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Dado que tengo dos vidas, como un incipiente gato, o como un cuarto de gato, en Cuba a los amantes (en el plano homosexual y lésbico) se les llamaba popularmente de una forma horrible: “compromiso”. Cierto grupo de personas preferíamos utilizar la palabra “amante”, a fin de cuentas eso es lo que éramos ya que compartir una misma casa era algo sumamente difícil, prácticamente imposible. Igual que un padre o una madre no son “amigos”; un amante, una amante, un marido, una mujer, compañero o compañera, tampoco lo eran, ni lo han sido para mí. La amistad es otra cosa, donde no interviene el sexo ni el respeto y el cariño filial. La amistad, por lo general, nos engrandece, o nos defrauda, pero no nos pierde, como lo puede hacer el sexo y el amor.
En mi vida he tenido varios amantes, y otros potenciales que se han perdido en las circunstancias.
En Cuba, la primera y última persona con la que me acosté se llamaba (o se llama) Sergio, y, entre idas y venidas, rupturas y reconciliaciones, cárceles y pases, duramos unos 13 años y terminamos el día anterior a partir de Camagüey. Me llevaba 7 años y cuando nos acostamos por primera vez yo era menor de edad y, aunque no sabía exactamente cuánto pasaría, sí sabía absolutamente lo que quería. Es una soberana tontería pensar que, porque no cumplimos la edad legal o la edad forense, no sabemos lo que nos gusta. Era un tipo bellísimo, de pasarela sin refinamiento. Nuestro “noviazgo” fue prolongado y algo morboso: llevábamos cuenta de los horarios en que él saldría de la fábrica Guarina y pasaría por frente a mi casa, y yo sabía los momentos en que tenía un receso en el trabajo tanto en el turno de la mañana como en el de tarde, así nos cruzábamos saludos y miradas. Y un día se decidió a hablarme con un pretexto tonto y falso, y al siguiente día me propuso salir juntos una noche. La noche llegó, y muchos años más tarde, escribí este poema:
TENIAS CATORCE AÑOS,
y el día a la sombra de los árboles.
En tu corazón, el torso labrado de Walt Whitman
escalaba el poniente llevando entre sus dientes una rosa de hierro;
y en mitad de la tarde, sus veintiún años paseaban con memoria intolerable
su fina sonrisa de espadachín que lucha contra la aurora de las calles sin regreso.
Eras, en el vértigo de la sangre, el reloj de la boca que arde,
el azar de una vaga palabra que alguien llamaba pecado,
y un cuerpo que se estrenaba en un nombre fugitivo.
Querías ser como el espejo que ignora el asombro de su rostro
y engaña con su espada el sueño de los jazmines.
Pero te atribulaba la tarde en su mitad cortada
por esa sonrisa que pasaba como una copa de imperturbable champaña, segura
en su paciencia de líquido que se bebe
y se agota en la sed de otra vertiente laberíntica.
Si los caminos no se hubieran cruzado en esa reyerta de falos
en la noche en que todos los arrabales se internaban en las sombras,
con sus trenes haciendo trepidar los cimientos de los túneles...
ah, amigo..., el fruto de los árboles habría caído en su madurez,
sin ruido ni escozores,
sobre el mantel dispuesto con sus cubiertos y sus platos en su sitio,
como manda el hombre en sus decretos.
Eso podrías haber pensado para ahorrarte la culpa,
pero más tarde o temprano el viejo Whitman
habría escrito sobre tu pecho sus versos con hojas de hierba.
No te arrepientas de lo vivido, jamás. ¿Por qué, para qué y para quién?
Lo vivido, bien vivido. Y déjalo estar así,
como una noche muy larga que todavía dura.
Pues no tendrías ahora aquélla: aquel cielo inolvidable
en que el mundo tenía veintiún años y la noche sólo catorce,
brillantes y alegres como las pepitas de una granada iluminándolo,
ni podrías regocijarte en este momento por aquel estupor de niño ante el universo.
Lo vivido, bien vivido: olvida el resto.
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Tiembla otra vez, torso desnudo, ante el recuerdo.
(Madrid, 1996. 14 de Febrero)
© 1996 David Lago González
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Verdaderamente nunca pensé que yo fuese importante para él, aunque soportase estoicamente mis rupturas de niño malcriado con un “A ver, ¿ya se te pasó?” La tarde en que nos vimos por última vez sacó de su chistera algo que tenía muy bien guardado durante años. Me dijo: “Nosotros no nos vamos a ver más. Te deseo lo mejor del mundo. Pero no me escribas porque no voy a contestar tus cartas. Hay algo que quiero decirte: durante todos estos años en que nos conocemos y estamos juntos, yo he recibido muchos rechazos y feas acciones de tu madre, que siempre ha creído que yo iba contra ti. Sé que eso es amor de madre, y nunca jamás he respondido a sus desprecios por respeto a ella y por amor a ti.”
Y en ese momento me dio la espalda y más nunca he vuelto a saber de él.
© 2010 David Lago González
3 comentarios:
Hermoso poema que me irradia a través de un espejo.
Y en ese momento me dio la espalda y más nunca he vuelto a saber de él.
Tenia que amarte mucho para fijar que jamas te responderia a una carta, con la certeza que haciendolo tu no le podrias olvidar..."qué fuerte" -esta expresion la traigo de Madrid-y como duele eso.
Hermoso poema, felicidad de sentirte poeta y hombre poco peturbado por una literatura contemporanea e isleña donde se habla de bibliotecas y referencias "terciarias" pero no se nombra la vivencia.
Un beso
Precioso David.
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