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jueves, 4 de noviembre de 2010

ROLANDO H. MORELLI - Maderita

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Cactus Wood — Horst Friedrichs, undated

© Horst Friedrichs, Cactus Wood (undated)

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Para Roger Salas, a quien tomé prestado el personaje principal de esta historia para hacerla mía. Y a Maderita, en su cielo.

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No diré que lo conocí —como ahora dicen muchos—; ni que fuéramos amigos, ni nada parecido. Me tocó el privilegio de tratarle algún tiempo poco antes de su muerte. Digo tratarle en las dos acepciones que le conozco al término. En primer lugar como su médico de cabecera que me correspondió ser, y a partir de ahí en el sentido que comúnmente se le atribuye a esta palabra. Digo también sin que me quepan dudas, que se trató de un privilegio. Si se me permite… si usted me lo permite, teniente, diré más, que la cuestión no debería ir encaminada a preguntarse por qué, sino de qué otro modo habría podido ser.

Nos presentó un amigo de ambos preocupado por su estado de salud, cuando se hizo evidente que ésta se deterioraba por días. Tal vez fuera cosa del azar al que no se debe confundir con la imprevisión o las coincidencias. Sí, teniente. Confieso que yo también soy de esos... De los que creen en Algo, sí. ¡En el azar, sobre todo! En los destinos de las personas. Porque a mi ver cada persona tiene ya al nacer un destino trazado, como un esbozo al que cada cual le imprime su sello, le añade detalles, enriqueciéndolo, o bien se queda pasmado ante su contemplación más o menos consciente, mientras el cuadro se completa, con su complicidad o sin ella. Sí. Claro. ¡Inclusive usted! Créame que no está en mi ánimo provocarle, pero que usted no lo crea, o diga no creer, no cambia en nada el asunto, a lo sumo, la renuencia a creer y a actuar sobre el destino de cada uno, le dará un sesgo menos personal, más desatinado o descaminado, pero igual ha de cumplirse. (Perdóneme el exabrupto. Le prometo que no se repetirá. Al fin y al cabo éste sí que se trata del género de cosas que está al alcance de uno prometer). Pues bien, como le decía… Muchos de esos que aseguran haberlo conocido muy bien, más bien se refieren a la caricatura que de él hicieron por incomprensión del otro, de la totalidad humana de la persona que él era, o porque estaba escrito que tuviera que enfrentarse a dicha incomprensión para realizarse en su ser interno y privado.

«¡Ay, una maderita…!» Le habrán contado que era éste, o parecía ser, su santo y seña. Porque parecía que buscara y se tropezase en cualquier parte con un trozo de madera que debía aguardarlo allí. Él se inclinaba para recogerlo indefectiblemente, acompañando el gesto con aquella frase como si se tratara de un encuentro esperado, como si el trozo de madera desechada u olvidada pudiera a su vez reconocerse en la frase que la saludaba. Creo que hasta habría podido tratarse de un nombre bonito, si detrás no hubiera estado casi siempre la intención malsana, el propósito burlón que tanto predominan aquí!

¿Qué quiero decir?

Pues eso…, teniente. ¡Aquí! ¡Entre nosotros! O si prefiere, en el círculo de sus amigos y conocidos. No. No tiene otras implicaciones. ¿Por qué iba a tenerlas?

Hablo de nosotros. Claro, de los artistas y de los intelectuales y de la gente que pasa o se empeña en pasar por una u otra cosa. ¡Hay excepciones, naturalmente! Naturalmente. Pero tampoco abundan. ¡Sin dudas! ¡Claro! ¡Claro! Sí, como usted muy bien dice: «La Revolución hace constantemente esfuerzos extraordinarios por cambiar a la gente. La mentalidad de la gente». ¡Completamente de acuerdo, teniente! ¿Quién iba a poner en duda que así fuera? Pero confieso que soy muy pesimista. No. No. ¡Respecto a la gente en general! Sí. Seguramente tiene usted razón. Sin dudas: Es casi como una patología. Seguramente lo que ocurre es que leí a muy temprana edad los libros equivocados. A los niños y a los jóvenes hay que filtrarles las lecturas, dosificárselas, prohibírselas incluso. Usted seguramente estará de acuerdo conmigo en esto. ¡Hay que poner en sus manos sólo los buenos libros! Aquellos que no armen líos, como pudiera decirse.

Mi caso no tiene ya remedio. Y aunque a usted le parezca raro, la ciencia de la medicina tiene mucho de superstición, teniente, y los médicos, y los científicos, no siempre somos personas, ¿cómo le diré? ¡Científicas! Eso, científicas del todo. No, teniente, no diré que no hay nada de científico en la Ciencia, digo, lo que ya he dicho, que puede haber mucho de patraña, y a veces de oscurantismo en los mismos científicos, y por extensión… Sin ir más lejos… Yo, soy por mi entrenamiento. He sido entrenado tanto en las artes como en la ciencia. Soy de profesión médico, y de intención, artista. Es decir, vivo más o menos de escribir recetas, y lo que más me gusta hacer es pintar, y escribir. El de Maderita era un caso distinto. Estudió medicina, pero no llegó a hacerse médico. Estuvo a punto de recibirse, y de repente dio un gran salto en el vacío y entró a estudiar arquitectura. Terminó la carrera, pero nunca la ejerció. No pudo, o no quiso, y terminó como dibujante para varias empresas. ¡Se quemó! Eso decían de él cuando lo conocí. Lo decían por todo, por eso, y por lo de las maderitas.

Cuando lo conocí me dejó saber de inmediato que su nombre completo era Raúl Cuesta del Valle. ¡Vaya, hasta contaba ya al nacer con un nombre lo que se dice poético! Muy decimonónico y muy pasadito de moda, si uno quiere, pero nombre al fin de los que hubiera llevado muy orgullosamente uno de aquellos vates finiseculares. Al nombre añadió de inmediato una breve carta de presentación desde su cama de enfermo:

—Empeñoso constructor de sueños imposibles, y seguramente disparatados, doctor. —Esto dijo al estrecharme la mano—. Pintor de brocha gorda, y hasta flaca; attrezzo y modesto joyista.

Tal vez algo excéntrico, y sin dudas un poco deprimido. ¡Loco no! Sí. Me recibió en su lecho de enfermo. Eso, en la cama. No conseguía levantarse. Llevaba varios días sin poder hacerlo. Se mareaba. La habitación, todo alrededor suyo era… ¿cómo puedo decir para que usted me entienda, teniente? Un primor. Ésta era la impresión inmediata que uno recibía al penetrar en ella. ¡Una gema inconcebible! Una joyita en madera. Imposible de imaginar en su entorno, que ya entonces se venía abajo. Y él allí, en su habitáculo, según prefería llamarlo, mientras en torno se desmoronaba el edificio. Con su dosis de humor negro me dijo que así le llamaban en su jerga las avispas al colmenón que otros llamaban avispero. Aunque me ocupé lo mejor que supe de mi inesperado paciente, no había donde mirar alrededor que no fuera aquella labor minuciosa, paciente y exquisita salida de sus manos en una labor de años, de décadas sin duda alguna.

—Nunca he robado ni un clavo. —Proclamó con evidente orgullo—. Cosa que en este país debe constituir algo así como una hazaña.

Me limito a repetir sus palabras textuales, teniente. Yo ni quito, ni pongo. Claro que si lo prefiere… Lo que yo decía.

Todo aquello parecía sacado de un cuento de Aladino y la dichosa lámpara maravillosa, usted sabe, donde se trasladan de la noche a la mañana las habitaciones y los castillos vuelan por el aire para cambiar de asentamiento. Pero no era ésta labor de depredación y medro, sino de rescate y creación. Hasta los pilares de la cama estaban hechos de astillas y menudeo; de hallazgos y recosidos… Eso sí, con tal arte que hubieran sido piezas más aptas para un museo inusitado que para habitáculo alguno, aunque se diera bien con él. Filigranas, bajos y altos relieves, de trazos según fueran la madera, su color, su textura, su empleo. Conozco a un viejo ebanista que gozó de fama en su día, al que conseguí interesar y traer de visita durante una de las que hice al enfermo, que podría confirmar con mayor conocimiento y entusiasmo si es que cabe, esto que digo. Y la menor proeza, le dirá a usted, no habrá sido que las herramientas de que disponía el artífice eran poco menos que utensilios caseros a los que echaba mano en determinado momento para una aplicación que hubiera desconcertado e inhabilitado al más experto carpintero. Después del fuego, o del derrumbe en que acabó éste, alguno encontró unas chancletas de baño hechas de corcho, o de lo que parecía corcho, construidas con palillos. No sé de dónde pudo sacar él tantos palillos aquí que nunca se ha visto un palillo, ni de cuánto tiempo requirió para hacer estas chancletas que, no vaya a creer que eran simplemente eso que se dice, sino las más cómodas y elegantes que haya visto nunca antes.

De dónde procedía exactamente éste a quien usted llama sujeto, no sabría decirle, teniente. Tal vez haya alguno que lo sepa. No yo. Había llegado del interior en el sesenta y ocho, creo que del otro extremo del país. Buscaba hacer la capital, según me confesó, y regresar luego al lugar de donde había venido, no por especial devoción, sino porque allí quedaba su madre. Ésta murió de repente antes de que él pudiera regresar. Regresó brevemente entonces para los funerales. Su padre y él no se querían bien, o no se llevaban o ambas cosas. Fue éste un viaje de vuelta e ida, según decía. Luego ya no regresó nunca más al pueblo ni siquiera después de la muerte del padre, de la cual se enteró por unos parientes cuando ya había ocurrido hacía mucho. Cuando le pregunté de qué lugar se trataba me respondió con una cita más o menos fiel del Quijote, la novela de Cervantes. Sí ésa, la del flaco y el gordo.

—De un lugar de cuyo nombre no quiero ni acordarme, amigo mío…

Todavía traté, un poco desconsideradamente, de arrancarle esta confesión por medios indirectos. Fui sabiendo de donde no era.

—A mí me gusta mucho Camagüey —dije—. Allí estuve más de una vez al San Juan, cuando era un jovencito todavía.

—También a mí me gusta mucho la ciudad, aunque los Sanjuanes los conozco únicamente de referencias. Siempre quise ir, pero nunca coincidí allí con estas fiestas. Luego se acabaron también. ¿Con qué no se ha acabado aquí?

—Otra ciudad que es muy interesante y a mí me gusta mucho es Cienfuegos, aunque completamente diferente de Camagüey.

—Yo nunca estuve. Lo dejaremos ya para otra vida.

Como no me diera aún por vencido continué con mi repaso de los sitios que conocía o había visitado alguna vez, como si repasara la Guía de forasteros de la Isla de Cuba. Aguardaba, sin dudas, a que él dijera de repente, pues de ahí mismo soy yo. ¡Incógnita resuelta de una vez! Pero se trataba poco menos que de una cábala imposible, del lugar de cuyo nombre él había decidido ni acordarse más.

—Alguna vez estuve en Baracoa para visitar a unos amigos durante la fiesta del Tetí que allí se celebraba. ¡Muy animada! Pero lo más emotivo fue recorrer de ida y vuelta la famosa carretera de La Farola. Juré que nunca volvería si no era por mar.

—Hay muchos sitios de Cuba en los que nunca he estado. Es increíble, si te pones a pensar, lo poco que conocemos nuestro país los que en él nacimos.

Creo que entonces, teniente, abandoné mi descabellado propósito de arrancarle como una confesión el nombre del lugar exacto de donde venía.

El día antes del accidente… Eso, del siniestro…, del derrumbe o la catástrofe en que pereció Maderita… O en que se supone que haya perecido este amigo que hubiera llegado a ser, estuve a visitarlo como de costumbre. El tratamiento prescrito y la terapia habían conseguido arrancarlo de la cama. Eso, sí. Había vuelto a caminar. Conseguía desplazarse de una a otra habitación de las dos que constituían su casa con ayuda de unos andadores de metal que yo le había conseguido prestados, y que eran allí el único objeto incongruente y feo del entorno.

—Hasta que estés en condición de hacerte tú mismo unos que estén más a tono con el mobiliario —le había dicho al ponerlos en sus manos.

Lo consideró una broma de buen gusto.

—Mira tú —me respondió—. ¿Cómo no se me ocurrió a mí que algún día llegaría a necesitarlos? Todo no puede ser nutrir el espíritu, que el hombre también vive de pan, aunque sea metafórico.

Como le decía, teniente, yo sólo repito como un vocero, o un papagayo bien entrenado, para el caso.

Eso de que yo lo odiara, por supuesto, es falso. No importa quién sea ése que pueda haber declarado tal cosa. A semejante acusación qué podría yo oponerle. Pregúntele, eso sí, si de verdad conoció a Maderita. Indague, teniente. Verá que seguramente no lo conocía en persona. ¡Yo lo envidiaba, naturalmente! Envidiaba su obra, su incomparable talento que se derrochaba alrededor suyo sin alcance para ser apreciado, pero no de la manera pérfida conque se suele envidiar la prosperidad o la buena suerte de los demás. Habría querido disponer de un ápice de su talento a la vez que de su desinterés por ser reconocido, alabado, aplaudido, considerado, premiado. Quienes lo odiaban, sin dudas, eran todos esos que hubieran querido hacerse con sus dos habitaciones y cuánto en ella había creado el genio callado y laborioso de Maderita. Sí. Esos. Los que se burlaban de él por sus peculiaridades y lo concebían como una mera posibilidad de alcanzar objetos, un espacio, sin detenerse a pensar un instante en el talento y la perseverancia requeridos para lograr estas cosas, o para embellecerlas. Le diré más, teniente. Si entre los de nuestra especie abundara más el tipo de Maderita, de los que necesitan rodearse de belleza y la hallan a la mano en los objetos más simples, o transforman en belleza cualquier cosa como si nada más soplaran sobre ellos para desempolvarlos y descubrir el esplendor que encierran, éste sería un mundo mucho mejor para todos. Claro, me refiero al mundo, teniente. Al mundo de las personas. Hipotéticamente hablando. Sí, supongo que se trata de filosofías de mi parte. Ya le dije que soy un idealista incorregible. Nuestro país no es el mundo, teniente, eso es lo que quiero decirle. Claro que nunca he salido de aquí a ninguna parte, pero aún así es posible referirse al mundo como a algo a lo que pertenecemos. ¿Ya le dije que también era un optimista?

Mire, teniente, le seré del todo franco. Si después de mis declaraciones todavía sigue pensando usted en un complot o en un asesinato… Pues no sé de qué otra manera podría conseguir que me creyera. ¿Una confesión? Una confesión no puede ser nunca una mentira, teniente, y yo mentiría si le dijera otra cosa cualquiera diferente de éstas que le he relatado. ¿Cómo se le ocurre, teniente, que pueda ser yo el mismísimo Maderita en persona? Usted perdone, teniente, pero esa es la hipótesis del Ave Fénix. ¡Fénix! Sí, ésa. La que se levanta de sus propias cenizas con una vida renovada y sin ligaduras con el pasado. ¡Mucha imaginación es ésa, teniente! ¿Seguro que usted no escribe? En su trabajo, naturalmente, se requiere poseer mucha imaginación para llegar al meollo de un asunto, pero éste no es el caso, teniente. Puedo asegurárselo. Las pistas de que dispone, como usted dice, no llevan a un descubrimiento como el que usted supone. Las cosas son mucho más sencillas, según yo lo veo. Permítame elaborar. El edificio estaba prácticamente en ruinas. A veces es difícil decir o saber de verdad cuáles son los edificios que amenazan un inminente derrumbe y cuáles no. La mayor parte de los que vivimos en esta ciudad nos hemos vuelto expertos de esta clase de especialidad en la que nos va la vida o el desamparo más absoluto. Pues bien, este edificio era de los que ya no aguantan más y se sostienen en pie por un milagro de equilibrio, o inercia, o por absoluta falta de iniciativa, pero un día ni estas cosas logran prolongarle la estabilidad en su muerte. Los vecinos habían sido evacuados con anterioridad en tres ocasiones. Casi todos habían vuelto. No sé si Maderita llegó a serlo. Como le decía, la última vez que lo visité se limitó a decirme que ya él se había instalado en su sarcófago como un faraón egipcio aquejado del mundo. Con evasivas unas veces y otras con frases simpáticas, no me dejó saber por derecho lo que pensaba, pero yo concluí que aquella era su manera de negarse a abandonar el sitio. La puerta de entrada a los dos cuartos que ocupaba tenía una engañosa banda que la cruzaba de lado a lado e indicaba que las habitaciones estaban clausuradas. A mí, por poco consigue engañarme con semejante artificio. Había oído mis pisadas en la escalera, según me dijo y por intuición o simple curiosidad se asomó a ver de qué se trataba. Estaba convencido de que ahora que los vecinos se habían marchado casi todos, dejando a su suerte el edificio éste podría resistir otro buen número de años. Sería ésta su tumba como mismo había sido su casa. Había trabajado siempre en disponer de su Mausoleo, admitió o dijo en tono de broma.

—Yo que tan apagadamente he vivido igualmente moriré. Cuando se desplome este carapacho que ahora nos cubre —pensé un instante si se refería a su cuerpo o al edificio también ruinoso—, dispondré de un monumento funerario en medio de la ciudad. Más impresionante que cualquiera de los monumentos de la Necrópolis de Colón.

Después de marcharme llegué a pensar, tal vez contagiado por su entu-siasmo, que en efecto el edificio resistiría ahora mucho más tiempo. Debió quitarme tales ilusiones el estado en que habían dejado todo los que se marchaban. Como si fuera posible despojar a unas ruinas, habían sido arrancadas vigas, columnas, puertas y ventanas, clavos, varillas de acero, los mosaicos del piso, las paredes y zócalos; las bombillas, los cables de la electricidad que pudieran ser cercenados; las tuberías que aún existieran y cuanta cosa pudiera servir o creyeran los que se marchaban que pudiera servirles allí donde se encaminaban. Maderita disponía —siempre había dispuesto— de velas para iluminarse cuya llama multiplicaban pequeños espejos convenientemente dispuestos. Los escasos alimen-tos que consumía, los cocinaba en dos reverberos que parecían bastarle a este propósito. Uno de ellos, seguramente, pudo causar el siniestro. O alguna de las velas. Como le decía, Maderita estaba muy enfermo y desnutrido. Tal vez sufriera algún infarto que en su estado... Tal vez intentara levantarse con cualquier propósito. Tropezó. Dejó caer la vela encendida. El incendio avanzó rápidamente enamorado de la preciosa talla en madera, consumiendo y devorando y pronto se extendió por el resto del inmueble. Como mismo se las había ingeniado Maderita para permanecer en su interior, otros que habían regresado en la noche o también se agazaparon allí dentro perecieron con él. Ésa es la explicación más sensible que puedo ofrecerle, teniente. Usted, naturalmente, tiene en sus manos decidir lo que haya de ser, pero le advierto —permítame hacerlo— que la intuición, o sus deducciones lo engañan. Mire, para que vea, fíjese bien en esa cajita que halló en mi poder. Sí. Se trata de un regalo suyo por mi cumpleaños. Fíjese en la inscripción para que vea que Maderita no soy yo. Él ya está muerto, y yo, aquí frente a usted. Yo creo que es suficiente evidencia. Espero que a fin de cuentas a usted le baste, porque si no, tendré que empezar a preocuparme, teniente. ¿De qué modo iba yo a explicar un crimen semejante? Y sobre todo, ¿de qué modo podría vivir en lo adelante conmigo mismo, aunque fuera en la cárcel, y aunque pasara en ella hasta el último de mis días? Piénselo bien, teniente. Y ojalá no esté escrito en ninguna parte que caiga sobre mis hombros de repente ese peso abrumador e incomprensible. ¡Ojalá!

© Rolando H. Morelli

sábado, 9 de octubre de 2010

ROLANDO H. MORELLI - Poema

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Para David Lago y Héctor Santiago, por redimir la ceniza.

 

Reseda. Así lo llamaban. Ángel Ricardo de León Reseda era su nombre. Nunca antes había escuchado ese apellido: Reseda. Era el Político de la Unidad, y un grandísimo hijo de puta. La palabra reseda yo nada más que la asociaba con un poema de Martí que recitábamos de pequeños en la escuela. (A mí siempre me gustó eso de recitar poesías). “ (…) eran de lirios los ramos / y las orlas de reseda”. Otros también se acordaban del poema, pero aquellos entre nosotros poco dados a los versos —aún los del apóstol— los habían olvidado. Bastó sin embargo que los recitara para que todo el mundo se acordara hasta de la maestra tal o más cual, y de los “actos cívicos” que tenían lugar los viernes antes del fin de clases, y de las jornadas martianas en que muchas veces los habían oído declamar. Así es que para vengarnos de todos los agravios que podían resumirse en la persona del Político, a partir de esta conversación en lugar de Reseda comenzamos en privado a llamarlo la niña de Guatemala. Nadie lo propuso. No sé a quien pudo ocurrírsele. Sucedió de este modo. Claro que no podía tratarse de ningún homenaje a Martí, ni siquiera a la pobrecita de María Granados —la infortunada niña— sino justamente eso, un acto de venganza. Pequeñito, cuando se mira bien. Tal vez estéril, pero que de alguna forma nos resarcía en parte de sufrir la vocecita aflautada con que nos disparaba a Marx y a Lenin con cualquier motivo, para no hablar de las citas tomadas de los discursos interminables del Máximo Líder.

—Yo lo que no consigo entender por más cabeza que le echo —observó alguna vez Jesús Sariol, alias el Protágoras— es porqué coño, si a algunos los meten aquí por ser maricones o porque parecen serlo… ¡Sin ánimo de ofender, se entiende! —Puntualizó antes de seguir adelante, aunque no hiciera falta y nadie se diera por ofendido o calumniado por aquello que decía—. ¿Cómo es que a éste lo tienen para darnos charlitas a todos por parejo cuando le parece más conveniente? Porque la bayamesa que lleva por dentro a éste se le sale por los poros. No irán a decirme lo contrario.

Por supuesto que estuvimos de acuerdo con él.

—Niño, tú percepción toca en lo artístico. —Le complementó Lolé quien a contrapelo de una apariencia muy masculina en general, siempre que conseguíamos reunirnos como ahora ocurría, destacaba entre el grupo por la afectación con que se expresaba.

Aunque Sariol no fuera loca, era de quienes no tenían a menos acercarse al grupito que formábamos varios de nosotros y al que las locas más afocantes llamaban el de las monjitas, por estimar que éramos modosos en extremo y estar formado de universitarios y gente de intelecto, y no menos, seguramente, a causa de los numerosos rosarios confeccionados por encargo de muchos a Carlitos Garciarenas, que éste había fabricado con fibras y semillas recogidas subrepticiamente en el campo, y engrudo fabricado con harina de pan, que uno de los cocineros accedió a conseguirle a cambio de la redacción de una declaración de amor en toda la regla, dirigida a la mujer de quien estaba enamorado.

—Ya sabes el refrán ése que dice, que no hay peor cuña que la del mismo palo.

—¡Torquemada!

—Sí, pero lo del Político éste pasa de castaño oscuro.

—Lo mismo pasó con el inquisidor ése.

—Cuidado, niña que hay cerca otros que pueden darse por aludidos. No te busques enemigos entre los vacacionistas de este hotel. Luego te envenenan con agua bendita.

Esto último lo había dicho Pedrito Moreno por Gálvez, un seminarista católico que dormía cerca, al que no pocos consideraban un infiltrado en nuestras filas. Se explicaba de este modo su parcialidad manifiesta, su obsequiosidad hacia cualquier acto que procediera de las filas de nuestros opresores. Entonces aún no se había descubierto el «síndrome de Estocolmo», aunque no fuera del todo desconocida la existencia de víctimas que siempre se identificaron con sus verdugos, y aún consiguieran explicarse o intentaran explicar a otros la verdadera naturaleza del oprobio que pesaba sobre sus hombros, bien como causa natural o de alguna manera merecida, o restándole saña a cada acto de vesania contra ellos, al que rodeaban de un extraño halo de comprensión.

Lo de Torquemada habría podido pegar como nombre, pero no sucedió así tal vez porque se distanciaba de su propósito que había de ser evidente: ridiculizar al objeto de él poniendo en evidencia de lo que se trataba.

Porque de vengarnos se trataba, de vengarnos de una muy conjeturada mariconería según se ha dicho —trapalera e hipócrita según nos parecía obvio— con la que Reseda daba la impresión de cubrirse afectando una dignidad que a nosotros se nos negaba, cual un manto hierático en la forma, que lo dejaba al desnudo sin que él pareciera darse cuenta, como el emperador aquél. Por eso lo de Ángel Ricardo de León ni siquiera nos había hecho pensar en el legendario cruzado y rey inglés, porque siendo este Reseda la persona que según todas las señas verdaderamente era, aún si se hubiese llamado Alfredo ni Martí seguramente le hubiera dedicado un solo verso de esta índole: Era raro, en verdad, aquel Alfredo / y como al punto cautivó mi asombro / palpéle yo, miréle, y vi con miedo / Sangre inmortal manándole de un hombro.

No. Ni aún llamándose Ángel, como en efecto se llamaba. (Ángel caído luciferino. Pájaro de cuenta carroñero, oportunista, que planeaba con su sombra sobre nosotros, pájaros de diferente plumaje, y muchos otros por igual, que no estaban aquí a causa de sus plumas). Y no importaba lo que al respecto hubiera dicho el gran maestro Rubén Darío con aquello de “los mismos ruiseñores cantan los mismos trinos / y en diferentes lenguas es la misma canción”. O tal vez de eso se trataba precisamente, de que él y nosotros no pertenecíamos a la misma categoría canora. Si no lo hubiéramos despreciado ya tanto por lo que representaba, yo al menos lo habría odiado con toda mi alma por lo que le hizo a Carlitos cuando lo sorprendió escribiendo un poema durante la jornada de trabajo en el campo, y lo habría odiado en contumacia, pese a las charlas no menos pesadas de doctrina del seminarista Gálvez o por ellas mismas, que nos emplazaban por igual a no odiar a nuestros carceleros, a renunciar al pecado y a todas aquellas cosas a las que echábamos mano desesperadamente, y que de habernos faltado también hubiera sido mejor acabar de morirse de una vez.

A la muerte de Carlitos, que terminó colgándose de una viga del techo sin que pudiera saberse nunca de qué modo logró hacerse de aquella cuerda, engaveté del mejor modo que podía —en mi memoria había de ser— los pocos poemas de él que conseguí reunir. Me prometí no olvidarlos nunca. ¡Nunca! Y si salíamos con vida alguna vez de donde estábamos, darlos a conocer a todo el que quisiera oírmelos decir. Y porque me acordaba de él —sin que consiguiera olvidarlo— o porque no quería que fuera a olvidársenos su persona ni todo lo que le habían hecho, a veces los recitaba allí mismo, en el campo, cuando los guardias se alejaban por un rato para charlar entre ellos, o en cualquier oportunidad que se presentara, que no eran muchas. El que más me gustaba de todos era éste que decía así:

Aunque no haya primavera

y se demore la estación que está de paso

en el umbral;

aunque la lluvia se rezague

en los últimos aleros de otros años

sin confirmar que viene,

que llegará algún día

al fin y al cabo.

Próximo a la puerta

aguardaré la hazaña del regreso

cuando cumplan las flores su promesa

de alfombrar el campo

a tus pies,

y las madreselvas, con diligencia cuelguen

de todas partes sus guirnaldas

de olor fino.

La palabra cuenta.

La palabra

empeñada.

La palabra que se da

como un regalo.

¿De qué fuente procede

la palabra incumplida?

¿De qué nido de turbias conjeturas?

Lo dicho:

Aunque no haya primavera

aquí te espero. Te esperaré

por algún tiempo que aún no sé

—bien el que dure la espera

o lo pactado—.

Esperaré

si no para besarte, o que me beses,

porque entre el tiempo que pasa

y el que llega

¿quién sabe de qué asombros

seré testigo o parte?

Y si la primavera llega al fin

con sus alas mojadas de rocío

y por mi pregunta,

¿quién sabe para entonces

a dónde habré llegado por mis pies?

 

Este último verso me desvelaba a veces. Me preguntaba a dónde habría podido llegar Carlitos por sí mismo de no haberse tropezado en el camino con tantas desgracias como de repente cayeron sobre nuestras cabezas en avalancha. ¿Habría llegado a alguna parte después de todo con su muerte? ¿Su muerte de suicida le concedería al fin descanso, o sería la causa de una eternidad de angustias? En uno de los bolsillos le encontraron el rosario confeccionado por su mano, en el cual seguramente no había cifradas garantías de nada. Y me preguntaba: ¿Qué habría sido del poeta Ballagas de haber estado vivo en este tiempo? En vida, Carlitos me recordaba constantemente de Emilio, del cual tenía algo de su sensibilidad y hasta de su perfil. Alguna vez, después de ocurrida la muerte de Carlos se corrió el rumor de que a Luis Carbonell lo habían metido también en el UMAP y de que estaba destinado a convivir con nosotros en el mismo campamento. Rumores de esta índole —bolas que alguien echaba a rodar a falta de verdaderas noticias y nociones del mundo exterior— se sucedían sin ningún concierto. Y mientras rodaba el bulo de la invención colectiva, yo pensaba. Radio Bemba decía al oído cosas como éstas, transmitidas en una banda ancha por la onda corta reservada a las confidencias:

—Nada menos que al mismísimo acuarelista de la poesía antillana en persona, metieron en el berrinche éste.

—Para que declame aquí su famosa Negra Fuló será.

—Hay que ver que ya no es ninguna jovencita.

—¡Se saló el pobrecito! ¡Qué le pida a las Siete Potencias lucumíes que lo saquen de aquí con vida! Si es que pueden.

En ese momento resultó ser un verdadero misterio el porqué a Carbonell o al Bola no los enviaron de cabeza a los campos de la UMAP, pero a mí me desvelaban otras preocupaciones, otros pensamientos.

Me preguntaba muchas cosas que hacían daño y para las que no había respuestas satisfactorias: ¿qué habría sido de García Lorca, de Vargas Vila o de Barba Jacob de estar vivos aún y de hallarse entre nosotros? ¿Le habrían valido de algo sus bilis antiyanquis a Vargas Vila, o a Federico su poeta en Nueva York? ¿Le habría servido de algo a los ojos de aquellos que podían hacer distinciones de este tipo, haberse pronunciado contra las locas descocadas de la ciudad por antonomasia del Imperio? ¿Se habrían convertido él y todos ellos en Políticos de otras tantas Unidades Militares de Ayuda a la Producción, según el eufemístico nombre de los campos de trabajo para la re-educación de medio mundo contrahecho y renuente a ser metido en cintura? ¿De qué modo habríamos llamado a estos poetas empeñados en tareas infinitas y miserables de transformación revolucionaria?

Recitaba en silencio aquellos versos odiosos de Poeta en Nueva York:

“….”

Y pensaba en Carlitos Garciarena. En sus diecisiete años. Y en su muerte. En lo que habrían sentido y pensado su madre y su hermana Laura al recibir la noticia. ¿Qué podían hacerse de repente con una noticia semejante después de haber perdido de vista tanto tiempo a éste a quien amaban, y del que en mucho tiempo ni siquiera tuvieron noticias? Ahora, de pronto les llegaban las últimas que de él podían tener. ¿Le mentirían piadosamente a la madre devota de Dios, y de su propio hijo respecto al género de muerte que éste se había dado? ¿Buscarían condenarla igualmente a la desesperación ante la consumación del suicidio del ser amado? ¿Callarían por no ofrecer explicaciones o lo declararían todo para afrontar la memoria del muerto? Pensaba. A veces me enloquecía de pensamientos raros y obsesivos. Me habría gustado escribir poemas para expresar algo de aquello que tanto daño me causaba. Pero yo no escribía. Y buscaba en los versos de otros un eco de los que hubiera podido escribir de ser capaz de hacerlo. A veces, era el mismo Carlitos a ayudarme con alguno de los suyos:

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A veces un nenúfar

es sólo una palabra:

la palabra nenúfar

abierta

en el papel

con su corola fina.

La delicada ausencia

del lirio que en la página

insinúa su asombro.

Asoma en los pistilos

un tenue aroma

Cristalina gota

de aljófar minucioso

trasluciéndose

como una filigrana.

A veces un nenúfar

es la incógnita cifrada

en una marca de agua

cuya huella

prescribe

El nenúfar de antaño

El nenúfar de siempre

El nenúfar del poeta

El nenúfar posible

en medio del estanque

con su enjundiosa copa

alzada entre las hojas

es a veces

un nenúfar, bien falso

o menos cierto.

No busques en él

la palabra nenúfar.

 

Cuando aquella pesadilla de los campos, que parecía interminable, se interrumpió por obra y gracia —decían— de quien era Todopoderoso y ya nos parecía eterno, y me hallé libre otra vez, o lo que esta nueva condición fuera, no aguardé mucho tiempo a emprender gestiones para salir del país por cualquier vía. La desesperación o el instinto de conservación —aunque parezca una paradoja afirmar tal cosa— me llevaron a correr innumerables riesgos. La fortuna, y yo digo que la sombra tutelar de Carlitos desde una nube más alta y más ligera que las otras, vinieron en mi ayuda. Conocía desde hacía mucho a un alto cargo de una embajada en la capital, a donde regresé para sosiego de mis padres y demás familiares, y por intermedio de éste que acudió a verme en mi propia casa tan pronto supo de mi regreso, conseguí arreglar enseguida los documentos que hacían falta, y disponer de una visa. Aunque no desearan verme partir, mis padres me alentaban en el empeño.

—Tienes que irte de aquí, hijo. No hay otra salida.

Mientras esperaba, sin embargo, con el aliento en suspenso y toda la documentación en regla, me llegaron a la vez dos noticias complementarias: sin dar razones para ello, a las que naturalmente no se sentían obligados, el Departamento de Inmigración me anunciaba tajante la denegación del permiso de salida antes otorgado casi jubilosamente, y mi primo Arturo, hijo de mi tía-madrina me regaló a boca de jarro con la noticia:

—Te voy a confiar un gran secreto. No me podría ir de aquí en una lancha sin decírtelo. No andes preguntando nada. Hemos tomado todas las medidas, pero aún así el riesgo es mucho. Si te interesa, está listo a las tres de la mañana. Pasaré por ti. Baja enseguida. No puedo esperar. ¡No te hace falta maleta! —dijo ya para terminar con una sonrisa socarrona que buscaba infundirme algún género de seguridades imposibles—. No puedes hablar de esto con nadie, ni siquiera con los viejos. A la llegada los llamamos por teléfono.

Esto último lo dijo con tal seguridad que bastó para convencerme de que llegaríamos con bien.

A pesar de la experiencia del campo, no me había deshecho totalmente de mi capacidad de confiar en la gente, y me alegré de no albergar sospechas respecto a mi primo. Mas cuando me hallé a bordo de aquella lancha en la que buscábamos escaparnos me asaltó en un primer momento el sobresalto de hallarme entre personas que incluso no ocultaban sus vínculos con el régimen. Para alguien tan marginal como yo era o había acabado siendo, esta gente debió antojárseme poco menos que garantes de la tiranía. La travesía tuvo lugar en un vilo de expectación y angustia. Me acompañaba el rosario obsequio de Carlitos, a cuyas cuentas entregué mi vida con devoción verdadera, mientras los otros guardaban un silencio cargado que debía parecerse a una imprecación o hablaban en susurros por aquello de que el mar lleva lejos las voces y los ruidos. Cuando se avisto al fin el lucerío de la costa de La Florida —según nos comunicó cauteloso el capitán— todavía nos atuvimos a nuestra conducta precedente por temor a una equivocación. Seguramente todos recordábamos alguno de los cuentos cautelares oídos en otros momentos, y temíamos que por arte de birlibirloque hubiéramos acabado siendo arrastrados por las corrientes traicioneras del golfo al punto de partida o a alguna otra playa cubana para el caso. Yo no. Algo me decía que al fin había conseguido salir y que estaba a punto de llegar. En ese momento, no sentí nostalgia de ninguna clase, ni mucho menos arrepentimiento alguno.

El exilio —además de largo, y verdadero en mi caso. ¡Nunca más he vuelto ni volveré a buscar nada allí donde nada tengo ni puede quedarme nada—, me ha dado más de lo que me ha quitado. He sido un hombre libre. A mi padre no volví a verlo en vida. Murió a los pocos meses de mi salida. A mi madre conseguí sacarla años después y aún la conservo. Aunque viejecita y algo achacosa, aún me acompaña. Me he negado a ponerla en un hospicio a pesar de los consejos y de la evidencia de su deterioro físico. En la cocina de su casa se entiende de maravillas con Hilda, una cocinera que también se ha ido haciendo vieja a su lado. Cuando llego del trabajo se le ilumina el rostro y a mí, a pesar del cansancio que a veces me rinde, también me ocurre al verla en su sillón.

Sobre una mesita, entre otras fotografías de familiares y allegados que Hilda debe desempolvar cada día a insistencia de mi madre, y a veces finge hacerlo con unos cuantos plumerazos, hay una foto de Carlitos cuando ambos cursábamos el bachillerato en el Instituto del Vedado. La foto tiene una dedicatoria al dorso, pero ésta no es visible. «Para mi hermano Pablo» y debajo la fecha. A veces, como hoy, en su aniversario me acuerdo de esa dedicatoria como si la tuviera delante de los ojos. Le pongo flores nuevas en su búcaro. Un manojo de veinticuatro rosas amarillas, fragantes, delicadas. Y recito su poesía ante el retrato para que vea que sigo acordándome. A veces, Manolo se me adelanta con esto de las flores para complacerme. Entonces hay que buscar otro florero y con tantas flores casi no alcanza a verse el rostro del amigo.

 

En su plenitud las rosas

del jardín,

joven aún

sin huellas del destrozo

que vendría.

¡Cuánto empeño

sin reconocer

hay en su logro!

El logro de la rosa

florecida.

Un misterio

tras otro se destila

en la concavidad hialina

de su vientre.

Rosas todas:

rojas, blancas, tudescas

ambarinas.

¡Mis favoritas!

¿Quién

las rosas detesta

de tal modo

que ha de herirlas

con una inexplicable espina

dura;

más dura y más aguda

que todas las espinas?

¿A quién molesta

el rubor

que de las rosas sube;

o la aguamiel que gota

a gota

se transparenta en ámbar

—el más fino—?

Rosas, no perdonen

al asesino de la rosa

en esta vida.

Servidle de mortaja

tan fragante

que llegue a comprender su crimen.

Y luego, si arrepentido

viene

a postrarse a tus plantas

con infinito amor

sobre sus hombros

y cabeza

llovíznale tus pétalos.

En la frente lacerada

úngele.

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Sea ése su castigo

eternamente.

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© Rolando H. Morelli

viernes, 13 de agosto de 2010

ROLANDO H. MORELLI - Maderita

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Gracia 005 (via FOTOERASE, Gracia 005) 

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Para Roger Salas, a quien tomé prestado el personaje principal de esta historia para hacerla mía.

Y a Maderita, en su cielo.

 

 

No diré que lo conocí —como ahora dicen muchos—; que fuéramos amigos, ni nada parecido. Me tocó el privilegio de tratarle algún tiempo, poco antes de su muerte. Digo tratarle en las dos acepciones que le conozco al término. En primer lugar como su médico de cabecera que me correspondió ser, y a partir de ahí en el sentido que comúnmente se le atribuye. Digo igualmente, sin que me quepan dudas, que se trató de un privilegio. Si se me permite: la cuestión no debería ir encaminada tanto a preguntarse por qué, sino de qué otro modo habría podido ser.

Nos presentó un amigo preocupado por su estado de salud, cuando se hizo evidente que ésta se deterioraba a ojos vistas. O tal vez, se tratara del azar. Sí, teniente. En efecto: Yo también soy de esos... De los que creen en algo. ¡En el azar, sobre todo! En los destinos de las personas. Porque a mi ver cada persona tiene ya al nacer un destino trazado, como un esbozo al que cada cual le imprime su sello, le añade detalles, enriqueciéndolo, o bien se queda pasmado ante su contemplación más o menos consciente, mientras el cuadro se completa, con su complicidad o sin ella. ¡Inclusive usted y yo! Que usted no lo crea, o diga no creer no cambia en nada el asunto, a lo sumo, la renuencia a creer y a actuar sobre el destino de cada uno, le dará un sesgo menos personal, más desatinado o descaminado, pero igual ha de cumplirse. (Perdóneme el exabrupto. Le prometo que no se repetirá. Se trata del género de cosas que están al alcance de uno prometer). Pues como le decía… Muchos de esos que aseguran haberlo conocido muy bien, más bien se refieren a la caricatura que de él hicieron por incomprensión del otro, de la totalidad humana de la persona que él era, o porque estaba escrito que tuviera que enfrentarse a dicha incomprensión para realizarse en su ser interno y privado.

«¡Ay, una maderita…!» Le habrán contado que era éste, o parecía ser, su santo y seña. Porque parecía que buscara y se tropezase en cualquier parte con un trozo de madera que debía aguardarlo. Él lo recogía siempre, acompañando el gesto con aquella frase, como si se tratara de un encuentro esperado, como si el trozo de madera desechada u olvidada pudiera a su vez reconocerse en la frase que la saludaba. ¡Habría podido tratarse hasta de un nombre bonito, si detrás no hubiera estado casi siempre la intención malsana, el propósito burlón que tanto predominan aquí!

¿Qué quiero decir?

Pues eso…, teniente. ¡Aquí! ¡Entre nosotros! O si prefiere, en el círculo de sus amigos y conocidos. No. No tiene otras implicaciones. ¿Por qué iba a tenerlas?

Hablo de nosotros. Claro, de los artistas y de los intelectuales y de la gente que pasa o se empeña en pasar por una u otra cosa. ¡Hay excepciones, naturalmente! Pero tampoco abundan. ¡Sin dudas! ¡Naturalmente! ¡Claro! ¡Claro! Sí, como usted muy bien dice: «La Revolución hace constantemente esfuerzos extraordinarios por cambiar a la gente… La mentalidad de la gente…». ¡Completamente de acuerdo, teniente!

Confieso que soy muy pesimista… No. No. ¡Respecto a la gente en general! Sí. Tiene usted razón. Sin dudas: Es casi como una patología. Seguramente lo que ocurre es que leí a muy temprana edad los libros equivocados. A los niños y a los jóvenes hay que filtrarles las lecturas, dosificárselas, prohibírselas incluso. Usted seguramente estará de acuerdo conmigo en esto. ¡Hay que poner en sus manos sólo los buenos libros! Aquellos que… no armen líos, como pudiera decirse.

Mi caso no tiene ya remedio. Aunque a usted le parezca raro, la ciencia de la medicina tiene mucho de superstición, teniente, y los médicos, y los científicos, no siempre somos personas, ¿cómo le diré?... ¡Científicas! Eso, científicas del todo. No, teniente, no diré que no hay nada de científico en la Ciencia, digo, lo que ya he dicho, que puede haber mucho de patraña, y a veces de oscurantismo en los mismos científicos, y por extensión… Sin ir más lejos… Yo, soy por mi entrenamiento… He sido entrenado tanto en las artes como en la ciencia. Soy de profesión médico, y de intención, artista. Es decir, vivo más o menos de escribir recetas, y lo que más me gusta hacer es pintar, y escribir. El de Maderita era un caso distinto. Estudió medicina, pero no llegó a hacerse médico. Estuvo a punto de recibirse, y de repente dio un gran salto en el vacío y entró a estudiar arquitectura. Terminó la carrera, pero nunca la ejerció. No pudo, o no quiso, y terminó como dibujante para varias empresas. ¡Se quemó! Eso decían de él cuando lo conocí. Lo decían por todo, por eso, y por lo de las maderitas.

Cuando lo conocí supe que su nombre era Raúl Cuesta del Valle.

—Empeñoso constructor de sueños imposibles, y seguramente disparatados, doctor. —Añadió al estrecharme la mano—. Pintor de brocha gorda, y hasta flaca; attrezzo y modesto joyista.

Tal vez un poco deprimido. ¡Loco no! Sí. Me recibió en su lecho de enfermo. Eso, en la cama. No conseguía levantarse. Llevaba varios días sin poder hacerlo. Se mareaba. La habitación, todo alrededor suyo era… ¿cómo puedo decir para que usted me entienda, teniente…? Un primor. ¡Una gema inconcebible! Una joyita en madera. Imposible de imaginar en su entorno, que ya entonces se venía abajo. Él allí en su habitáculo, según prefería llamarlo, mientras en torno se desmoronaba el edificio. Con su dosis de humor negro me dijo que así le llamaban en su jerga las avispas al colmenón que otros llamaban avispero. No había donde mirar que no fuera aquella labor minuciosa, paciente y exquisita salida de sus manos en una labor de años, de décadas sin duda alguna.

—Nunca he robado ni un clavo. —Proclamó con evidente orgullo—. Cosa que en este país debe constituir algo así como una hazaña…

Me limito a repetir sus palabras textuales, teniente. Yo ni quito, ni pongo. Claro que si lo prefiere… Lo que yo decía.

Todo aquello parecía sacado de un cuento de Aladino y la dichosa lámpara. No era labor de depredación y medro, sino de rescate y creación. Hasta los pilares de la cama estaban hechos de astillas y menudeo; de hallazgos y recosidos… Eso sí, con tal arte que hubieran sido piezas más aptas para un museo inusitado que para habitáculo alguno, aunque se diera bien con él. Filigranas, bajos y altos relieves, de trazos según fueran la madera, su color, su textura, su empleo. Conozco a un viejo ebanista que gozó de fama en su día, al que conseguí interesar y traer de visita durante una de las que hice al enfermo, que podría confirmar con mayor conocimiento y entusiasmo si es que cabe, esto que digo. Y la menor proeza, le dirá a usted, no habrá sido que las herramientas de que disponía el artífice eran poco menos que utensilios caseros a los que echaba mano en determinado momento para una aplicación que hubiera desconcertado e inhabilitado al más experto carpintero. Después del fuego, o del derrumbe en que acabó éste, alguno encontró unas chancletas de baño hechas de corcho, o de lo que parecía corcho, construidas con palillos. No sé de dónde pudo sacar él tantos palillos aquí que nunca se ha visto un palillo, ni de cuánto tiempo requirió para hacer estas chancletas que, no vaya a creer que eran simplemente eso que se dice, sino las más cómodas y elegantes que haya visto nunca antes.

De dónde procedía exactamente no sabría decirle, teniente. Seguramente alguno habrá que lo sepa. Había llegado del interior en el sesenta y ocho, creo que del otro extremo del país. Buscaba hacer la capital, según me confesó, y regresar luego al lugar de donde había venido, no por especial devoción, sino porque allí quedaba su madre. Ésta murió de repente antes de que él pudiera regresar. Regresó brevemente para los funerales. Su padre y él no se querían bien, o no se llevaban o ambas cosas. Fue éste un viaje de vuelta e ida, según decía. Luego ya no regresó nunca más ni siquiera después de la muerte del padre, de la cual se enteró por unos parientes cuando ya había ocurrido hacía mucho. Cuando le pregunté de qué lugar se trataba me respondió con una cita más o menos fiel del Quijote:

—De un lugar, amigo mío, de cuyo nombre no quiero ni acordarme…

Todavía traté, un poco desconsideradamente, de arrancarle esta confesión por medios indirectos. Fui sabiendo de donde no era.

—A mí me gusta mucho Camagüey. Allí estuve más de una vez al San Juan, cuando era un jovencito todavía.

—También a mí, aunque los Sanjuanes los conozco únicamente de referen-cias. ¿Con qué no se ha acabado aquí? Siempre quise ir, pero nunca coincidí allí con estas fiestas.

—Otra ciudad muy interesante, aunque completamente diferente es Cien-fuegos.

—Nunca estuve. Lo dejaremos ya para otra vida.

—Alguna vez estuve a visitar a unos amigos en Baracoa para la fiesta del Tetí que allí se celebraba. ¡Muy animada! Lo más emotivo fue recorrer de ida y vuelta la famosa carretera de La Farola. Juré que nunca volvería si no era por mar.

—Hay muchas partes de Cuba en las que nunca he estado. Es increíble, si te pones a pensar, lo poco que conocemos nuestro país los que en él nacimos.

Creo que al fin y al cabo abandoné mi descabellado propósito de arrancarle como una confesión el nombre del lugar exacto de donde venía.

El día antes del accidente… Eso, del siniestro…, del derrumbe o la catástrofe en que pereció Maderita… O en que se supone que haya perecido este amigo, estuve a visitarlo como de costumbre. Había vuelto a caminar. Conseguía desplazarse de una a otra habitación de las que constituían su casa con ayuda de unos andadores de metal que yo le había conseguido prestados, y que eran allí el único objeto incongruente y feo del entorno.

—Hasta que estés en condición de hacerte tú mismo unos que estén más a tono con el mobiliario —le había dicho al ponerlos en sus manos.

Lo consideró una broma de buen gusto.

—Mira tú —me respondió—. ¿Cómo no se me ocurrió a mí que algún día llegaría a necesitarlos? Todo no puede ser nutrir el espíritu, que el hombre también vive de pan, aunque sea metafórico.

Como le decía, teniente, yo sólo repito como un vocero, o un papagayo bien entrenado.

Eso de que yo lo odiara, por supuesto, es falso. No importa quién sea ése que pueda haber declarado tal cosa. A semejante acusación qué podría yo oponerle. Pregúntele, eso sí, si de verdad conoció a Maderita. Indague, teniente. Verá que seguramente no lo conocía en persona. ¡Lo envidiaba, naturalmente! Envidiaba su obra, su incomparable talento que se derrochaba alrededor suyo sin alcance para ser apreciado, pero no de la manera pérfida conque se suele envidiar la prosperidad o la buena suerte de los demás. Habría querido disponer de un ápice de su talento a la vez que de su desinterés por ser reconocido, alabado, aplaudido, considerado, premiado. Quienes lo odiaban, sin dudas, eran los que hubieran querido hacerse con sus dos habitaciones y cuánto en ella había creado el genio callado y laborioso de Maderita. Sí. Esos. Los que se burlaban de él por sus peculiaridades y lo concebían como una mera posibilidad de alcanzar objetos, un espacio, sin detenerse a pensar un instante en el talento y la perseverancia requeridos para lograr estas cosas, o para embellecerlas. Le diré más, teniente. Si entre los de nuestra especie abundara más el tipo de Maderita, de los que necesitan rodearse de belleza y la hallan a la mano en los objetos más simples, o transforman en belleza cualquier cosa como si nada más soplaran sobre ellos para desempolvarlos y descubrir el esplendor que encierran, éste sería un mundo mucho mejor para todos. Me refiero al mundo, teniente. Al mundo de las personas. Hipotéticamente hablando. Sí, supongo que se trata de filosofías de mi parte. Ya le dije que soy un idealista incorregible. Nuestro país no es el mundo, teniente, eso es lo que quiero decirle. Claro que nunca he salido de aquí a ninguna parte, pero aún así es posible referirse al mundo como a algo a lo que pertenecemos. ¿Ya le dije que también era un optimista?

Mire, teniente, le seré del todo franco. Si después de mis declaraciones todavía sigue pensando usted en un complot o en un asesinato… Pues no sé de qué otra manera podría conseguir que me creyera. ¿Una confesión? Una confesión no puede ser nunca una mentira, teniente, y yo mentiría si le dijera otra cosa cualquiera diferente de éstas que le he relatado. ¿Cómo se le ocurre, teniente, que pueda ser yo el mismísimo Maderita en persona? Usted perdone, teniente, pero esa es la hipótesis del Ave Fénix. ¡Fénix! Sí, ésa. La que se levanta de sus propias cenizas con una vida renovada y sin ligaduras con el pasado. ¡Mucha imaginación es ésa, teniente! ¿Seguro que usted no escribe? En su trabajo, naturalmente, se requiere poseer mucha imaginación para llegar al meollo de un asunto, pero éste no es el caso, teniente. Puedo asegurárselo. Las pistas de que dispone, como usted dice, no llevan a un descubrimiento como el que usted supone. Las cosas son mucho más sencillas, según yo lo veo. Permítame elaborar. El edificio estaba prácticamente en ruinas. A veces es difícil decir o saber de verdad cuáles son los edificios que amenazan un inminente derrumbe y cuáles no. La mayor parte de los que vivimos en esta ciudad nos hemos vuelto expertos de esta clase de especialidad en la que nos va la vida o el desamparo más absoluto. Pues bien, este edificio era de los que ya no aguantan más y se sostienen en pie por un milagro de equilibrio, o inercia, o por absoluta falta de iniciativa, pero un día ni estas cosas logran prolongarle la estabilidad en su muerte. Los vecinos habían sido evacuados con anterioridad en tres ocasiones. Casi todos habían vuelto. No sé si Maderita llegó a serlo. Como le decía, la última vez que lo visité se limitó a decirme que ya él se había instalado en su sarcófago como un faraón egipcio aquejado del mundo. Con evasivas unas veces y otras con frases simpáticas, no me dejó saber por derecho lo que pensaba, pero yo concluí que aquella era su manera de negarse a abandonar el sitio. La puerta de entrada a los dos cuartos que ocupaba tenía una engañosa banda que la cruzaba de lado a lado e indicaba que las habitaciones estaban clausuradas. A mí, por poco consigue engañarme con semejante artificio. Había oído mis pisadas en la escalera, según me dijo y por intuición o simple curiosidad se asomó a ver de qué se trataba. Creía que ahora que los vecinos se habían marchado, dejado a su suerte el edificio podría resistir otro buen número de años. Sería ésta su tumba como mismo había sido su casa. Había trabajado siempre en disponer de su Mausoleo, admitió o dijo en tono de broma.

—Yo que tan apagadamente he vivido igualmente moriré… Cuando se desplome este carapacho que ahora nos cubre… —pensé si se refería a su cuerpo o al edificio también ruinoso—, dispondré de un monumento funerario en medio de la ciudad. Más impresionante que cualquiera de los monumentos de la Necrópolis de Colón.

Después de marcharme llegué a pensar, tal vez contagiado por su entu-siasmo, que en efecto el edificio resistiría ahora mucho más tiempo. Debió quitarme tales ilusiones el estado en que habían dejado todo los que se marchaban. Como si fuera posible despojar a unas ruinas, habían sido arrancadas vigas, columnas, puertas y ventanas, clavos, varillas de acero, los mosaicos del piso, las paredes y zócalos; las bombillas, los cables de la electricidad que pudieran ser cercenados; las tuberías que aún existieran y cuanta cosa pudiera servir o creyeran los que se marchaban que pudiera servirles allí donde se encaminaban. Maderita disponía —siempre había dispuesto— de velas para iluminarse cuya llama multiplicaban pequeños espejos convenientemente dispuestos. Los escasos alimen-tos que consumía, los cocinaba en dos reverberos que parecían bastarle a este propósito. Uno de ellos, seguramente, pudo causar el siniestro. O alguna de las velas. Como le decía, Maderita estaba muy enfermo y desnutrido. Tal vez sufriera algún infarto que en su estado... Tal vez intentara levantarse con cualquier propósito. Tropezó. Dejó caer la vela encendida. El incendio avanzó rápidamente enamorado de la preciosa talla en madera, consumiendo y devorando y pronto se extendió por el resto del inmueble. Como mismo se las había ingeniado Maderita para permanecer en su interior, otros que habían regresado en la noche o también se agazaparon allí dentro perecieron con él. Ésa es la explicación más sensible que puedo ofrecerle, teniente. Usted, naturalmente, tiene en sus manos decidir lo que haya de ser, pero le advierto —permítame hacerlo— que la intuición, o sus deducciones lo engañan. Mire, para que vea, fíjese bien en esa cajita que halló en mi poder. Sí. Regalo suyo por mi cumpleaños. Fíjese en la inscripción para que vea que Maderita no soy yo. Él está muerto, y yo, aquí frente a usted. Yo creo que es suficiente evidencia. Espero que a fin de cuentas a usted le baste, porque si no, tendré que empezar a preocuparme.

 

© Rolando H. Morelli

(Philadelphia, 2010)

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miércoles, 10 de febrero de 2010

ROLANDO H. MORELLI - Los palestinos

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hmm 

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A David Lago, en la patria común del verbo.

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A mucha insistencia de su mujer, Leandro acabó por echarse de la cama, tal y como estaba, en calzoncillos. Descalzo y sin camisa salió al portal de la casita, machete en mano. Una luna total ocupaba el centro del firmamento estrellado, sin nubes casi. Canelón ya no ladraba, y Leandro pensó contrariado, en la exasperante agudeza que había tenido la voz de su mujer.

—Viejo, cuidado con el relente —volvió a decir ella desde su distancia, unos pasos por detrás del marido—. No vayas a enfermarte. Debiste ponerte una camisa aunque fuera.

De repente, frente a ellos, bañados por el fulgor de la luna llena apareció un grupo de unos veinte individuos cuyas facciones se percibían sólo a medias: angulosos, duros; relieves que parecían devolver la luz que la luna les arrojaba. El llanto de una criatura rompió de repente el silencio, y detrás, como si esperara por ella se abrió paso una voz de hombre.

—No haiga cuida’o compay. Somos gente buena que vamos de paso. Tenemos dos niños de brazos, y tres más que apenas pue’n caminar. Llevamos dos días andando, casi sin parar.

—Venimos desde Mayarí Arriba —dijo ahora una de las mujeres con un niño pequeño en brazos—. Ni agua hemos toma’o. La que traíamos, se la dejamos a los muchachos.

—Estamos muertos de hambre y de sed —dijo otra.

Las voces se habían multiplicado ahora, pero con todo no alcanzaban a ser sino apenas un murmullo.

—Antes de ustedes pasaron otras dos familias —dijo ahora Leandro—. Les dimos de lo que teníamos. Nosotros tampoco tenemos mucho, no crean.

—Cualquier cosa nos vendría bien, compay. A lo mejor les quedan unos boniaticos, una yuquita cualquiera. Lo que sea, compay. ¡Pa’ llegar!

—Agua, podemos darles toda la que necesiten. Hasta para llevar si quieren. Pozo tenemos —dijo ahora Irma, colocándose al lado de su marido—. Y unas guayabas pa’ engañar el estómago hasta que lleguen a donde vayan. Yo misma las recogí de las matas esta mañana. Son buenas guayabas, y están maduras.

Las mujeres se separaron del grupo con sus niños, y siguieron a Irma alrededor de la casa hasta una especie de anexo de techo muy bajo, hincado en la tierra. Contra lo que esperaba, Irma encontró la puerta sin asegurar.

—Condena’os muchachos —dijo, con un poco de fastidio en la voz—. Se meten aquí con sus juegos y sus cosas, y después se olvidan de cerrar la puerta. Mira que se lo tengo dicho, pero ellos lo mismo que si les hablara a la pared. ¡Menos mal que aquí no hay nada que valga la pena, que si no...!

El olor de las guayabas llenaba el recinto, y era lo mismo que el claro de la luna, su envés dulce y tibio. A la luz que ahora penetraba por la puerta abierta, Irma divisó el saco de las guayabas.

—Esto es lo único que tenemos pa' ofrecerles —dijo ahora, sintiendo vergüenza de aquello que decía.

Las mujeres y los niños se apoderaron del saco, y allí mismo comenzaron a devorar las guayabas con fruición, una tras otra. Los hombres aparecieron también, y echándose por el suelo, como habían hecho sus mujeres se pusieron a comer también. Uno de los niños de brazo lloraba incesantemente, mientras su madre —apenas una muchacha—, comía echada hacia adelante sin prestarle atención. Irma le pidió que le pasara a la criatura y ella lo hizo sin dejar de tragar.

—Arroz les puedo hacer un poco. En la casa no tenemos otra cosa, pero ustedes son los que más lo necesitan. Nosotros no vamos a ninguna parte. El agua de arroz es buena para las criaturas. Cuando yo era chiquita, eso era lo primerito que nos daban..., pa’ entonar el estómago.

Leandro volvió con los pantalones puestos, pero aun sin camisa. Canelón no respondió a sus reiterados llamados, y Leandro se preguntó contrariado dónde andaría el animal. De un tiempo a esta parte, parecía otro. Tal vez se tratara de los años, pero vejez o sinvergüenzura, ya le enseñaría él una lección en cuanto asomara el hocico nuevamente.

Irma había puesto el arroz a cocinar cuando entró Leandro en la cocina con el pollo descogotado debajo del brazo.

—Alaba’o, viejo —se lamentó Irma, cuando él puso sobre el mostradorcito de azulejos la presa—. ¡Y yo que lo estaba dejando pa’ cuando más falta hiciera!

—Ahora es cuando más falta hace.

Irma guardó ahora un silencio hosco, pero al rato ya se le había pasado la contrariedad, pensando en el atracón de arroz con pollo que se darían sus huéspedes.

Los muchachos fueron los primeros en comer. Irma les fue sirviendo de uno en uno y el hambre que llevaban parecía tan afincada y definitiva en ellos, que las criaturas se atragantaban con los bocados humeantes y seguían tragando. Irma no decía nada de aquellas cosas que súbitamente le afloraban al pecho, porque no habría sabido de qué modo hacerlas coherentes.

Después de comer, y de arrancarle al caldero las raspas del arroz con pollo para el camino, los viajeros se despidieron con infinitas expresiones de agradecimiento y se pusieron nuevamente en camino. Irma y Leandro no pudieron volver ya a conciliar el sueño. El alba vino pronto y los sorprendió despiertos.

—Ya en este país de nosotro’ se acabó to’ —dijo por fin Leandro, que había dado al cabo de mucha breña con el confuso hilo de su pensamiento—. Ya ni vergüenza, ni na’...

—Cuida’o viejo, con las palabras que se dicen —se sintió obligada a la caución la mujer, que también sentía de modo parecido—. Qué en boca cerrá, no entraron moscas!

Esa mañana el café les pareció desabrido como nunca antes les había parecido. Irma se echó hacia atrás el mechón de pelo que le caía sobre los ojos y se disculpó por lo que le parecía imperdonable.

Canelón no respondió tampoco a los silbidos que desde el patio trasero de la casa le prodigaba su amo.

—…se debe andar por·hi enamorisca’o de sus perras. Las del compay Utrera siempre están pidiendo su perro que las contente —dijo ahora Irma, para explicarse más que para explicarle al marido la desaparición de Canelón.

A mediodía, cuando Leandro volvió del trabajo para almorzar alguna cosa, encontró que su mujer no estaba en la casa. Sin calentarlo, se sirvió él mismo el almuerzo que Irma le dejara preparado, y se dispuso a salir nuevamente para el pueblo en su viejo pisicorre. Un circulo de auras tiñosas que giraba en el cielo descubría la procedencia del olor a carroña que ahora se sentía. Guiado por un presentimiento, Leandro se bajó de la camioneta y se adentró en la maleza. Sin que le quedaran dudas, supo de una sola vez que aquellos restos eran los de su perro Canelón. Apenas un montón de vísceras que se disputaban ferozmente los buitres, a picotazos. Y por si pudieran caber dudas, la cabeza segada en cuyos ojos entraban los más pequeños con sus garras y picos. Una guámpara herrumbrosa y rota, abandonada allí, decía de qué muerte había muerto Canelón. Leandro sintió pena de él, y un vago remordimiento por haber pensado mal del animalito lo embargó.

—Ya en este país nuestro se acabó to’ —dijo, y le pareció al decirlo que la palabra “to’” lo resumía y abarcaba absolutamente todo, hasta aquello que no hubiera sido capaz de expresar, o tal vez incluso de sentir.

© Rolando H. Morelli

domingo, 7 de febrero de 2010

ROLANDO H. MORELLI - Algunas fronteras

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futuro

(futuro)*

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Al entrar en el puente las ruedas del automóvil producen al rozar la superficie ese sonido de eje dislocado —un cimbreo de metal suelto o por soltarse— que contrasta con el otro sonido de las ruedas sobre el pavimento o la tierra pelada, siempre igual, aquél que ha venido prodigándose hasta aquí. (El mismo, que volver a escucharse más allá del puente).

—…ste debe ser el primer puente que pasamos, ¿no? —observo, desperezándome un poco en el asiento trasero. Naturalmente que éste no podría tratarse del primer puente desde que salimos, de manera que el hombre sentado detrás del volante se queda en silencio unos instantes, desconcertado.

—…ste es el puente del Jatibonico… —dice entonces

—¡Ah! Entonces, ya estamos entrando en Camagüey.

Después de otro silencio no menos desconcertado, el conductor se anima a responder.

—Eso, claro, era antes. ¡Hace mucho tiempo! Ahora, estamos entrando en la provincia de Ciego de Ávila.

—¡Ah, sí! Lo había olvidado. De todos modos, para mí Ciego será siempre Camagüey.

—¡Ya usted sabe que a esta gente le ha gustado siempre cambiarlo todo! ¡Cambiarlo por cambiarlo! ¡Ponerlo todo patas arriba!

—…se era antes el límite occidental de la provincia. A uno se lo enseñaban en las clases de Geografía de Cuba, y esas cosas, generalmente no se olvidan.

—¡Ahora el límite es Camagüey! ¿Su tierra, no? Ahí, está la frontera.

Ahora soy yo el desconcertado. Por unos instantes me quedo sin otras nociones que mi propio desconcierto. El hombre debe haberse dado cuenta de esta turbación.

—Ahí se acaba Cuba, y empieza Oriente. ¡Otra cosa! ¡Otra gente! De las Tunas pa’ allá, ya no hay más pueblo, como dicen. ¡La tierra de nadie es eso!

Hemos salido del puente. Ahora el silencio se adueña de nosotros como si el individuo que está detrás del volante dispusiera arbitrariamente que así fuera. Todavía no hallo qué decir, aunque sea imperativo decir algo.

—No comprendo. ¿¡Otra gente!? ¿Desde cuándo?

—Usted… Digo, por causalidad no es oriental, ¿verdad? Digo, si… Disculpe si lo ofendí, no tenía la intención.

—No —digo—. No soy oriental…

—¡Ah, entonces será que usted seguramente lleva muchos años afuera! Mire, para que vaya sabiendo a lo que me refiero… Aquí los orientales se han hecho dueños de todo. ¡La Habana es puro Oriente! ¿Y qué han hecho con La Habana? ¿Usted vio cómo está La Habana? ¡Destruida que da miedo! Y donde quiera que van es lo mismo. En Cienfuegos también han acabado. ¿Y las fajazones? Porque a bravucones y engreídlos no hay quien les ponga un pie delante. Ahora, que ellos no se pelean como los demás hombres, no señor. ¡A puñaladas y a machetazos! Peleas a machetazos ha habido entre ellos mismos, o entre ellos y los hombres de una zona, que han tenido que movilizar las Fuerzas Especiales para acabarlas. Ya oirá los cuentos. Y en su tierra, también están por todas partes, como una plaga. Ya verá que no la reconoce cuando llegue allí. ¡La verdad es que son una fuerza de ocupación extranjera en todo el país! ¿Lleva mucho tiempo afuera?

—Veinte años.

—¿Y es la primera vez que vuelve? —inquiere, interrumpiendo de este modo el flujo de mis pensamientos. Hay en su voz un cúmulo de ansiedad reprimida.

—SÌ —confirmo su cálculo o lo que aquello fuera—. Hasta ahora no había sido posible.

Al decir posible intento restar a la palabra todo relieve, con lo cual logro tal vez conferirle una distinción contraria a mis propósitos.

—No se preocupe —dice él mientras los ojos buscan una expresión en la semipenumbra, a través del retrovisor— que no se perdió mucho. Pa’ lo que hay que ver aquí… ¿Le queda aquí mucha familia?

—Casi toda la familia —digo—. Mis padres, seis hermanos, algunos sobrinos... ¡Amigos muy queridos!

—¿Vive en Mayami?

—No señor, al norte. Mucho más al norte.

—¿Eso, queda cerca de Nuyersi?

—SÌ, más cerca de New Jersey. Al oeste de Jersey. En un pueblito.

—Ah, porque mire qué casualidad, unas medio primas mías… Bueno, parientas de mi esposa que estuvieron aquí de visita, por esa zona de allá arriba es que viven. Pero en Miami es en donde parece que más cubanos hay.

—Tiene usted razón, Miami es una ciudad cubana en muchos sentidos.

—Yo desde que lo vi ahí parado, me di cuenta de que… Vamos, me dije que seguramente andaba buscando una máquina que lo llevara para alguna parte, y como uno se deja caer por el aeropuerto como quien no quiere la cosa a ver si se presenta alguna carrera de éstas precisamente…

—SÌ, ya me habían dicho que así era como funcionaba el asunto.

—Eso, hasta que a esta gente le dé la gana. Ya sabe usted que son como el perro del hortelano, que si no pueden comer ellos, tampoco dejan que coman los demás.

—¿Y de qué otro modo iba a ser si no hay taxis o transporte público del Estado?

—Lo que le digo: ¡El perro del hortelano!… ¿Y qué le parece lo que ha podido ver? Digo, con la oscuridad y el apagón éste

—En realidad, usted lo ha dicho, apenas he podido ver nada —evado la respuesta, si bien es cierto que en el tiempo transcurrido desde mi llegada al aeropuerto al momento de abordar el vehículo que me lleva a la casa de mis padres, apenas he tenido la oportunidad de observar nada.

—Deje que llegue a Camagüey para que vea a la luz del día. ¡Para que vea! Todo el que viene de allá, dice que no puede creer lo que ve aquí con sus propios ojos. Las parientas de que le hablaba antes hasta se enfermaron y a una de ellas la tuvieron hasta que ingresar en cuanto llegó allá a su casa en Nuyersi. Parece ser que no era nada: los nervios, la impresión que se llevó cuando vio esto… Espero que usted no se vaya a enfermar. Usted, claro, es hombre, pero hasta a nosotros los hombres… Tiene que ser fuerte, como si se le hubiera muerto alguien muy querido, Dios no lo quiera así. Claro, eso es para ustedes los que se fueron de aquí hace ya algún tiempo, y se perdieron lo mejor del paseo éste. Nosotros los que nos hemos tenido que aguantar aquí, o los que se fueron hace menos tiempo estamos todos curados de espanto, como dicen. ¡El día tras día hace maravillas con eso de aguantarse uno! Yo creo que uno se acostumbra a todo, si no tiene manera de cambiar nada o de quitarse de encima lo que le cayó del cielo, o del infierno… No menos aguanta el burro, aunque se tranque a veces y no quiera caminar.

A pesar de la fatiga, y de la ansiedad que me dominan por igual, me esfuerzo por escuchar al hombre mientras intento sofrenar el cúmulo de emociones, miedos, cálculos y no sé cuántas otras cosas que me asaltan.

—Camagüey dicen que era muy bonito. (No, y todavía, con todo y la plaga que nos ha caído encima, se mantiene bastante). Yo diría que es de lo mejorcito que nos queda todavía… La vieja mía, que en paz descanse, tenía algunas amistades de ahí mismo. ¡Mucha carne y mucha leche! ¡Y mucha prosperidad y señorío! Oiga, y las mujeres más lindas de Cuba, sí señor. ¡Y mire que la cubana es bonita sea de donde sea! Yo, soy natural de Niquero. Pero me crié prácticamente en La Habana. Mi familia toda es de esa zona. De Niquero. ¡Una familia larguísima! Tengo parientes en toda la provincia de Oriente. Por eso sé muy bien lo que le digo. ¡Orientales buenos, muy pocos! Sobran los dedos de una mano para contarlos: Maceo, y tres más. Yo no sé si es la tierra que es mala, o qué cosa será. Pero fíjese bien: ¿qué nos ha da’o Oriente en los últimos cincuenta años? ¡Fíjese bien! —Las manos del chofer se liberan momentáneamente del timón para ilustrar lo que dicen las palabras—: Primero Batista y sus canchanchanes, y después, para darnos el tiro de gracia, este hombre y su gente. Los dos son hasta del mismo municipio, creo yo. ¡Ahí sí que tiene que haber algo en el suelo, en el agua, o en el aire...! ¡Algo muy malo! ¿No le parece?

Oyéndolo decir esto último, y a pesar de que ya he decidido dejarle a él toda la locuacidad que seguramente requiere para mantenerse despierto tras el timón, arriesgo algunas palabras.

—¡De ahí también es el Padre de la patria! —digo, sin ánimo de pelea, más bien porque me parece de elemental justicia, incluso histórica, decir esto que he dicho—. De la provincia de Oriente, quiero decir. ¡Y Guillermón Moncada! ¡Y los Maceos todos! Y Rosa, la bayamesa. Y José María Heredia. ¡De allí son Boti y Poveda! Emilio Bacardí! ¡Los Matamoros! ¿Y el son de la loma, no?

El chofer, que ya antes ha buscado una expresión cualquiera en la oscuridad, mediante el retrovisor, vuelve a escrutar mi rostro, con los ojos fijos, seguramente aguzados, como prendidos al espejo. Esta vez soy yo quien logra imponerle un silencio ajeno a su natural locuacidad.

—Mi intención no era ofenderlo.  Discúlpeme si lo he ofendido en algo. Fíjese que, después de todo, yo también soy oriental. Ya se lo dije: nacido allí en Niquero, y criado en La Habana. Lo que pasa es que hay mucha gente mala de allí que viene y va, y lo malea todo. ¡”igame, usted tendría que verlo con sus propios ojos para creerlo! Y lo verá, sin dudas. ¡Cómo lo destruyen todo! Yo no exagero. Usted lo verá y se lo oirá decir a cualquiera (¡Hasta a ellos mismos!). Todo lo ensucian, lo revuelven, y lo que no pueden llevarse para trapicharlo o Dios sabe qué, lo rompen y lo dejan que no se puede remediar. Esos no quieren a La Habana, ni a Camagüey, ni a Cienfuegos, ni a su propia madre. ¡Esos no quieren a Cuba! Viven como los animales: ahí donde los coge la noche se guarecen, pero no se encariñan con nada ni tienen respeto por nada. Usted tendría que ver las casas que les han dado, o que se han cogido ellos por su linda cara, ahí en La Habana. ¡Mansiones! Mejor que ni las vea como las han dejado. ¿¡Y la policía?! Cualquier machacahuesos de estos, que lo para a usted en la calle, sin ningún motivo, y que por quítame ahí esas pajas lo deja a usted lleno de verdugones, tenga la plena seguridad que es de Oriente. Aquí la policía toda está en manos de esa gente. Todos los cubanos somos sus rehenes. ¿Cómo no les vamos a tener mala voluntad? ¿A ver, dígame, usted?

El auto enfila ahora por una recta, a cuyos lados proyectan sus siluetas árboles corpulentos, que contrastan con la deforestación de la llanura que hemos venido atravesando. Furtivo, nos sale al encuentro un letrero con sus letras descascaradas.

—¿Ciego? —pregunto a mi interlocutor.

—Ya lo dejamos atrás hace rato. Le pasamos por el lado. …se era Florida. Ya ‘horita estamos en Camagüey.

—A Vertientes, ¿cuánto?

—Si nos vamos por la Vallita, menos. Así se ahorran un montón de kilómetros.

—Usted conoce bien todo esto.

—Oiga, desde que empezaron los viajes de la gente de afuera, no he hecho otra cosa que dar viajes pa’ to’as partes. Hasta a Baracoa he ido a dar a veces. Llevo en esto, como cinco años. Si uno no tiene dólares en este país, se muere de hambre, créame bien que se lo digo yo.

—¿Y el que no tiene dólares?

—Al que no tiene dólares, le sobran dolores. De barriga, de pecho, de espaldas. ¡De barriga sobre todo! Aquí el que no tiene dólares no tiene ni donde caerse muerto, porque hasta pa’ que lo entierren a uno decentemente, hay que contar con los americanos. ¿¡Quién nos lo iba a decir?!

El sonido del viento al batir contra la lona que llena el hueco de una ventanilla me distrae un instante de la conversación.

—Este carro, ¿es ruso? —pregunto.

—¡Un Moscovich! —asiente el chofer—. Lo más parecido a un carro americano que fabricaron los soviéticos. Como imitación no es tan malo. …ste es de un compañero mío que no maneja. Yo no tengo carro. Con éste nos defendemos los dos. Usted sabe como dice el dicho que una mano lava la otra, y las dos lavan la cara.

—Ese refrán parece ser pura doctrina cristiana.

—¡Qué va! Y perdóneme que lo contradiga. Eso es puro sociolismo. °Mah deh in Cuba! La necesidad hace parir mulato, créame. Yo, antes del Periodo Especial éste..., (¡Especial ya usted sabe!... Aquí, a lo malo, se le llama especial) era ingeniero especialista en locomotoras Diesel. ¡Vivía! Más o menos, como casi todo el mundo. ¡Mejor que muchos; no tan bien como muchos otros! En fin, que se iba tirando. Era hasta militante del Partido. Me procesaron y tuve que aceptarlo. De lo contrario me señalo y no hubiera podido hacer mi trabajo. ¡Fíjese usted! Pa’ que una locomotora pudiera funcionar yo tenía que ser además de ingeniero, militante comunista. …sas son las locomotoras socialistas, de tecnología capitalista. Pues en ésas estábamos, cuando se acabó la mamadera de los rusos y llegó el período especial éste. Eso, naturalmente, tenía que pasar. Más tarde o más temprano… Esa teta tenía que secarse algún día.

El hombre se interrumpe un instante que no se sabe cuánto habrá de durar, y no me atrevo a intervenir con una frase cualquiera, por temor a que desista de esta suerte de confesión que se me antoja la nota más alta de todo cuánto ha dicho durante el viaje.

—Yo lo que más quisiera es ver otra cosa. Irme de aquí, no, sino ver. Ver otra cosa, conocer otros países; viajar un poco. Usted seguramente conoce muchos países, ¿no es así?

—Para serle franco, no todos los que en un principio habría querido. Viajar se ha vuelto muy costoso, además de que el tiempo escasea y uno tiene muchos otros intereses.

—Pero al menos ha podido viajar. Allá afuera la vida debe ser muy distinta. Uno puede hacer planes, ¿no es así? ¿Usted en qué trabaja?, y dispense la curiosidad.

Los faros del vehículo que circula en dirección contraria con las luces apagadas se encienden de repente e inundan el interior del auto, encegueciéndonos. Mi interlocutor hace entonces lo único que está a su alcance, lanzar un improperio dirigido al otro conductor en tanto se aferra al volante con ambas manos, los ojos, fijos en el borde de la carretera. El carro se detiene finalmente agotado su impulso primordial y el conductor aprovecha un último empuje para orillarlo cuanto es posible al borde de tierra, alejado de la carretera

—Hoy aquí, cualquier comemierda maneja, con las carreteras como están, que usted las ha visto, y no es cuento mío. Por eso es que hay tantos accidentes diariamente. Aquí, carros no habrá muchos, pero accidentes, todos los que quiera. ¡Figúrese usted, sin buenos frenos ni nada por el estilo!

No siento deseos de decir nada, pero me parece que hace falta su buena dosis de palabras para llenar el vacío que se me ha hecho en el estómago. Por suerte, es nuevamente el chofer quien primero habla.

—Hay que cambiarle el agua a los pecesitos —dice, pero se está aún un rato largo detrás del volante como si aquel acto requiriera de una determinación que a él le falta. Por último consigue desprenderse del timón y sale del automóvil.

Desde dentro, donde permanezco, se escucha prodigarse el chorro al golpear sobre el asfalto. Oyéndolo se despiertan también en mí las ganas de “cambiarle el agua a los pecesitos”. A lo lejos ya ha comenzado a clarear. El hombre termina y espera por mí sin impaciencia, en el interior del auto al que ha regresado.

—¿Fuma? —me ofrece un cigarrillo cuando también yo he vuelto a acomodarme en el asiento trasero.

—No, gracias

—Yo tampoco —dice, devolviendo la cajetilla a ese espacio plano que hay entre el parabrisas y el volante—. Nunca en mi vida. Ni fumado, ni bebido. ¡Esos son dos vicios que no tengo! No es que sea virtuoso, si usted me entiende, pero me faltan unos cuantos vicios.

De la base del retrovisor cuelgan dos fotos plasticadas que a la media luz reinante no me es posible ver con claridad, y una estampita que por tratarse de una imagen archisabida reconozco como la de Santa Bárbara. El hombre me sorprende mirándolas y no dice nada al comienzo, luego sí.

—Mi mujer y mi hija —dice—. Ahí era todavía una niñita de doce. ¡Que ahora ya me va para quince! En mes y medio los cumple. No vaya a creer que es de amigos eso. Y todavía hay que ir pensando en celebrarle los quince. No por ella, no crea. Ella está en eso más clara que su madre. Pero así es la cosa. Y que si el qué dirán y si patatín y si patatán. Mi mujer sigue viviendo en otra época. Como mucha gente aquí. ¡En el siglo XIX! Aquí la gente se muere de hambre si no navega con suerte, pero los quince de las hijas se tienen que celebrar a como de lugar. (¡Morirse es bobería!) De todos modos, si no se los celebras te tienes que morir lo mismo. Y que te mueres, porque si no la mujer te hace la vida imposible, y a lo mejor hasta se divorcia. ¡O se te corre con otro, por aquello del despecho, y la vanidad herida!

El auto ha vuelto a ponerse en marcha y emboca ahora por un terraplén deslavado por las lluvias de mucho tiempo atrás, lleno de baches de todos los tamaños. Para sortearlos, el conductor se ha visto forzado a aminorar la velocidad.

—Seguramente ya estaremos muy cerca —comento.

—Por aquí, nos ahorramos un montón de kilómetros, aunque la carretera esté peor —dice el chofer.

Un poco más adelante, surge de debajo del polvo un trecho de pavimento milagrosamente intacto, y el auto recobra su velocidad por lo que dura aquella franja negra, de un negro descolorido —observo— blanqueado.

—Ya estamos llegando. En nada estamos en Vertientes. Ahí está su familia, ¿verdad? Seguramente estarán esperándolo, ansiosos por verlo llegar.

Mi interlocutor comprueba por el retrovisor mi ademán de asentimiento. A lo lejos, creo divisar las torres del central por sobre los campos de caña muy rala y esmirriada.

—Estas cañas no deben dar mucho azúcar —observo en voz alta, un poco a mi pesar o contra mi intención de hacerlo.

—¡Ah! Ya ve usted la caña de este año? Puro caguazo, si usted me entiende. ¿Qué azúcar ni qué nada va a dar eso? …sas son las variedades de caña del Comandante.

De entre el campo sembrado de cañas, sale inesperadamente al medio de la vía una vaca asustada por su propia sombra. Ha saltado la cuneta para caer en medio del terraplén y se planta delante del auto, como sembrada allí. Me da tiempo a ver los ojos desmesurados del animal, sus omóplatos vacíos. Es una vaca magra de carnes, pero rellena de su propio susto. El hombre maniobra para evitar la colisión, y el auto, sometido a la picadura de esta espuela inusitada se desboca, y embiste ese espacio que se abre por delante de nosotros, y nos arrastra en su impulso hasta pegar contra una roca. El formidable golpe la arranca de cuajo, y la arroja por el aire. Fragmentos de roca, granos de arena y tierra golpean contra el cristal delantero, astillándolo, pero sin que las esquirlas lleguen a soltarse para herirnos. El auto se ladea, primero hacia la izquierda —el lado que ocupa el conductor— y luego hacia la derecha. Una de las ruedas salta de su eje, se interna en el cañaveral a toda velocidad y desaparece entre el verde del follaje. Sin abandonar el volante, el chofer intenta evitar que el auto vuelque o se desplace del terraplén hacia la cuneta. Finalmente, el vehículo acaba por detenerse después de una espera infinita. El hombre y yo nos miramos para asegurarnos mutuamente de que aún estamos con vida. A lo lejos, sin moverse de su sitio en medio del terraplén, la vaca parece contemplar la escena con el vacuno desgano de su mirada infinita.

—Menos mal! —dice el hombre, observándola por el retrovisor—. Anduvimos con suerte, que si no… ¡Tanta culpa tiene el que mata la vaca como el que le rompe una pata! —añade ahora con una expresión conocida un tanto recompuesta por él—. Entre ocho y diez años de cárcel.

Las manos parecen soldadas al timón y es preciso que lo ayude para que pueda soltarlas. Un temblor incontrolable se apodera de mis piernas, que en vano las manos tratan de someter. Entonces me percato del rasguño en el muslo izquierdo. Alguna cosa ha penetrado la tela del pantalón, rasgándolo allí y produciéndome este corte. No consigo saber qué puede haberlo producido, pero observo que el rasguño no es profundo. Todo lo contrario de la herida que el hombre tiene sobre una de las cejas. Le paso un pañuelo para que restañe la sangre.

—No se preocupe —dice entonces, seguramente que tratando de darse valor a sí mismo—. ¡Estamos vivos, que es lo más importante! ¡Vivos de puro milagro! Y ya sabe usted lo que dicen, que “más, se perdió en la guerra”. Lo importante es que estemos vivos. ¡Vivitos y coleando! —Dice todo esto con una suerte de vértigo en la voz, o con la urgencia de quien en medio de una gran pérdida irremediable pasa balance al haber de su alma. Luego, como si pudiera decir esto sin asomo de ironía, sonríe—: ¡Bienvenido a su tierra! ¡Ya estamos ahí mismo, como aquel que dice!

© Rolando D.H. Morelli

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*(futuro)  Realmente no recuerdo de dónde tomé la imagen, aunque sé que fue de un blog sobre Cuba.  Sólo sé que la habían titulado, muy acertadamente, "futuro".