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sábado, 6 de noviembre de 2010

AGOSTO, mes de viajes y nuevos y viejos paisajes - FREITUXE

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VUELTA A LA SEMILLA

FREITUXE (Bóveda, Lugo)

Mi padre, (Jesús) David Lago de la Fuente, nació en esta aldea en el siglo XIX, año de 1898.  Pertenecía a la saga de los Carpinteiros, que es así como se les conocía en la comarca debido al oficio de su padre, mi abuelo.  Hijo primogénito de Dosinda y Avelino, en aquel momento guardeses de la casa señorial de aquellos predios, por lo que realmente mi padre no nació en la que más abajo menciono como “casa de los carpinteiros” sino en aquella otra donde sus padres servían.  Él no llegó a ver la casa construida, cuyos terrenos les fueron dados como presente por parte de los Señores.  En el año 16 del siglo XX marchaba a Cuba para no volver jamás.  Tenía solamente 18 años.

Su padre (mi abuelo) también había estado en la colonia y había regresado a la aldea.  Me cuentan que poco después de haber llegado, mi padre (su hijo) había recibido de su parte algún tipo de castigo o amonestación o escarmiento, y alguien en el pueblo le preguntó si estaba contento con la vuelta del padre.  Él respondió que sí, pero que mejor se hubiera quedado por allá (debido al castigo que había recibido).

El hombre que conocí como padre era como un hombre-orquesta que sabía hacer de todo, tanto práctico como teórico.  Cuando nos cambiamos a la casa nueva en el año 1956 (creo, o 1955), él diseñó todo el mobiliario de la casa y fue realizado por su sobrino Enrique Goyanes Lago (La Esmeralda, Camagüey), que era un esmerado ebanista.  Hasta este viaje de agosto pasado a Galicia no supe verdaderamente que “de casta le viene al galgo” porque desconocía el oficio de mi abuelo.

La aldea, en marzo de 1982, todavía tenía alguna vida.  Hoy no son más que ruinas y unas contadísimas excepciones.

Da una tristeza enorme.

 

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De camino a Freituxe

 

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Freituxe

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Freituxe

 

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Freituxe, camino

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Freituxe (la casiña del cementerio)

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Freituxe (la casiña del cementerio)

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Freituxe, caminos

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Freituxe, casa de Os Carpinteiros (reformada)

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Freituxe, Carpinteiros (¿una rosa de Francia?)

(La asociación con el recuerdo de mi madre me fue imposible de esquivar cuando vi en el patio de la casa este rosal florecido que había sido plantado por mi prima Maruxa, y que tanto se me pareció a la Rosa de Francia, la favorita de mi madre en el pequeño jardín interior de nuestra casa en Camagüey.  En ese momento comencé a llorar por todos ellos y por la dicha de volver allí a reencontrarlos.  Me separé consecuentemente de mis primos y de una vecina de la aldea porque, aunque no me molestaban, era un momento demasiado íntimo para compartir con nadie.  Espero me hayan perdonado.)

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Freituxe, ruinas

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Freituxe, ruinas

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Freituxe, Carpinteiros, manzano niño

(Aquí, en el 82, se alzaba un hermoso manzano que casi se metía por la ventana de la cocina.)

 

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Freituxe, Carpinteiros, cocina

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Freituxe, Carpinteiros, cocina

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Freituxe, Carpinteiros, solera

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Freituxe, Carpinteiros, corredor

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Freituxe, Carpinteiros, patio

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Y volvimos a Coruña.

Agosto de 2010.

lunes, 29 de marzo de 2010

ALGUNAS COSAS QUE HEREDÉ DE MI PADRE

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GARCIAROUCO60_Agustina & David_1947

Mis padres en la casa de García Rouco 60, recién casados (1947)

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por mi padre

 

Mi padre —ya lo he dicho— era gallego. De una pequeña (y para mí, hermosa) aldea llamada Freituxe, en la provincia de Lugo. Era muy introvertido, y para mí (y también para mi madre) fue muchas veces un verdadero misterio. Nunca me enseñó a amar a España, nunca habló una sola palabra en gallego, salvo las que me contestaba cuando yo, siendo niño, lo sometía a un riguroso interrogatorio idiomático mientras comíamos o cenábamos. Nunca me aconsejó tampoco. Nunca se travistió de amigo: era mi padre. Y punto.

Pero muchas veces no hace falta recibir lecciones expresas para aprender. Y siendo como he sido siempre —“un espíritu de contradicción”—, resultó absolutamente beneficioso que no me “sugiriera” y mucho menos me “impusiera” respeto hacia las costumbres de su país de origen, eso que tantos llaman “patria”. Estoy seguro de que por esa razón comencé a querer a España. La libertad de quererla o negarla.

Llegó a Cuba en la bodega (3ra categoría) de un barco en 1916. Tenía entonces 18 años y supongo que no llegaría precisamente forrado de dinero. Para España era un emigrante, para Cuba un inmigrante. Tenía un gran sentido comercial, aunque comenzó desde el fondo de lo más bajo, que es por donde solemos empezar los emigrantes. Luego, con el paso de los años, llegó a ser una persona respetada como persona de negocio y como aquello otro que se llamaba “persona decente”. Antes de yo nacer, había pasado por la presidencia del Centro Gallego de Camagüey, según tengo entendido por informaciones familiares. Luego lo perdió absolutamente todo y terminó siendo mantenido por mi (tanto como mi madre, como la casa, como un tío paterno al que su hijo abandonó en la calle y se largó donde todavía, lamentablemente, vive simulando... eso: ser una persona decente). Cosas que pasan.

Mi padre nunca utilizaba las formas verbales y pronominales propias de España, ni siquiera en la intimidad. Utilizaba las del país donde estaba. Nunca jamás emitió ningún juicio que pudiera estar asociado al chauvinismo español y gallego. No tenía un acento marcada y cerradamente “galego”. Se adaptó al nuevo país, lo quería sin estrépitos de ninguna clase. Trataba muy correctamente a todo el mundo, incluso a los que no se lo merecían. De paso perdió bastante dinero dando y prestando a amigos que lo necesitaron en un momento determinado y que, durante la época de las vacas flacas, se redujeron a uno o dos, y eso porque insistió con ellos. Una vez, ya en los 70, quería que yo lo acompañara a hacer un recorrido por la zona de Santa Lucía monte porque había olvidado con exactitud a quiénes por allí había dejado dinero cuando las vacas gordas. Quería de todas formas aportar algo a la casa, al mantenimiento familiar, a no considerarse una carga para mí. Yo logré persuadirle de llevar a la práctica esa idea porque me parecía una humillación que se infligía, añadida a la que significaba para él que un hijo lo mantuviera.

El respeto que este gallego, mi padre, demostraba por Cuba, me parece que es lo que se llama INTEGRACIÓN. Desgraciadamente, muchos cubanos consideran que integrarse es una especie de traición, pero a muchos no les disgusta que se les considere “asilados políticos” ni tampoco recibir la pensión y las ayudas que prometen, dan y no dan (hay de todo) por tal condición. Y es entonces cuando piden solidaridad con nuestros problemas.

© 2010 David Lago González

viernes, 19 de marzo de 2010

DAVID LAGO GONZÁLEZ - Algunas cosas que heredé de mi padre

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GARCIAROUCO61_David

(David Lago de la Fuente, mi padre)

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Mi padre —ya lo he dicho— era gallego. De una pequeña y hermosa aldea llamada Freituxe, en la provincia de Lugo. Era muy introvertido, y para mí (y también para mi madre) fue muchas veces un verdadero misterio. Nunca me enseñó a amar a España, nunca habló una sola palabra en gallego, salvo las que me contestaba cuando yo, siendo niño, lo sometía a un riguroso interrogatorio idiomático. Nunca me aconsejó tampoco. Nunca se travistió de amigo: era mi padre. Y punto.

Pero muchas veces no hace falta recibir lecciones expresas para aprender. Y siendo como he sido siempre —“un espíritu de contradicciones”—, resultó absolutamente beneficioso que no me “sugiriera” y mucho menos me “impusiera” respeto hacia las costumbres de su país de origen, eso que tantos llaman “patria”. Estoy seguro de que por esa razón comencé a querer a España.

Mi padre llegó a Cuba en la bodega (3ra categoría) de un barco en 1916. Tenía entonces 18 años y supongo que no llegaría precisamente forrado de dinero. Para España era un emigrante, para Cuba un inmigrante. Tenía un gran sentido comercial, lo que no le protegió de comenzar desde el fondo de lo más bajo, que es por donde solemos empezar los emigrantes. Luego, con el paso de los años, llegó a ser una persona respetada como empresario y como aquello que se llamaba “persona decente”. Antes de yo nacer, había pasado por la presidencia del Centro Gallego de Camagüey, según tengo entendido por informaciones familiares. Luego lo perdió absolutamente todo y terminó siendo mantenido por mi (tanto como mi madre, como la casa, como un tío paterno al que su hijo abandonó en la calle y se largó a Miami donde aún, lamentablemente, vive simulando... eso: ser una persona decente). Cosas que pasan cuando vienen mal dadas.

Mi padre nunca utilizaba las formas verbales y pronominales propias de España, ni siquiera en la intimidad. Utilizaba las cubanas. Nunca jamás emitió ningún juicio que pudiera estar asociado al chauvinismo español y gallego. No tenía un acento marcada y cerradamente “galego”. Se adaptó al nuevo país, lo quería sin estrépitos de ninguna clase. Daba la impresión de que se sentía a gusto, incluso en los malos momentos.  Trataba muy correctamente a todo el mundo, incluidos los que no se lo merecían. De paso perdió bastante dinero dando y prestando dinero a amigos que lo necesitaron en un momento determinado y que, durante la época de las vacas flacas, se redujeron a uno o dos que respondieron a su súplica de que le devolvieran lo que pudieran de lo que les había dado, y eso porque insistió con ellos. Una vez, ya en los 70, quería que yo lo acompañara a hacer un recorrido por la zona de Santa Lucía monte porque había olvidado con exactitud a quiénes por allí había dejado dinero cuando las vacas gordas. Quería de todas formas aportar algo a la casa, al mantenimiento familiar, a no considerarse una carga para mí. Yo logré persuadirle de llevar a la práctica esa idea porque me parecía una humillación añadida que él se infligía.

El respeto que este gallego, mi padre, demostraba por Cuba, me parece que es lo más cercano a lo que se llama INTEGRACIÓN. Desgraciadamente, muchos cubanos consideran que integrarse es una especie de “traición a La Patria”; sin embargo,  no les disgusta que se les considere “asilados políticos” ni tampoco recibir la pensión y las ayudas que prometen, dan y no dan (hay de todo) por tal condición. Y es entonces cuando piden solidaridad con nuestros problemas.

© David Lago González

sábado, 12 de septiembre de 2009

David Lago González - 11 de septiembre de 1978.

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PADRE

David Lago de la Fuente

(Freituxe, Bóveda, Lugo, 1898 - Camagüey, 1978)

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Mi padre morirá dentro de unas horas, alrededor de las once de la noche, hora camagüeyana, lo que aquí en Madrid sería ya en la madrugada del día doce.

Días antes mi madrina se hará un esguince en una pierna y viajará desde Wooden (Esmeralda) hasta la casa para ser atendida por un familiar médico. Ya sabemos, según la prensa de los países capitalistas y también de parte de los habitantes de estos países que nunca han vivido en la isla de Cuba ni conocido el comunismo más allá de la resonancia romántica de La República Española y la Guerra Civil, que la asistencia médica es óptima pero no sé por qué siempre es mejor una pequeña ayuda de mis amigos. Ignoraremos todavía la verdad radiográfica del dolor porque hasta el lunes siguiente no podremos hacer nada al respecto. Mientras, mi madrina se levantará penosa y dolorosamente del balance, poniendo eso tan cubano que llaman “el grito en el cielo”.

Esa noche barruntará tormenta, pero a pesar de ello yo me iré al cine. Caminaré San Ramón abajo y a través de otros callejones llegaré al cine América donde veré una película que nunca más recordaré. Al salir, dada la amenazadora imagen que presentará el cielo, decidiré esperar el autobús que, incomprensiblemente, tardará horas en llegar.

Mientras tanto, mi padre escuchará Radio Nacional de España en el comedor, pero estará inquieto, muy inquieto, y a cada rato vendrá a la saleta para preguntar una y otra vez “¿Dónde fue el muchacho?” (raramente me llamaba por mi nombre), cuándo volverá, por qué tuvo que salir en noche así... Mi madre se enfadará un tanto por la insistencia de las preguntas y por lo que parecerá entonces una absurda preocupación.

Luego pasará un rato en que mi padre esté por el comedor y mi madre y mi tía (madrina) estén sentadas en los balances de la saleta. Mi madre le llamará desde allí y él no responderá. Finalmente se levantará e irá al comedor, separado de la sala de la casa por un largo pasillo lleno de aromas de flores. Yo todavía estaré obstinadamente esperando el autobús frente al cine América porque sí, algunas veces uno se obsesionaba con vencer el destino político que nos hacía iguales a todos.

Mi madre le encontrará sentado en una silla y recostado contra el aparador donde estaba el radio. Los brazos haciendo un cojín donde reposar la frente. Ella le llamará varias veces y no tendrá respuesta. Entonces le tocará y se dará cuenta que ya está muerto. No podrá separarse de su lado entonces temiendo que el cuerpo caiga al suelo. Gritará a su hermana, sin explicarle lo que sucede, para que por la ventana se ponga a dar voces a los vecinos. Mi madrina por fin oirá lo que le dice y desde la ventana, siempre abierta todavía a esa hora de la noche, se pondrá a repetir los nombres de las vecinas más cercanas. No se les ocurre mencionar el de un hombre; por lo visto, la muerte de un marido es un asunto de mujeres.

Por fin la escuchará alguien y comenzará a acudir la gente. Llegarán algunos hombres y llevarán el cuerpo templado hasta el lecho, y por fin llegará Emilia Espinosa, nuestra casi santa de la cuadra, y las tres mujeres se dispondrán a asear el cuerpo, como para desprenderlo del sudor maloliente de la existencia y del trópico, y le vestirán con uno de sus mejores trajes, de aquellos que el comunismo había prohibido usar por considerarlos “un vestigio burgués del pasado.”

La casa se irá llenando de más y más personas, incluso desconocidas, y así me encontraré la sala y la saleta, después de mi retorno en “guagua” y pasar el primer aviso que me dará Ana María Peón al saludarla en su puerta con un acostumbrado “Annie”, y dejar atrás el segundo aviso, que me dará Belén llorando en su portal: “corre, Davi, que tu padre se ha muerto.” Ya desde la esquina anterior me extrañará la lámpara de la calle encendida y la excesiva luz que salía por la puerta y la ventana abiertas, y entonces cruzaré la calle corriendo para encontrarme con miradas que me miran con sorpresa y expectación.

Yo seguiré hasta la habitación de mis padres (la primera), aturdido por aquel silencio, mientras me interceptan Emilia y mi madre. Entraré a la habitación y me pararé contra la luna del escaparate. En el espejo enorme de la cómoda, al otro lado de la cama, veré los rostros de vecinos y curiosos. Alguien dirá que hay que llamar al forense. Creo que llamaré por teléfono —somos de los antiguos burgueses privilegiados y asquerosos gusanos que desde los años 50 teníamos teléfono en casa— y me negarán el servicio. No quedará más remedio que irse a urgencias del hospital más cercano, y mi madre insta, casi obliga a un vecino para que me acompañe. Recuerdo que tendremos que hacer una cola para el taxi en la Ferro-Ómnibus de la Avda. Finlay porque en las razones que por entonces se contemplaban para requerir un taxi a domicilio no se incluía aquel servicio. Aquel servicio que yo tampoco sabía explicar muy bien, pues siempre había que dar como una justificación oficial o sellada por algún organismo, y ningún organismo había aún admitido la muerte de mi padre.

Por fin llegaremos al “Amalia Simoni” y para colmo de males veré que tengo que vérmelas con un médico de apellido Arredondo, antiguo compañero de estudios de Los Maristas (cualquier otro compañero de la infancia, Kike Agramonte, Arteaga, puede identificarlo fácilmente en la memoria) que, por razones que ignoro, además de obviarme, manifiestamente me rechazaba durante el tiempo posterior en que coincidieron nuestros estudios. Estará en compañía de una doctora joven, la sala de urgencias vacía, y yo tendré que esperar pacientemente —y con un estupor que aún me paraliza— que se jugaran a los chinos quién debía sacrificar su apacible noche de guardia para llevarle a casa a emitir el certificado de defunción. Desgraciadamente le tocará a él. Durante todo el tiempo haremos como si nunca hubiéramos compartido años en una misma aula.

Más tarde se trasladará el cuerpo a la funeraria y se velará toda la noche, como exige la tradición y el sentimiento. Ya en la funeraria por fin comenzará a descargar la tormenta. No parará hasta que al día siguiente comenzará a ser depositado el ataúd en la bóveda de los Lago en el cementerio de La Esmeralda.

Alguien, no sé quién, dirá entonces que cuando un hombre bueno muere, llueve mucho.

© 2009 David Lago González

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jueves, 9 de julio de 2009

El arte de usar sombrero

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Mi padre era un aldeano gallego que se hizo a sí mismo, desde la lejana Freituxe de vacas, heno y berzas hasta ser comerciante en "maderas preciosas y del país", pasando por unos inicios insulares como carbonero (vegetal) en los montes de Santa Lucía y terminando su vida activa como creador de trabajo y riqueza para los suyos y para otros en unas ciento y tantas hectáreas al sur de Camagüey. Sabía leer y escribir, pero sus cartas (comerciales) estaban plagadas de faltas de ortografía, que supongo habrán sido la burla de muchos empleaduchos de la banca. Usaba un borsalino.

No era gangster ni visitaba el Tropicana ni el Sans Souci. Pero usaba un borsalino, que incluso le sobrevivió. Nunca usó gorra, o cap, que por entonces se consideraba un aditamento de mal gusto, muy propio de americanos vulgares.

Ese sombrero era como su corona. Pero, religiosamente, cuando se sentaba a cualquier mesa, o nada más estar a cubierto, o al cruzarse con una dama en la calle, descubrirse era para él un signo elemental de educación.

-o-

Cada vez que en estos días he visto a ese personaje esperpéntico de Manuel Zedaya andando de foto en foto y saltando de televisión en televisión, con esa especie de sombrero Stetson de alto copete, como si tuviera una plataforma invertida en la cabeza, no puedo evitar recordar la elegancia de mi padre y su arte para usar el sombrero.

(C) 2009 David Lago González

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