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Mis padres en la casa de García Rouco 60, recién casados (1947)
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por mi padre
Mi padre —ya lo he dicho— era gallego. De una pequeña (y para mí, hermosa) aldea llamada Freituxe, en la provincia de Lugo. Era muy introvertido, y para mí (y también para mi madre) fue muchas veces un verdadero misterio. Nunca me enseñó a amar a España, nunca habló una sola palabra en gallego, salvo las que me contestaba cuando yo, siendo niño, lo sometía a un riguroso interrogatorio idiomático mientras comíamos o cenábamos. Nunca me aconsejó tampoco. Nunca se travistió de amigo: era mi padre. Y punto.
Pero muchas veces no hace falta recibir lecciones expresas para aprender. Y siendo como he sido siempre —“un espíritu de contradicción”—, resultó absolutamente beneficioso que no me “sugiriera” y mucho menos me “impusiera” respeto hacia las costumbres de su país de origen, eso que tantos llaman “patria”. Estoy seguro de que por esa razón comencé a querer a España. La libertad de quererla o negarla.
Llegó a Cuba en la bodega (3ra categoría) de un barco en 1916. Tenía entonces 18 años y supongo que no llegaría precisamente forrado de dinero. Para España era un emigrante, para Cuba un inmigrante. Tenía un gran sentido comercial, aunque comenzó desde el fondo de lo más bajo, que es por donde solemos empezar los emigrantes. Luego, con el paso de los años, llegó a ser una persona respetada como persona de negocio y como aquello otro que se llamaba “persona decente”. Antes de yo nacer, había pasado por la presidencia del Centro Gallego de Camagüey, según tengo entendido por informaciones familiares. Luego lo perdió absolutamente todo y terminó siendo mantenido por mi (tanto como mi madre, como la casa, como un tío paterno al que su hijo abandonó en la calle y se largó donde todavía, lamentablemente, vive simulando... eso: ser una persona decente). Cosas que pasan.
Mi padre nunca utilizaba las formas verbales y pronominales propias de España, ni siquiera en la intimidad. Utilizaba las del país donde estaba. Nunca jamás emitió ningún juicio que pudiera estar asociado al chauvinismo español y gallego. No tenía un acento marcada y cerradamente “galego”. Se adaptó al nuevo país, lo quería sin estrépitos de ninguna clase. Trataba muy correctamente a todo el mundo, incluso a los que no se lo merecían. De paso perdió bastante dinero dando y prestando a amigos que lo necesitaron en un momento determinado y que, durante la época de las vacas flacas, se redujeron a uno o dos, y eso porque insistió con ellos. Una vez, ya en los 70, quería que yo lo acompañara a hacer un recorrido por la zona de Santa Lucía monte porque había olvidado con exactitud a quiénes por allí había dejado dinero cuando las vacas gordas. Quería de todas formas aportar algo a la casa, al mantenimiento familiar, a no considerarse una carga para mí. Yo logré persuadirle de llevar a la práctica esa idea porque me parecía una humillación que se infligía, añadida a la que significaba para él que un hijo lo mantuviera.
El respeto que este gallego, mi padre, demostraba por Cuba, me parece que es lo que se llama INTEGRACIÓN. Desgraciadamente, muchos cubanos consideran que integrarse es una especie de traición, pero a muchos no les disgusta que se les considere “asilados políticos” ni tampoco recibir la pensión y las ayudas que prometen, dan y no dan (hay de todo) por tal condición. Y es entonces cuando piden solidaridad con nuestros problemas.
© 2010 David Lago González
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