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domingo, 21 de noviembre de 2010

Mi amigo Oscar (I + un añadido)

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El post original es éste (http://heribertopenthouse.blogspot.com/2010/11/mi-amigo-oscar-i.html).  Aunque ya lo he dicho en otras ocasiones, quiero añadir que después de lo sucedido en la sede diplomática de Perú en La Habana del año 80, España, no sé de qué manera “seleccionó” 500 escogidos por La Corona para darles asilo político en el Reino bajo gobierno de UCD.

Estos 500 muertos vivientes aterrorizados fueron recibidos en Barajas con otro acto de repudio a mano y garganta de la enérgica y siempre justa izquierda española.  En vez de “Aloha!” y una guirnalda de flores, o de algún “¡Olé!”, los gritos eran del orden de “¡Aquí no queremos chorizos!”, “¡La Escoria, que se vaya!”  “¡Gusanos, a Miami!” y otras lindezas por el estilo, incluidas, claro está, las sexuales-morales.

Lamento no tener acceso al pasaporte que le hicieron a Oscar para viajar, o al salvoconducto que le dieron, no recuerdo ahora.  LO QUE SÍ RECUERDO PERFECTAMENTE es la foto suya y el trabajo que me costó reconocerlo.  Sólo me la enseñó una vez.  Supongo que en una de sus crisis la tiraría o la quemaría, como hicieron con su vida los comunistas y oportunistas cubanos.

(To be continued…)

DLH

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sábado, 20 de noviembre de 2010

ANTONIO MUÑÓZ MOLINA - Sosiego final de Saul Bellow

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BABELIA

REPORTAJE: IDA Y VUELTA

Sosiego final de Saul Bellow

ANTONIO MUÑOZ MOLINA 20/11/2010

http://www.elpais.com/articulo/portada/Sosiego/final/Saul/Bellow/elpepuculbab/20101120elpbabpor_6/Tes

En la última carta que escribió en su vida, un año antes de morir, Saul Bellow se acordaba de unas sandalias que su madre le había comprado cuando tenía seis o siete años, y que le gustaban tanto que las untaba con mantequilla para mantener fresco y flexible el cuero del que estaban hechas. Qué asombroso cómo todo se resume en un par de sandalias de cuero, dice Bellow en la última línea, antes de la despedida. Quizás uno de sus últimos pensamientos o recuerdos antes de perder la conciencia sólo un año después tendría que ver con esas sandalias en las que se resumía su infancia: la cercanía de la madre que iba a morir muy poco tiempo después y el amor de un niño pobre por un pequeño regalo conseguido después de haberlo mirado mucho en un escaparate. En 2004 Saul Bellow era un anciano que vivía retirado en una zona rural de Nueva Inglaterra y tenía una esposa muchos años más joven y una hija de cinco años. La veía jugar cerca de él cuando escribía esa última carta y pensaba que la niña era más pequeña de lo que él había sido cuando se quitaba cuidadosamente sus sandalias de cuero antes de acostarse. Casi nonagenario ahora, sin proyectos de nuevos libros ni de viajes, quizás le dio tiempo a disfrutar una serenidad y un desahogo que no había tenido nunca en su vida, desde que empezó a hacerse adulto en los duros barrios de emigrantes del Chicago de la Gran Depresión, cuando devoraba uno tras otro los libros retirados de la biblioteca pública al mismo tiempo que estudiaba y que intentaba buscarse la vida trabajando en cualquier oficio que se presentara. La mezcla de entusiasmo y penuria de aquellos tiempos iba a alimentar siempre su imaginación y a determinar su actitud hacia el mundo: perseguir contra viento y marea aquello que uno desea o a lo que considera que tiene derecho; pelear si es preciso para que a uno no lo pisen y no dejar ninguna ofensa sin respuesta para ser respetado.

Convertía en literatura de manera inmediata las complicaciones de su vida, y cada libro le complicaba la vida más aún

"Es el oficio el que mantiene cuerdo, bendito sea", escribe en 1969, en medio de alguna de las tormentas usuales

El hijo de emigrantes judíos que no llegaron a hablar nunca bien inglés despertó a la vocación de escribir leyendo las obras maestras de la gran literatura y conversando y discutiendo con amigos tan pobres y tan literarios como él, tan llenos de insensata ambición. Todo lo que más querían era inaccesible en aquella adolescencia de marginalidad y penuria, en una ciudad en la que la crisis económica y la ferocidad de los inviernos revelaban en carne viva la crueldad de un sistema sin misericordia para los débiles o los pusilánimes. Los mejores capítulos de Las aventuras de Augie March tienen un resplandor de calamidad como el de los horizontes de los infiernos de Brueghel o El Bosco: los tranvías alejándose por extrarradios de casas pobres y mataderos industriales en amaneceres batidos por las tormentas de nieve; la sensación de madrugar tanto que todavía es de noche y sentir anticipadamente el frío de la calle y la humedad en los pies calzados con malas botas y chapoteando en la nieve sucia. La alta cultura que veneraba el muchacho demasiado fantasioso para tener sentido práctico era tan ajena a él como el bienestar de las mansiones de los ricos. La cultura literaria tenía su lugar no en Chicago, sino en Boston o Nueva York, o más lejos todavía, en Europa, y sus guardianes eran altivos intelectuales anglosajones que además no ocultaban su antisemitismo.

"Pero un idioma es una mansión espiritual de la cual nadie puede expulsarnos", escribió Bellow toda una vida después, en el homenaje póstumo a un compañero de generación y de origen, Bernard Malamud, que igual que él se había alzado desde la periferia del gueto judío. Esa mansión espiritual la fue ensanchando Bellow con cada una de sus novelas, con sus cuentos y sus ensayos. Pero cuanto más trabajaba y más cerca se creía de haber alcanzado una posición en la que le estuviera permitido tomar un respiro, otros sobresaltos, deseos incontrolados, pendencias conyugales y literarias, le hacían sentir que nunca iba a pisar un terreno firme. Sus personajes masculinos son seres que nunca descansan, que hablan sin parar, que se van de un sitio nada más llegar a él, que se divorcian tan rápidamente como se enamoran y se casan, que se ven enredados en conflictos legales, en diatribas que sólo suceden dentro de sus cabezas o que si se hacen públicas terminan en escándalos. Leyendo las cartas uno confirma lo que sospechaba, aunque no hubiera conocido la extraordinaria biografía de Bellow que publicó hace unos años James Atlas: Saul Bellow convertía en literatura de manera inmediata las complicaciones de su vida, y como lo hacía tan descaradamente cada libro le complicaba la vida más aún. Decía de sí mismo que era un serial marrier: se casó cinco veces y tuvo cuatro hijos de cuatro madres diferentes. Alguna de sus ex esposas lo llevó casi a la quiebra reclamando compensaciones económicas por haber inspirado los personajes femeninos en sus novelas de más éxito. En una carta le da explicaciones y le pide excusas a una antigua amante a la que convirtió en un personaje que muere en un accidente aéreo. Después de cada nueva novela Bellow tiene la tentación de marcharse de viaje para huir de las quejas de ex esposas, ex amantes, amigos o simples conocidos que le piden cuentas por haberlos usado sin ningún disimulo en la ficción. Pero también ha de defenderse de los críticos que lo atacaban con más saña según iba siendo más conocido y expresaba más abiertamente sus opiniones sobre la literatura o la política. Era siempre, incluso en medio del éxito, el advenedizo que ha de abrirse paso a codazos y a fuerza de tesón y arrogancia. En una carta de 1981 le confiesa a Philip Roth, refiriéndose al escándalo provocado por su novela más reciente, El diciembre del decano: "La escribí en una especie de ataque y me ha quedado un residuo peculiar del que no sé cómo librarme. Ni siquiera puedo describirlo... Hace algún tiempo descubrí que no hay nada que me contenga de decir exactamente lo que pienso".

Y cómo lo decía. En la inmediatez de las cartas se nota con más claridad el poderío de un estilo que no necesita los controles de la corrección posterior ni de la cautela para transmitir como una corriente eléctrica el flujo de una conciencia convertida en palabras. Entre viajes y angustias, citas clandestinas, compromisos retrasados, demandas de las ex esposas, exigencias de los hijos, diatribas con colegas, Bellow fue dejando un rastro de cartas escritas a toda prisa que dibujan para nosotros una autobiografía y también una poética, una manera pasional y resabiada, severa y sarcástica a la vez de mirar la vida y la literatura. "Es el oficio el que mantiene cuerdo, bendito sea", escribe a un amigo en 1969, en medio de alguna de las tormentas usuales. "La única curación segura es escribir un libro", le había dicho a otro en 1960. En 2004, después de tantos libros y tantas peleas extenuadoras, quizás lo único que necesitaba era ver jugar a su hija y acordarse de aquel par de sandalias de cuero.

Letters. Saul Bellow. Penguin. 608 páginas. antoniomuñozmolina.es/

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Creo que Fefa la de la Biblioteca fue la primera que comenzó a suministrarnos las novelas de Bellow, que no estaban prohibidas según la Constitución pero sí según la Santa Inquisición de la Conveniencia (¿qué y qué no es conveniente y cómo sobrevivir a ello?).  Le dio a Carlos (Victora, claro) “Henderson, the Rain King”, que pasó de mano en mano y a todos nos pareció deliciosa.  Luego no sé si fue Fefa o fue La Pucha la que consiguió HerzogHerzog cambió bastantes cosas en mí y creo que el descubrimiento de Bellow en esta novela –o el del propio personaje Herzog, que se libera y supera al autor –fue muy importante para mí, tanto como en los early 60’s había sido Ginsberg con su Howl y el Kaddish.  Debe habérsela quedado –¿debo yo habérmela robado? –porque recuerdo haberla leído varias veces estando en Camagüey.  Incluso hubo un tiempo (quizás la primera vez que la leí) que copiaba (mecanografiaba) partes enteras (sobre todo, las cartas de arrepentimiento de escribía Herzog al cabo del tiempo) y se las mandaba a Enrique (Bedoya) cuando estaba en La Habana, sin remitente y desde varios pueblos de Camagüey.  No, no estaba loco: era simplemente esa cosa deleitosa de gozar de un descubrimiento.

Gracias, Mr. Bellow.  Gracias, Herzog.

DLH

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jueves, 18 de noviembre de 2010

Mi amigo Oscar (I)

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Raymond Depardon

© Raymond Depardon

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Mi amigo Oscar* (I)

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La última vez --y muy pocas veces anteriores más –que mi amigo Oscar estuvo en mi casa (en ésta que habito ahora, y que sabrá Dios lo que pasa con los recortes de las Esperanzas y los Gallardones) fue como dos años antes de morir (lunes de la Semana Santa del año pasado y encontrado el Jueves Santo), para hacerme partícipe de su miedo, terror, pánico y total seguridad de que algo muy raro le estaba pasando por dentro. Él sabía que iba a morir pronto. En aquel momento, sentado en la mecedora de mi madre, tuvo una crisis de ansiedad y llanto. Nos abrazamos, yo creo que nos abrazamos ya eternamente. De ahí a su muerte física pasaron, ya lo he dicho, unos dos años. Dos años de brotes sicóticos, internamientos en hospitales especializados, e infierno, verdadero infierno. Yo pasé de ser el más querido al más odiado, y finalmente rehabilitado de nuevo.

Hace dos noches soñé con él. Cada vez que eso sucede, el sueño se convierte en un aviso de algo que desconozco. El anterior fue para avisar que muy pocos días después el puto venezolano y para colmo chavista al que le había hecho el favor de casarse con él para que pudiera empezar a obtener la ciudadanía española, se había metido en su casa, contraviniendo así su deseo expreso de que esa propiedad recayera en su hermana.

Hace algunas semanas recibí un libro, que tengo que leerme, sobre el tema de la Embajada del Perú en el año 80, y de inmediato pensé lo mucho que le habría gustado leerlo. Él siempre se quejaba de que El Mariel y su mal llamada “generación” habían opacado todo lo que aquello significó. Personalmente añado que es ésta es sólo una agrupación de vencedores por pura suerte o destino y que muy poco han tenido en cuenta a los de la Embajada del Perú y a los “marielitos” que nos quedamos en “plataforma insular” con menos libertad, mucho más terror, más hostigamiento, y el rechazo y la lapidación de muchos de los que antes éramos todos amigos. Hace poco leí en un comentario o en un post de algún blog que apenas existía documentación fotográfica de aquellos “amores en tiempos de cólera”, y realmente me quedé anulado por la imbecilidad del cuestionamiento: ¿es que acaso no recuerdan que no existían apenas máquinas fotográficas? ¿es que pensaron que alguno de los implicados pensó que aquello podía ser el “picnic” de Kim Novak y William Holden? Y ¿qué hacían entonces nuestros heroicos neo-patriotas desde sus bureaus de mayimbes, periodistas oficiales, o sus ratoneras-armarios de oportunistas al acecho que en muchos casos ni siquiera sabían que lo eran?

En fin, Oscar tenía razón. Los héroes son los perdedores. Y para estos héroes sólo hay locura, miseria, menosprecio. Porque al fin y al cabo, ¿qué heroicidad hizo Oscar en toda su vida? Pues SER ÉL MISMO, tanto allí como aquí, pero no veo que el mundo vaya en la dirección de premiar alguna vez LA DIGNIDAD.

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*Oscar León Morell (Florida, Camagüey, 1950-Madrid, España, 2009)

© 2010 David Lago González

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lunes, 18 de enero de 2010

IN MY INBOX

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Valentin te envió un mensaje.


"Hola qué lástima que he demorado tanto tiempo en encontrar tus cosas, estoy fascinado con tu blog, ya he leído una cantidad de artículos (geniales), sobre todo los relacionados con nuestros amigos en común de Cuba y de Camagüey, Heriberto, ( Pelli,  Roy y Edel ya fallecidos) en fin esa vida de Camagüey de nuestros tiempos está siendo señalada con mucho acierto en tus artículos y me place saber que fuimos amigos, hoy viendo tu foto lo confirmo, muchos más éxitos en tu carrera y un abrazo desde aquí y ojalá algún día nos reencontremos, yo viví en carne propia el no poder desarrollarme como actor, aunque al fundar el Grupo de Teatro Experimental La Carreta con Irene Betancourt me sirvió para toda esta trayectoria que realicé en el exterior, anoche en casa de Juan Lara te recordamos mucho, él y yo estamos muy unidos, nos vemos a menudo y compartimos las reminiscencias. reitero el abrazo. Vale"

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NOTA DEL BLOGGER:  Realmente estas son satisfacciones que me producen un inmenso honor y alegría, quizás también un poquito de tristeza.  Sigo siendo una persona introvertida, a la que tal vez por eso mismo más le alegra ir goteando las memorias como la vida misma, y ser reconocido por personas que fueron mis amigos o a los que conocí en una ciudad que nunca se ha separado de mí ni yo de ella, representa para mí un gozoso triunfo.

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