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lunes, 13 de diciembre de 2010

Leyendo en Wooster (domingo, 12 de diciembre de 2010) - “Memoria de Tony Judt”, de Antonio Muñóz Molina

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cafe

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Fue ayer, y ya me había cogido tarde para levantarme y hacer todas las abluciones matinales: hacer la cama; asearme y (terminar de) vestirme (a veces ya duermo con parte de lo que voy a usar al día siguiente, como José Mario); tomar pastillas primera fase-segunda y tercera acompañadas de zumo de grosellas negras o de granada, y un vaso de leche; revisar el inbox; echar un vistazo a las plantas y bajar corriendo las escaleras. Ah, abrir las contraventanas de los balcones. Por puro corrimiento horario y lumínico, en invierno (aunque aún no hemos llegado) me cuesta muchísimo más levantarme temprano.

Ya el Rastro estaba en pleno rendimiento. Yo me escurro, literalmente, por una senda que transcurre por detrás de los tenderetes para evitar al populacho y los turistas que a esa hora transitan más lentos de lo acostumbrado. Alcanzo el quiosco, compro El País y sigo a Wooster.

Habían casi ocupado mi rincón de lectura y solamente me habían dejado opción entre dos mesas que estaban ocupadas por viciosos fumadores, a los que espero que la nueva Ministra de Sanidad, Miss Pajín, les corte las manos tipo Irán y Mesopotamia en cuanto inflijan la ley anti-tabaco a partir del 2 de enero del inminente año nuevo. Así que tuve que moverme hacia otra mesa. Casi tuve que correr porque venía a uno acercarse peligrosamente con su taza de café con leche y su tortell, y a partir de esa mesa y hacia el fondo estaba lleno, tanto de gente como de humo de tabaco. De modo que casi me abalancé contra la fórmica blanca, recordando aquella frase-happening de Reinaldo Arenas (¿era de Reinaldo o de Delfín?) “¡De plástico, sí, dos pares! –dijo la loca abalanzándose contra el mostrador de la tienda.” Y me senté.

Apareció Bárbara, que es actriz y mientras tanto camarera emergente y sueña con viajar a todas partes, confirmó mi desayuno y me lo fue trayendo.

Periódico del domingo, suplemento dominical, y el Babelia, que el día anterior no había tenido tiempo de leerme. Nada, pura mierda. Ya es más apropiado decir “voy a comprar el WikiLeaks” que “voy a comprar El País.” Pero, por suerte, en Babelia Antonio Muñóz Molina me reservaba un excelente, magnífico artículo sobre Tony Judt, y reflexiones anejas o derivadas. Leer por la mañana a alguien que escribe tan bien compensa el desconocer cómo se va a desarrollar el resto del día. Aquí les dejo, pues, con estos señores.

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REPORTAJE: IDA Y VUELTA

Memoria de Tony Judt

ANTONIO MUÑOZ MOLINA 11/12/2010

http://www.elpais.com/articulo/portada/Tony_Judt/Memoria/Tony/Judt/elpepuculbab/20101211elpbabpor_7/Tes

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Tony Judt era apasionado y a la vez escéptico y no se callaba nunca. Creía apasionadamente y al mismo tiempo en el albedrío y la responsabilidad individual y en la solidez de un Estado democrático capaz de proveer servicios fundamentales y garantizar el imperio de la ley. Dedicó páginas y páginas a denunciar el sectarismo y la ceguera de esa parte de la izquierda europea que se negaba a despertar de su romance con las dictaduras comunistas, pero se opuso con igual contundencia a los nuevos fundamentalistas del mercado y a los entusiastas de las nuevas guerras imperiales emprendidas por George W. Bush, su aliado Tony Blair y otros comparsas de menor cuantía, aunque de idéntica soberbia.

Pertenecía a esa magnífica escuela inglesa que combina el rigor de los hechos con la claridad de exposición

Hay personas que pasan sin dificultad del dogmatismo de izquierda al de derecha, de creer que la Historia tiene una dirección indudable que lleva a la sociedad comunista perfecta a creer que a donde lleva esa dirección es a una sociedad capitalista perfecta. Tony Judt, que pudo llegar a la universidad de Cambridge gracias a los avances igualitarios traídos por el laborismo de posguerra, fue toda su vida un defensor de la socialdemocracia europea. Se definía a sí mismo como un "socialdemócrata universalista". Pero era muy consciente de la singularidad de su propio origen, y de la mezcla de sus identidades parciales: era inglés, hijo de padres emigrantes judíos, cada uno de una esquina de Europa; era judío pero carecía de convicciones religiosas; muy joven abrazó el sionismo de izquierdas y se fue a Israel a trabajar en un kibutz, pero salió de allí vacunado contra las obsesiones ideológicas e identitarias. Entre sus compañeros estudiantes en Cambridge, muchos de ellos hijos de la clase dirigente británica, era un advenedizo. En Inglaterra, el origen de sus padres, las comidas que se cocinaban y las lenguas que se hablaban en las reuniones familiares le daban de antemano un matiz europeo; viajó a París para estudiar en la reverenciada École Normale Superieure, y los intelectuales franceses a los que vio de cerca -Sartre, Althusser, Foucault, Kristeva, Lacan, Beauvoir- le inspiraron mucha menos admiración que escepticismo, cuando no un abierto sarcasmo.

Nadie menos pomposo o palabrero, menos gurú a la manera francesa que Tony Judt. Y esa misma ironía, esa desconfianza hacia las grandes nebulosidades teóricas que iban a cubrir durante décadas el estudio universitario de las humanidades, también le confirmaron en su posición de rareza cuando se marchó a dar clases a Estados Unidos.

Como historiador, pertenecía a esa magnífica escuela inglesa que combina el rigor de los hechos, la claridad de exposición y el impulso narrativo. Pero esos valores se volvían cada vez más sospechosos, según arreciaba en las universidades la moda de la Teoría, del Discurso, de la jerga intraspasable convertida en lenguaje canónico. Como no se callaba nunca, no dejó nunca de ganarse enemigos. Era un radical de los años sesenta al que en los noventa sus colegas universitarios miraban de soslayo como a un conservador. Era un judío que por criticar la política israelí y proponer que Israel se convirtiera en un estado binacional no basado en pertenencias étnicas o religiosas fue acusado de antisemitismo y de traición, expulsado de revistas en las que colaboraba, sometido a boicot cuando daba conferencias. Desconfiaba del excesivo poder de seducción de las ideas, y le gustaba repetir una cita de Camus: "Cada idea equivocada termina en un baño de sangre, pero siempre es la sangre de otros". A principios de los años ochenta, con el mismo entusiasmo vital con que lo emprendía todo, se puso a estudiar checo y empezó a interesarse por esa parte de Europa que los progresistas del oeste habían ignorado, incluso desdeñado, la Europa central alejada en nuestras imaginaciones hacia los confines de lo inexistente, territorio nebuloso de novelas de espías y de disidentes que no nos inspiraban ninguna confianza y a los que no dábamos ningún crédito, si es que nos enterábamos de sus nombres. Sobre su conocimiento de ese corazón de Europa segregado por la guerra fría Tony Judt levantó el mayor de sus libros, el de más amplitud y riqueza, Postwar, la narración formidable de la historia del continente que resurgió de sus ruinas a partir de 1945: el despegue económico y el ajuste de cuentas o la acomodación con el pasado innombrable; la voluntad gradual de ir estableciendo una unión europea; la desgracia de los países que nada más librarse del nazismo cayeron en manos de los ocupantes soviéticos; la irrupción de lo imposible en 1989, la caída del muro de Berlín y de un orden internacional que parecía establecido para siempre.

No se calló ni cuando la enfermedad se iba apoderando de su cuerpo, paralizándolo poco a poco, músculo a músculo, miembro a miembro. Decía que era como vivir en una celda que se iba achicando cada día unos pocos centímetros. Prisionero en su cuerpo inerte, condenado a noches enteras de insomnio inmóvil, descubrió que su único consuelo era reconstruir meticulosamente sus recuerdos. Cuando estaba sano había investigado en archivos y hemerotecas, entrevistado a testigos, elaborado detalle a detalle el relato del siglo XX en Europa, con ese talento peculiar que necesita un historiador para imaginar las cosas exactamente como fueron. Ahora el objetivo único de su investigación era él mismo, y el único archivo que estaba a su alcance era el de su propia memoria. Sabía que no le quedaba mucho tiempo; también que antes de que se le acabara la lucidez habría perdido el uso del habla, y se vería reducido a un monólogo silencioso con sus propios fantasmas. Administró sus fuerzas: recordaba vívidamente un episodio, una época, un lugar, a lo largo de la noche, y al día siguiente dictaba cada vez con más dificultad lo que había imaginado.

No podían ser textos muy largos: la intensidad, la precisión, la inevitable fatiga, imponían el límite de unas pocas páginas. Le gustaba concentrarse en una sola experiencia y revivirla en cada uno de sus pormenores. Atado a la cama, con una sensación permanente de frío, con un tubo de plástico en la nariz que le permitía respirar, volvía a un pequeño hotel de Suiza al que había ido de vacaciones con sus padres en algún invierno de la infancia: de nuevo subía los peldaños de la entrada; recorría el pasillo; imaginaba el sonido de los pasos sobre la madera y el olor a sábanas limpias de las habitaciones; por una ventana abierta veía un paisaje de laderas nevadas y respiraba el aire helado y limpio. De ese recuerdo viene el título del libro póstumo que acaba de publicarse, The Memory Chalet.

Ideando el libro, dictándolo en los meses últimos de su vida, Tony Judt logró una escapatoria conjetural de aquella celda cada vez más estrecha en que se convertía su cuerpo. Viajó de nuevo con dieciséis años en un carguero por el mar del Norte. Otra vez caminó por las calles de Londres en las que había sido niño. Atravesó en coche por primera vez toda la amplitud desconocida y prometedora de Estados Unidos. Al final quiso estar en una pequeña estación ferroviaria, en Suiza, esperando en paz la llegada de un tren.

Tony Judt. Algo va mal. Traducción de Belén Urrutia. Taurus. Madrid, 2010. 256 páginas. 19 euros.

antoniomuñozmolina.es

martes, 2 de noviembre de 2010

LADISLAO AGUADO - Una lectura a día de hoy de la socialdemocracia*

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El pasado 6 de agosto, murió en New York, a los sesenta y dos años, el profesor, historiador y ensayista inglés Tony Judt. En 2008 le habían diagnosticado una esclerosis lateral amiotrófica y a partir de octubre de 2009 quedó paralizado del cuello hacia abajo. Sin embargo, auxiliado por un grupo de colaboradores, redactó el libro que terminaría convirtiéndose en su testamento social, Algo va mal.

De Tony Judt había leído tres admirables ensayos, Sobre el olvidado siglo XX, Pasado imperfecto: los intelectuales franceses 1944-1956, y sobre todo, más de dos veces, Postguerra: Una historia de Europa desde 1945, considerado uno de los diez mejores libros de 2005, por la New York Times Book Review, Premio Council on Foreign Relations «Arthur Ross», y finalista del Premio Pulitzer. Pero, tal vez, la cercanía del final, hizo que Judt acelerara sus conclusiones y al escribir Algo va mal convocara a una lectura de lo que podría ser el siglo XXI, a partir de ese tránsito que él conocía tan bien, desde la socialdemocracia que gobernó a Europa desde 1945 y que creó las conocidas nuevas naciones del bienestar, hasta la crisis financiera de 2008, cuyas consecuencias aún perviven en buena parte de ese mundo occidental, sobre el que Tony Judt guarda tantas dudas.

«Hay algo profundamente erróneo en la forma en que vivimos hoy. Durante treinta años hemos hecho una virtud de la búsqueda del beneficio material: de hecho, esta búsqueda es todo lo que queda de nuestro sentido de un propósito colectivo. Sabemos qué cuestan las cosas, pero no tenemos idea de lo que valen. Ya no nos preguntamos sobre un acto legislativo o un pronunciamiento judicial: ¿es legítimo? ¿Es ecuánime? ¿Es justo? ¿Es correcto? ¿Va a contribuir a mejorar la sociedad o el mundo? Éstos solían ser los interrogantes políticos, incluso si las respuestas no eran fáciles. [...]

El estilo materialista y egoísta de la vida contemporánea no es inherente a la condición humana. Gran parte de lo que hoy nos parece "natural" data de la época de 1980: la obsesión por la creación de riqueza, el culto a la privatización y el sector privado, las crecientes diferencias entre ricos y pobres. Y, sobre todo, la retórica que los acompaña: una admiración acrítica por los mercados no regulados, el desprecio por el sector público, la ilusión del crecimiento infinito».

Así comienza el libro y a estos postulados nos enfrentamos. El nuevo siglo XXI es el siglo donde la izquierda, tras el colapso del socialismo, ha perdido la narración que la justificaba y, por tanto, ha dado paso a una acción que, si bien antes tenía un presente erróneo, pero capaz de conducir hacia un futuro acertado, ahora sólo consigue describirse en un pasado que relata su ineficacia.

Tras la caída del Muro de Berlín, se cerraba una época en que aún era posible creer que la historia avanzaba en sentidos predecibles, y el comunismo, como parte de ella, trazaba su propia trayectoria. Y no discutimos ahora si errada o no, que lo era. Más bien se trataba de algo parecido a una fe. Es decir, la izquierda internacional basaba su fundamento en esa última posibilidad, mucho después de 1956 y 1968, de reencontrar el camino, la vía más alejada de los hombres que ejercían los dictámenes (decían que comunistas) en cada país, y que conectaba con algunos de los principios de la socialdemocracia en el poder.

«Una característica especialmente importante de esta ilusión fue el duradero atractivo del marxismo. Mucho tiempo después de que los pronósticos de Marx hubieran perdido toda pertinencia para la realidad, numerosos socialdemócratas, además de los comunistas, seguían insistiendo -aunque sólo fuera pro forma- en su fidelidad al Maestro. Esta lealtad proporcionaba a la izquierda política mayoritaria un vocabulario y unos principios doctrinales seguros, pero la privaba de respuestas políticas prácticas a los dilemas del mundo real».

Por tanto, era predecible que, a partir del fin del comunismo, «por pervertida que fuera la variante moscovita», el efecto que trajo consigo mermó la capacidad política socialdemócrata. En aquellos países europeos portadores del estandarte del bienestar, así como tras las notables obras y reformas públicas aplicadas en los Estados Unidos, esos cuerpos de gobierno quedaban huérfanos de una razón ideológica sobre la que validar sus actos.

La izquierda se convertía así en su propia víctima, la falta de narración apuntalada en la historia un creaba un vacío, algo parecido a la calma en el ojo del ciclón. La socialdemocracia que terminaba el siglo XX tenía el claro aspecto de un fantasma.

Pero para Tony Judt sus alternativas, lejos de conducirnos hacia una mejora de las condiciones del hombre, tal y como lo plantea al comienzo de su libro, han agravado las diferencias y sólo han conseguido acrecentar una individualidad ajena al pensamiento social de la especie. De una opción sociopolítico y de la otra, «todo lo que queda es política: la política del interés, la política de la envidia, la política de la reelección. Sin idealismo, la política se reduce a una forma de contabilidad social, a la administración cotidiana de personas y cosas».

Y bajo tal fenómeno, si algo anuncia Tony Judt tras estas palabras, es la aparición del cadáver insepulto de la socialdemocracia y con él, del fin de medio siglo de experiencias igualitarias, en países que, como Alemania, venían de los peores años de su historia. Porque ahora mismo, ¿dónde encontrar ese idealismo capaz de volver a argumentar el futuro? ¿Dónde?

La experiencia en los países poscomunistas tampoco ha sido una lección a tener en cuenta. Quienes conocemos de primera mano la evolución de las sociedades en Europa del Este, conseguimos advertir que, aunque mucho más aliviadas ahora, las diferencias sociales siguen siendo notables. Y las medidas de compensación, insuficientes. La ansiedad de bienestar acumulada durante décadas, aguardaba tras la ideología para aparecer, quizás, como la peor seña de cambio social.

Tony Judt plantea una de las preguntas más inquietantes que encontrado en mis lecturas sociopolíticas. ¿Qué hacer frente al suceso poscomunista, frente a los procesos de tránsito de una dictadura hacia lo que debería convertirse un estado democrático, si fallan en él las propias estructuras de esa democracia?

«Pero, ¿por qué habría de parecernos que contemplar cómo unos codiciosos empresarios salen enriquecidos del derrumbamiento de un Estado autoritario es mucho mejor que el propio autoritarismo? Ambas situaciones sugieren que algo falla seriamente en nuestra sociedad. La libertad es la libertad. Pero si conduce a la desigualdad, la pobreza y el cinismo, deberíamos decirlo con claridad en vez de ocultarlo bajo la alfombra en nombre del triunfo de la libertad sobre la opresión».

Sin embargo, el problema socialdemócrata tiene también un origen económico, y un origen de clases. La ampliación de la clase media, tan importante y necesaria para el funcionamiento económico y democrático de una sociedad, crearon a su vez, una disyunción en las alianzas sociales sobre las cuales estaba basada buena parte de las políticas desarrolladas durante la segunda mitad del siglo XX. Los desplazamientos de esa amplia clase media hacia el centro del panorama político y la reconversión de los antiguos trabajadores de cuello azul, en miembros de facto de su otrora clase antagonista, han creado un estado de protesta, de inconformidad, por las tributaciones progresivas, el amparo social y las políticas de cobijo de los otros. El olvido de las propuestas iniciales de la socialdemocracia, como también, de los orígenes de los beneficios adquiridos por la clase media, ha hecho imposible la perdurabilidad del estado del bienestar como fenómeno social.

Ahora bien, entendido el fracaso ideológico y el fracaso económico, ¿qué hacer?, se pregunta Tony Judt, con las mismas palabras empleadas por Lenin en 1902.

«Hoy afrontamos dos dilemas prácticos. El primero puede describirse sucintamente como la vuelta de la 'cuestión social'. [...] La pobreza -tanto medida por la mortalidad infantil, la esperanza de vida, el acceso a la medicina y un empleo regular como por la simple imposibilidad de adquirir los productos básicos- no ha dejado de aumentar desde los años setenta en los Estados Unidos y casi en cualquier otro país que haya seguido su modelo económico. Las patologías de la desigualdad y la pobreza -la delincuencia, el alcoholismo, la violencia y los trastornos mentales- se han multiplicado proporcionalmente. Nuestros antepasados eduardianos habrían reconocido de inmediato los síntomas de la disfunción social. La cuestión social vuelve a estar en la agenda».

«El segundo dilema que afrontamos se refiere a las consecuencias sociales del cambio tecnológico. [...] Los trabajos no cualificados y semicualificados están desapareciendo rápidamente no sólo debido a la producción robotizada o mecanizada, sino a que la globalización del mercado de trabajo favorece a las economías más represivas y de salarios más bajos (China sobre todo) en detrimento de las sociedades avanzadas y más igualitarias de Occidente. [...] El desempleo masivo -que en el pasado se consideró una patología de economías mal gestionadas- está empezando a parecer una característica endémica de las sociedades avanzadas. A lo máximo que podemos aspirar es al 'subempleo': hombres y mujeres trabajan a tiempo parcial y aceptan empleos por debajo de su cualificación o bien el tipo de trabajo no cualificado que tradicionalmente era para jóvenes e inmigrantes».

Visto a través de sus propias palabras, los países desarrollados, a la par que procuran desentenderse de las cuantías notables de sus prestaciones sociales, dejando éstas en la capacidad resolutiva de cada individuo y en estructuras privadas que las posibiliten, y por tanto, las rentabilicen (haciéndolas por tanto, tan descompensadas como un plan de jubilación contratado a un banco, o el seguro médico contratado a una compañía privada), abandonan, de hecho, y por el mismo mecanismo económico, las siempre insuficientes ayudas al desarrollo, al tiempo que acentúan la polaridad no sólo en sus ámbitos nacionales, sino, también, mundial.

En pocas décadas, según Tony Jundt, podría olvidarse una cuestión que define el más tradicional pensamiento de la socialdemocracia. Y cita al reformador inglés William Beveridge: «al describir y abordar los 'problemas sociales' se corre el riesgo de reducirlos a cosas como la 'bebida' o la necesidad de 'caridad'. El verdadero problema para Beveridge tanto como para nosotros, es "algo más general, simplemente la cuestión de en qué circunstancias pueden los hombres en conjunto vivir de forma que merezca la pena"».

Por otro lado, su versión de una polarización del mundo laboral posee, no hay por qué negarlo, cierto tinte de ciencia ficción. Pero es una lástima que esta fantasía cobre por momentos relumbres de una historia muy real. Podríamos estar asistiendo a una división tecnológica del trabajo y por tanto, a un desplazamiento de un excedente poblacional no cualificado, pero ciudadano del primer mundo.

No deja de ser una fantasía, ya lo he dicho, pero tampoco es difícil suponer, tal y como sucede en la India o China, que se produzca en los países en desarrollo una concentración de mano de obra semicualificada, que producirá no sólo para los países desarrollados y con un alto poder adquisitivo, sino también, para sí mismos. La única manera que encuentro de explicar esa marejada de artículos baratos y de pésima calidad que en las últimas dos décadas han ocupado los mercados de pobres del mundo. Producir baratijas y simulacros de objetos y prendas de lujo también necesita del concurso de una abundante mano de obra, sobre todo de esa mano de obra semicualificada que, según Tony Judt, ya existe como excedente en el primer mundo. ¿Podríamos pensar en una emigración de ciudadanos europeos y norteamericanos hacia las grandes factorías del planeta?

«La apertura de China y otras economías asiáticas no ha hecho más que transferir la producción industrial de las zonas de salarios altos a las de salarios bajos. China (como muchos otros países en desarrollo) no sólo es un país de salarios bajos: también, y sobre todo, es un país de 'derechos bajos'. Y es la falta de derechos lo que mantiene los salarios bajos y seguirá haciéndolo durante algún tiempo, al tiempo que rebaja los derechos de los trabajadores de los países con los que China compite. El capitalismo chino, lejos de liberalizar las condiciones de las masas, contribuye aún más a su represión».

Ahora bien, para que estas opciones encuentren una solución menos literaria y por ende, dramática, quedaría por solucionar el principal problema que aqueja a la socialdemocracia contemporánea, «la nueva narración moral».

«La izquierda ha sido incapaz de responder de manera efectiva a la crisis financiera de 2008 -y, más en general, al rechazo del Estado en pro del Estado de las tres últimas décadas-. Sin una historia que contar, los socialdemócratas y sus socios liberales y democráticos han estado a la defensiva durante una generación, disculpándose por sus políticas y criticando sin ninguna convicción a sus oponentes. Incluso cuando sus programas son populares, les resulta difícil defenderlos contra las acusaciones de incontinencia presupuestaria o de intromisión gubernamental. [...] Ya no hay lugar para la gran narración al viejo estilo: una teoría exhaustiva en la que todo tiene cabida. Tampoco podemos buscar refugio en la religión: con independencia de lo que pensemos de las historias de los designios de Dios y Sus expectativas respecto a los hombres, el hecho es que no podemos redescubrir el reino de la fe».

Para Tony Judt va quedando un camino a esa socialdemocracia, un camino que parte del ideario colectivo, de un consenso, por ejemplo, entre crecimiento económico y la preservación del medio ambiente, de la compensación social y un límite a la obtención ininterrumpida de riqueza. «Para la mayoría de las personas casi nunca basta con decir que algo nos beneficia materialmente o no. Para convencer a los otros de que algo es correcto o erróneo, necesitamos un lenguaje de fines, no de medios. No hace falta que creamos que nuestros objetivos tienen buenas posibilidades de alcanzarse. Pero sí hemos de creer en ellos».

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Puede escribirle al autor a: ladislaoaguado[arroba]otrolunes.com

© Ladislao Aguado

*Artículo originariamente editado por la revista digital El Otro Lunes y publicado en El Penthouse por cortesía de su autor.