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Disfrutábamos tanto con aquellos libros que los comisarios políticos de la cultura cubana habían decidido que no debíamos leer para preservarnos —oh, pater nostrum— de cualquier desviación que pudieran ocasionarnos, que recuerdo aquella sensación como una de las mayores alegrías que nos estaba destinada (no permitida) en las Islas Desafortunadas. Unas veces venían a través de Fefa la bibliotecaria (pueda ya decir su apodo: hace años que murió), y otras, de diversas formas y manos. Saul Below, Mijail Bulgakov, Mario Vargas Llosa, Guillermo Cabrera Infante... la lista era amplia, y contradictoria. Cada libro se convertía en tema de conversación para una semana o más recordando pasajes, frases, situaciones que se asimilaban a las nuestras.
No recuerdo cómo, o si lo tenía alguna persona muy cercana, pero hubo un tiempo en que se me hacía fácil tener acceso a “La tía Julia y el escribidor”, de Mario Vargas Llosa. Ahora que la tía Julia ha muerto en la vida real, se me han avivado estos recuerdos y otros posteriores. Me he reído a mares con ese libro. Se convirtió en una especie de prozac literario que me levantaba el ánimo cada vez que éste caía (¡con tanta frecuencia!), me infundía fuerzas y anomalías cerebrales como el sueño americano, y, aunque suena ridículo, hasta soñaba alguna vez que alguna otra vez yo llegaría a París, o a cualquier otro sitio medianamente civilizado, y me pasaría lo mismo que a Varguitas: completaría el círculo del creador.
Su obra maestra, “Conversación en La Catedral”, fue devorada por mí con tanta satisfacción como la que puede sentir un vampiro al encontrar un cuello hermoso, o la que puede dar al hombre lobo un cambio climático que prolongue indefinidamente las noches de luna llena. Estaba yo leyendo, acostado en la cama de mis padres (no sé por qué razón), en el momento y lugar en que llego a aquel punto álgido que desvela, con la prontitud y poca importancia de un simple comentario entre los personajes del libro, todo el centro y razón de la trama. Y aquello, tan inesperado, tan insospechable, me hizo levitar sobre la cama con exclamaciones y estertores parecidos a los de una eyaculación gozosa, y empecé a decir en voz alta, muy alta, casi gritando: “¡Genial! ¡Genial! ¡Genial!”, tal es así que mi madre y unas amigas que estaban con ella sentadas en la saleta, vinieron corriendo a ver lo que me pasaba.
Lo único que me pasaba era el incomparable placer de leer, que, en este caso, se acentuaba por lo prohibido.
Pasados los años, el escritor y yo coincidimos en Casa de América, creo que con ocasión del Homenaje a Gastón Baquero, recientemente fallecido por entonces, y en el que ambos participábamos. Pedí a varias personas ser presentado, pero no tuve éxito: al fin y al cabo yo no tenía credenciales de haber pertenecido a la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), organismo representativo de la cultura oficial cubana. De modo que yo, que iba preparado con mi atado de libritos publicados por Editorial Betania y por mí mismo en Ediciones Timbalito, logré salirle al paso mientras atravesaba el pasillo central del anfiteatro y, como un adolescente trémulo, le entregué mi paquetito. Sin mirarme, ni siquiera como a una cucaracha, ni siquiera como el escribidor Pedro Camacho miraba a los argentinos, tomó los libros y como una estatua que ¡oh! sorprendentemente habla, me dijo “Gracias.”
¿En que momento se jodió Varguitas?
© David Lago González
1 comentario:
David:
Gracias por este post. Sí, la lectura de libros prohibidos tiene un encanto que no pueden imaginar los que siempre fueron libres de leer lo que les viniera en gana. Brindo por "El Penthouse de Heriberto". Un abrazo,
Tersites
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