miércoles, 24 de febrero de 2010

DAVID LAGO GONZÁLEZ - Descanse en paz

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DESCANSE EN PAZ 

Lázaro Zapata Tamayo,

todos los que fueron y todos los que vendrán.

 

La ventana original, típica de una casa neo-colonial camagüeyana, había sido sustituida por otra que no llegaba al suelo, pero que era más ancha. Eso fue cuando mi padre compró la casa a los Sastre y reformó totalmente su interior y la fachada, aunque respetando la distribución tradicional de las piezas. No sé si la fachada ganó o perdió: simplemente cambió. Durante muchos años, los dos batientes de madera que cerraban la abertura a la calle estuvieron protegidos por una cortina de lamas de esas que aquí en España llaman “venecianas”, no sé por qué. Al adentrarnos en tiempo y calado en el paraíso que el destino y el comunismo nos reservaban, las cortinas dejaron de existir en las tiendas, incluyendo también a las tiendas que una vez las contuvieron, y el mantenimiento de aquel objeto embellecedor pasó a ser un problema; cada cierto tiempo pasaba un señor que clandestinamente se ocupaba de sustituir las cintas y el engranaje que sostenían las lamas y las hacían funcionar, cobrando 25 pesos, exceso al que finalmente hubimos de renunciar cuando se agotó lo que había ido quedando y lo que yo percibía como salario no era suficiente para tales lujos burgueses, de modo que la ventana por lo general estaba abierta o cerrada, de forma drástica y total, sin medias tintas aburguesadas para encubrir el interior de la sala y la saleta, que constituían un sustituto arquitectónico de nuestras vergüenzas personales.

Recuerdo muchas escenas de mi vida personal y familiar acontecidas en aquel ventanón. En realidad, aquel era un sitio importante en la distribución de los espacios de la vivienda, tan es así que se constituyó en escenario de un largo poema dedicado a mi madre, que escribí tras su muerte en Madrid. Nuestra vecina de la derecha, Blanca Mayo (R.I.P.), gustaba de pasar horas conversando con mi madre —y también conmigo— en la ventana, unas veces recordando temas familiares o sociales de otras épocas, otras veces en conversaciones más íntimas, y muchas, muchas veces “gusaneando” (el placer de “gusanear” es algo que se perdió mucha gente que nadaba entre dos aguas y aún sigue escondiendo la ropa mientras cruza el río, u otros ríos, mares y arroyos). Me vienen ahora a la memoria los comentarios apasionados de Blanca cuando se corría el rumor de algún fusilamiento con el “dicen que ayer fusilaron a ese muchacho, chica, el de (no sé qué)... estos hijos de puta que parecen que no tienen madre, pero algún día pagarán todo lo que han hecho y siguen haciendo...”, y así, bla bla bla, el diálogo se cortaba o bajaba su volumen al paso de un desconocido, o de un conocido catalogado como “adepto” o simplemente no clasificado aún. Eran los largos tiempos en que Cuba contaba, estadísticamente, con miles y miles de presos políticos, entre otras cosas porque casi todos los “delitos” estaban considerados como “políticos”. Como yo vivía dentro entonces, no sé cómo se manifestaba eso fuera de Cuba. No sé si se sabía, si no se sabía, si alguien protestaba, si los gobiernos mandaban una diplomática nota de desacuerdo, o si Barbra Streisand devoraba nerviosa e indignada una de sus preciosas y preciadas uñas por el acontecimiento.

Tal vez era igual que ahora, que estoy en este otro lado. Pero en realidad a mí me sigue pareciendo más genuino el recuerdo de aquellas dos mujeres dándole vueltas al rumor de la muerte a ambos lados de la ventana. Y luego que las horas pasaban y los pies ya lo sentían, se acordaban de la tortura de la obligación de cocinar para satisfacer de alguna forma la necesidad de alimentarnos. “Ay, Blanca, que yo todavía no he preparado nada...” decía mi madre. Corriendo se cerraba la ventana, y quedaba resonando su última reflexión: “¿Y qué invento yo para almorzar esta tarde?”

La vida y la muerte —y la impotencia entre ambas y ante las dos— siempre juntas, inevitablemente.

© David Lago González

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