miércoles, 10 de febrero de 2010

ROLANDO H. MORELLI - Los palestinos

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hmm 

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A David Lago, en la patria común del verbo.

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A mucha insistencia de su mujer, Leandro acabó por echarse de la cama, tal y como estaba, en calzoncillos. Descalzo y sin camisa salió al portal de la casita, machete en mano. Una luna total ocupaba el centro del firmamento estrellado, sin nubes casi. Canelón ya no ladraba, y Leandro pensó contrariado, en la exasperante agudeza que había tenido la voz de su mujer.

—Viejo, cuidado con el relente —volvió a decir ella desde su distancia, unos pasos por detrás del marido—. No vayas a enfermarte. Debiste ponerte una camisa aunque fuera.

De repente, frente a ellos, bañados por el fulgor de la luna llena apareció un grupo de unos veinte individuos cuyas facciones se percibían sólo a medias: angulosos, duros; relieves que parecían devolver la luz que la luna les arrojaba. El llanto de una criatura rompió de repente el silencio, y detrás, como si esperara por ella se abrió paso una voz de hombre.

—No haiga cuida’o compay. Somos gente buena que vamos de paso. Tenemos dos niños de brazos, y tres más que apenas pue’n caminar. Llevamos dos días andando, casi sin parar.

—Venimos desde Mayarí Arriba —dijo ahora una de las mujeres con un niño pequeño en brazos—. Ni agua hemos toma’o. La que traíamos, se la dejamos a los muchachos.

—Estamos muertos de hambre y de sed —dijo otra.

Las voces se habían multiplicado ahora, pero con todo no alcanzaban a ser sino apenas un murmullo.

—Antes de ustedes pasaron otras dos familias —dijo ahora Leandro—. Les dimos de lo que teníamos. Nosotros tampoco tenemos mucho, no crean.

—Cualquier cosa nos vendría bien, compay. A lo mejor les quedan unos boniaticos, una yuquita cualquiera. Lo que sea, compay. ¡Pa’ llegar!

—Agua, podemos darles toda la que necesiten. Hasta para llevar si quieren. Pozo tenemos —dijo ahora Irma, colocándose al lado de su marido—. Y unas guayabas pa’ engañar el estómago hasta que lleguen a donde vayan. Yo misma las recogí de las matas esta mañana. Son buenas guayabas, y están maduras.

Las mujeres se separaron del grupo con sus niños, y siguieron a Irma alrededor de la casa hasta una especie de anexo de techo muy bajo, hincado en la tierra. Contra lo que esperaba, Irma encontró la puerta sin asegurar.

—Condena’os muchachos —dijo, con un poco de fastidio en la voz—. Se meten aquí con sus juegos y sus cosas, y después se olvidan de cerrar la puerta. Mira que se lo tengo dicho, pero ellos lo mismo que si les hablara a la pared. ¡Menos mal que aquí no hay nada que valga la pena, que si no...!

El olor de las guayabas llenaba el recinto, y era lo mismo que el claro de la luna, su envés dulce y tibio. A la luz que ahora penetraba por la puerta abierta, Irma divisó el saco de las guayabas.

—Esto es lo único que tenemos pa' ofrecerles —dijo ahora, sintiendo vergüenza de aquello que decía.

Las mujeres y los niños se apoderaron del saco, y allí mismo comenzaron a devorar las guayabas con fruición, una tras otra. Los hombres aparecieron también, y echándose por el suelo, como habían hecho sus mujeres se pusieron a comer también. Uno de los niños de brazo lloraba incesantemente, mientras su madre —apenas una muchacha—, comía echada hacia adelante sin prestarle atención. Irma le pidió que le pasara a la criatura y ella lo hizo sin dejar de tragar.

—Arroz les puedo hacer un poco. En la casa no tenemos otra cosa, pero ustedes son los que más lo necesitan. Nosotros no vamos a ninguna parte. El agua de arroz es buena para las criaturas. Cuando yo era chiquita, eso era lo primerito que nos daban..., pa’ entonar el estómago.

Leandro volvió con los pantalones puestos, pero aun sin camisa. Canelón no respondió a sus reiterados llamados, y Leandro se preguntó contrariado dónde andaría el animal. De un tiempo a esta parte, parecía otro. Tal vez se tratara de los años, pero vejez o sinvergüenzura, ya le enseñaría él una lección en cuanto asomara el hocico nuevamente.

Irma había puesto el arroz a cocinar cuando entró Leandro en la cocina con el pollo descogotado debajo del brazo.

—Alaba’o, viejo —se lamentó Irma, cuando él puso sobre el mostradorcito de azulejos la presa—. ¡Y yo que lo estaba dejando pa’ cuando más falta hiciera!

—Ahora es cuando más falta hace.

Irma guardó ahora un silencio hosco, pero al rato ya se le había pasado la contrariedad, pensando en el atracón de arroz con pollo que se darían sus huéspedes.

Los muchachos fueron los primeros en comer. Irma les fue sirviendo de uno en uno y el hambre que llevaban parecía tan afincada y definitiva en ellos, que las criaturas se atragantaban con los bocados humeantes y seguían tragando. Irma no decía nada de aquellas cosas que súbitamente le afloraban al pecho, porque no habría sabido de qué modo hacerlas coherentes.

Después de comer, y de arrancarle al caldero las raspas del arroz con pollo para el camino, los viajeros se despidieron con infinitas expresiones de agradecimiento y se pusieron nuevamente en camino. Irma y Leandro no pudieron volver ya a conciliar el sueño. El alba vino pronto y los sorprendió despiertos.

—Ya en este país de nosotro’ se acabó to’ —dijo por fin Leandro, que había dado al cabo de mucha breña con el confuso hilo de su pensamiento—. Ya ni vergüenza, ni na’...

—Cuida’o viejo, con las palabras que se dicen —se sintió obligada a la caución la mujer, que también sentía de modo parecido—. Qué en boca cerrá, no entraron moscas!

Esa mañana el café les pareció desabrido como nunca antes les había parecido. Irma se echó hacia atrás el mechón de pelo que le caía sobre los ojos y se disculpó por lo que le parecía imperdonable.

Canelón no respondió tampoco a los silbidos que desde el patio trasero de la casa le prodigaba su amo.

—…se debe andar por·hi enamorisca’o de sus perras. Las del compay Utrera siempre están pidiendo su perro que las contente —dijo ahora Irma, para explicarse más que para explicarle al marido la desaparición de Canelón.

A mediodía, cuando Leandro volvió del trabajo para almorzar alguna cosa, encontró que su mujer no estaba en la casa. Sin calentarlo, se sirvió él mismo el almuerzo que Irma le dejara preparado, y se dispuso a salir nuevamente para el pueblo en su viejo pisicorre. Un circulo de auras tiñosas que giraba en el cielo descubría la procedencia del olor a carroña que ahora se sentía. Guiado por un presentimiento, Leandro se bajó de la camioneta y se adentró en la maleza. Sin que le quedaran dudas, supo de una sola vez que aquellos restos eran los de su perro Canelón. Apenas un montón de vísceras que se disputaban ferozmente los buitres, a picotazos. Y por si pudieran caber dudas, la cabeza segada en cuyos ojos entraban los más pequeños con sus garras y picos. Una guámpara herrumbrosa y rota, abandonada allí, decía de qué muerte había muerto Canelón. Leandro sintió pena de él, y un vago remordimiento por haber pensado mal del animalito lo embargó.

—Ya en este país nuestro se acabó to’ —dijo, y le pareció al decirlo que la palabra “to’” lo resumía y abarcaba absolutamente todo, hasta aquello que no hubiera sido capaz de expresar, o tal vez incluso de sentir.

© Rolando H. Morelli

2 comentarios:

David Lago González dijo...

Rolando, el relato me parece magnífico. Añadir cualquier palabra o frase estaría de más, creo que es perfecto. Muchas gracias por la dedicatoria, I don't think it's "over the top", there's a common world between us beyond The World. Thanks, it's a honour for me to be friend of you.

Maria dijo...

No sé quién apodó " los palestinos" a los orientales, pero el relato me retrotrae casi a esos relatos bíblicos de familias sedientas y perseguidas cruzando el desierto. Muy creíbles los samaritanos que van dando poquito a poco, a medida que se dan cuenta de que el país se ha ido al cuerno: la decencia que sólo les queda a esos palestinos y que los dueños de la casa han estado a punto de perder.
Y preciosamente escrito. Seguiré al profesor Morelli. Un saludo para él y para ti.