservible vicio (la pérdida de tiempo es el peor de ellos). Por puro milagro, y por miedo, nos salvamos de la droga dura. Nos reíamos tanto de todos y de nosotros mismos que por lo general terminábamos llorando. Había nacido en Cuba también, para más señas en Florida, a media hora de mi pueblo. Le fue dado el honor de ser escogido por el Reino de España para reconvertir su condición de escoria de asilado en la Embajada del Perú en La Habana, en respetable ciudadano europeo.

Por eso a veces comentábamos qué curioso resultaba que los que habían vivido de la Revolución y/o los que habían sacado más tajada de Ella, fueran precisamente los que se proyectaran con mayor contundencia en su contra.

En fin de cuentas, la vida no se va a arreglar. Qué más quedaba sino devenir en loco.

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© 2010 David Lago González

domingo, 21 de noviembre de 2010

Mi amigo Oscar (I + un añadido)

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El post original es éste (http://heribertopenthouse.blogspot.com/2010/11/mi-amigo-oscar-i.html).  Aunque ya lo he dicho en otras ocasiones, quiero añadir que después de lo sucedido en la sede diplomática de Perú en La Habana del año 80, España, no sé de qué manera “seleccionó” 500 escogidos por La Corona para darles asilo político en el Reino bajo gobierno de UCD.

Estos 500 muertos vivientes aterrorizados fueron recibidos en Barajas con otro acto de repudio a mano y garganta de la enérgica y siempre justa izquierda española.  En vez de “Aloha!” y una guirnalda de flores, o de algún “¡Olé!”, los gritos eran del orden de “¡Aquí no queremos chorizos!”, “¡La Escoria, que se vaya!”  “¡Gusanos, a Miami!” y otras lindezas por el estilo, incluidas, claro está, las sexuales-morales.

Lamento no tener acceso al pasaporte que le hicieron a Oscar para viajar, o al salvoconducto que le dieron, no recuerdo ahora.  LO QUE SÍ RECUERDO PERFECTAMENTE es la foto suya y el trabajo que me costó reconocerlo.  Sólo me la enseñó una vez.  Supongo que en una de sus crisis la tiraría o la quemaría, como hicieron con su vida los comunistas y oportunistas cubanos.

(To be continued…)

DLH

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lunes, 19 de julio de 2010

Hostales, y otras cosas

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Tarkovski034© Tarkovski 

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a Luisa Mesa, Liborio, Juan Abreu

y muchos otros comentaristas de un post

que he leído en el blog de Zoé Valdés

(Perdón si ya he contado esto anteriormente o de alguna manera ha salido en otro texto, pero he leído tantas barbaridades en los últimos días a partir de la llegada de los ex reclusos cubanos a Madrid y como “mi desgracia es mi memoria” y al mismo tiempo considero que es muy conveniente, no puedo reprimir el establecer la asociación llegada-hostal sin que ello me traiga buenos y malos recuerdos.)

 

Mi madre y yo llegamos a Barajas el 8 de marzo de 1982, a las 7 de la mañana, con una temperatura exterior alrededor de 1º. Yo había avisado a dos personas: mi amigo Oscar (R.I.P.) y un antiguo vecino de García Rouco que, además, nos había hecho algunas gestiones aquí en los últimos momentos antes de salir de Cuba. Este último señor no se presentó, por lo cual si no hubiera sido por mi amigo Oscar León, supongo que habríamos terminado en algún albergue o casa parecida de la Cruz Roja o de alguna asociación humanitaria que, por aquel tiempo, no existían todavía en forma de ONGs.

Este amigo nos llevó para un pequeño apartamento en la calle de Maestro Guerrero, a un lado de la Gran Vía y de la Plaza de España, –nada suyo—, que compartía con su pareja, que había tenido la inmensa amabilidad de irse a dormir esa noche a casa de sus padres para que el apartamento no resultara tan minúsculo para todos. Mi madre y yo dormimos en el sofá cama del salón, y a pesar de ser todo pequeño, a mí las dimensiones me parecían enormes. Su pareja era (y es, porque no se ha muerto) español, y, por ese gesto y otros en el futuro, siempre fue muy amable con nosotros. Mi amistad con Oscar pasó por diferentes etapas en realidad vinculadas a su enfermedad (esquizofrenia) pero por entonces no nos dábamos cuenta de aquello o nadie quería admitirlo; lo que sí JAMÁS olvidé que gracias a aquella persona la llegada al nuevo Viejo Mundo no significó para nosotros una tragedia. Los tres hablábamos el mismo idioma y no me refiero al español, sino dentro de él otro distinto que nos hacía, si no especiales, al menos dí diferentes. Ya él había hablado con la dueña de un hostal que está en la penúltima manzana de la Gran Vía (en Madrid, toda la numeración de las calles nace a partir de la Puerta de Sol, considerada como el Kilómetro Cero), y quedaba a unos cien metros de su casa.

El hostal no era lujoso, claro está. Pero sí era lindísimo. Amplio, luminoso. Las puertas de las habitaciones todavía conservaban aquella costumbre tan hermosa de la puerta y la media puerta que permitía no tener que estar encerrado a cal y canto dentro de la habitación. El comedor era francamente enorme, muy luminoso también, y la comida fue inmejorable. Y el baño*, amplísimo, enorme, limpísimo, era común; y quizás eran dos, eso no lo recuerdo muy bien. Todo aquello lo llevaban magistralmente dos señoras que ya pasaban de los 65 –españolas, sí, también, de las mismas que le prendieron fuego al indio Hatuey, que no era cubano porque todavía el país no había sido inventado y lo inventaron nuestros horripilantes, terroríficos y bárbaros ancestros ibéricos (lo de los negros vino después)—, sumamente amables y conversadoras, a quienes siempre les quedé agradecido por quedarse platicando con mi madre cuando yo tenía que salir a alguna cosa y no era necesario que ella me acompañara.

Vivían allí todavía dos hermanos, cubanos, mujer y hombre, que pasaban ya los 60 y vendían tabaco ilegal en la calle, sobre una mesita plegable, casi inapreciables bajo los abrigos y unas mantas pequeñas que se echaba ella por los hombros. Habían formado parte de los 500 escogidos por el gobierno español de UCD cuando los sucesos de la Embajada del Perú en La Habana, inicio físico del Éxodo del Mariel.

Allí estuvimos unos diez días antes de seguir camino a Galicia y nos hicieron un precio tan simbólico que de los primeros y casi únicos 200 dólares que recibí de mi familia de Miami, aún nos sobró dinero.

Sin duda alguna, en los casi 30 años posteriores, habré pasado por ese portal un millón de veces. Alguna vez, al principio de volver de Galicia en aquellos tiempos, pensé visitarlas, pero yo tengo recuerdos muy puntuales y precisos de aquellos primeros días que no me gusta revisitar ni siquiera en la memoria porque llegan a dolerme incluso físicamente. Así que siempre pasé de largo.

Pero siempre he agradecido lo que tenía que agradecer, aunque muchas veces no lo exprese. Es un sentimiento que me impide expresarme en sentido contrario. A lo mejor es que yo no soy más que eso que, en el argot nuestro que conocía de antes, era conocido como “comemierda”, y ni los taínos ni los siboneyes ni los guanahatabeyes ni los negros africanos han intervenido en ello.

© 2010 David Lago González

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* o “cagadero”, como lo define Juan Abreu en su blog Emanaciones refiriéndose al baño común de los hostales

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miércoles, 7 de abril de 2010

Golpes como del odio de Dios…

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Alison Scarpulla

Alison Scarpulla

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El amigo Luis me recuerda desde Barcelona que, un día como hoy del cual ya tenía el recuerdo, murió nuestro amigo Oscar León en su casa de la calle de Valverde, en Madrid.

En días atrás estaba por el centro y noté que me faltaba aquel recurso de llamarle desde Sol o desde cerca de su casa para preguntarle si podía acercarme.  Compartíamos el café, y hablábamos y hablábamos y hablábamos, o yo le escuchaba y le escuchaba y le escuchaba hasta el infinito.  También discutíamos, nos peleábamos y nos insultábamos. Otras veces expresaba, o yo sentía, su miedo.  El miedo de un transterrado es algo que no puede ser explicado.

Antes de tomar el tren  --por aquella falacia ya perdida de lo romántico—me dejó una maldición:

¡Tú!  ¡Tú nos vas a sobrevivir a todos!”

Y se quedó dormido.

 

César Vallejo  -  LOS HERALDOS NEGROS

Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma… Yo no sé!
Son pocos; pero son… Abren zanjas oscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán talvez los potros de bárbaros atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.
Son las caídas hondas de los Cristos del alma,
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema
Y el hombre… Pobre… pobre! Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como charco de culpa, en la mirada.
Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé!