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El pasado 6 de agosto, murió en New York, a los sesenta y dos años, el profesor, historiador y ensayista inglés Tony Judt. En 2008 le habían diagnosticado una esclerosis lateral amiotrófica y a partir de octubre de 2009 quedó paralizado del cuello hacia abajo. Sin embargo, auxiliado por un grupo de colaboradores, redactó el libro que terminaría convirtiéndose en su testamento social, Algo va mal.
De Tony Judt había leído tres admirables ensayos, Sobre el olvidado siglo XX, Pasado imperfecto: los intelectuales franceses 1944-1956, y sobre todo, más de dos veces, Postguerra: Una historia de Europa desde 1945, considerado uno de los diez mejores libros de 2005, por la New York Times Book Review, Premio Council on Foreign Relations «Arthur Ross», y finalista del Premio Pulitzer. Pero, tal vez, la cercanía del final, hizo que Judt acelerara sus conclusiones y al escribir Algo va mal convocara a una lectura de lo que podría ser el siglo XXI, a partir de ese tránsito que él conocía tan bien, desde la socialdemocracia que gobernó a Europa desde 1945 y que creó las conocidas nuevas naciones del bienestar, hasta la crisis financiera de 2008, cuyas consecuencias aún perviven en buena parte de ese mundo occidental, sobre el que Tony Judt guarda tantas dudas.
«Hay algo profundamente erróneo en la forma en que vivimos hoy. Durante treinta años hemos hecho una virtud de la búsqueda del beneficio material: de hecho, esta búsqueda es todo lo que queda de nuestro sentido de un propósito colectivo. Sabemos qué cuestan las cosas, pero no tenemos idea de lo que valen. Ya no nos preguntamos sobre un acto legislativo o un pronunciamiento judicial: ¿es legítimo? ¿Es ecuánime? ¿Es justo? ¿Es correcto? ¿Va a contribuir a mejorar la sociedad o el mundo? Éstos solían ser los interrogantes políticos, incluso si las respuestas no eran fáciles. [...]
El estilo materialista y egoísta de la vida contemporánea no es inherente a la condición humana. Gran parte de lo que hoy nos parece "natural" data de la época de 1980: la obsesión por la creación de riqueza, el culto a la privatización y el sector privado, las crecientes diferencias entre ricos y pobres. Y, sobre todo, la retórica que los acompaña: una admiración acrítica por los mercados no regulados, el desprecio por el sector público, la ilusión del crecimiento infinito».
Así comienza el libro y a estos postulados nos enfrentamos. El nuevo siglo XXI es el siglo donde la izquierda, tras el colapso del socialismo, ha perdido la narración que la justificaba y, por tanto, ha dado paso a una acción que, si bien antes tenía un presente erróneo, pero capaz de conducir hacia un futuro acertado, ahora sólo consigue describirse en un pasado que relata su ineficacia.
Tras la caída del Muro de Berlín, se cerraba una época en que aún era posible creer que la historia avanzaba en sentidos predecibles, y el comunismo, como parte de ella, trazaba su propia trayectoria. Y no discutimos ahora si errada o no, que lo era. Más bien se trataba de algo parecido a una fe. Es decir, la izquierda internacional basaba su fundamento en esa última posibilidad, mucho después de 1956 y 1968, de reencontrar el camino, la vía más alejada de los hombres que ejercían los dictámenes (decían que comunistas) en cada país, y que conectaba con algunos de los principios de la socialdemocracia en el poder.
«Una característica especialmente importante de esta ilusión fue el duradero atractivo del marxismo. Mucho tiempo después de que los pronósticos de Marx hubieran perdido toda pertinencia para la realidad, numerosos socialdemócratas, además de los comunistas, seguían insistiendo -aunque sólo fuera pro forma- en su fidelidad al Maestro. Esta lealtad proporcionaba a la izquierda política mayoritaria un vocabulario y unos principios doctrinales seguros, pero la privaba de respuestas políticas prácticas a los dilemas del mundo real».
Por tanto, era predecible que, a partir del fin del comunismo, «por pervertida que fuera la variante moscovita», el efecto que trajo consigo mermó la capacidad política socialdemócrata. En aquellos países europeos portadores del estandarte del bienestar, así como tras las notables obras y reformas públicas aplicadas en los Estados Unidos, esos cuerpos de gobierno quedaban huérfanos de una razón ideológica sobre la que validar sus actos.
La izquierda se convertía así en su propia víctima, la falta de narración apuntalada en la historia un creaba un vacío, algo parecido a la calma en el ojo del ciclón. La socialdemocracia que terminaba el siglo XX tenía el claro aspecto de un fantasma.
Pero para Tony Judt sus alternativas, lejos de conducirnos hacia una mejora de las condiciones del hombre, tal y como lo plantea al comienzo de su libro, han agravado las diferencias y sólo han conseguido acrecentar una individualidad ajena al pensamiento social de la especie. De una opción sociopolítico y de la otra, «todo lo que queda es política: la política del interés, la política de la envidia, la política de la reelección. Sin idealismo, la política se reduce a una forma de contabilidad social, a la administración cotidiana de personas y cosas».
Y bajo tal fenómeno, si algo anuncia Tony Judt tras estas palabras, es la aparición del cadáver insepulto de la socialdemocracia y con él, del fin de medio siglo de experiencias igualitarias, en países que, como Alemania, venían de los peores años de su historia. Porque ahora mismo, ¿dónde encontrar ese idealismo capaz de volver a argumentar el futuro? ¿Dónde?
La experiencia en los países poscomunistas tampoco ha sido una lección a tener en cuenta. Quienes conocemos de primera mano la evolución de las sociedades en Europa del Este, conseguimos advertir que, aunque mucho más aliviadas ahora, las diferencias sociales siguen siendo notables. Y las medidas de compensación, insuficientes. La ansiedad de bienestar acumulada durante décadas, aguardaba tras la ideología para aparecer, quizás, como la peor seña de cambio social.
Tony Judt plantea una de las preguntas más inquietantes que encontrado en mis lecturas sociopolíticas. ¿Qué hacer frente al suceso poscomunista, frente a los procesos de tránsito de una dictadura hacia lo que debería convertirse un estado democrático, si fallan en él las propias estructuras de esa democracia?
«Pero, ¿por qué habría de parecernos que contemplar cómo unos codiciosos empresarios salen enriquecidos del derrumbamiento de un Estado autoritario es mucho mejor que el propio autoritarismo? Ambas situaciones sugieren que algo falla seriamente en nuestra sociedad. La libertad es la libertad. Pero si conduce a la desigualdad, la pobreza y el cinismo, deberíamos decirlo con claridad en vez de ocultarlo bajo la alfombra en nombre del triunfo de la libertad sobre la opresión».
Sin embargo, el problema socialdemócrata tiene también un origen económico, y un origen de clases. La ampliación de la clase media, tan importante y necesaria para el funcionamiento económico y democrático de una sociedad, crearon a su vez, una disyunción en las alianzas sociales sobre las cuales estaba basada buena parte de las políticas desarrolladas durante la segunda mitad del siglo XX. Los desplazamientos de esa amplia clase media hacia el centro del panorama político y la reconversión de los antiguos trabajadores de cuello azul, en miembros de facto de su otrora clase antagonista, han creado un estado de protesta, de inconformidad, por las tributaciones progresivas, el amparo social y las políticas de cobijo de los otros. El olvido de las propuestas iniciales de la socialdemocracia, como también, de los orígenes de los beneficios adquiridos por la clase media, ha hecho imposible la perdurabilidad del estado del bienestar como fenómeno social.
Ahora bien, entendido el fracaso ideológico y el fracaso económico, ¿qué hacer?, se pregunta Tony Judt, con las mismas palabras empleadas por Lenin en 1902.
«Hoy afrontamos dos dilemas prácticos. El primero puede describirse sucintamente como la vuelta de la 'cuestión social'. [...] La pobreza -tanto medida por la mortalidad infantil, la esperanza de vida, el acceso a la medicina y un empleo regular como por la simple imposibilidad de adquirir los productos básicos- no ha dejado de aumentar desde los años setenta en los Estados Unidos y casi en cualquier otro país que haya seguido su modelo económico. Las patologías de la desigualdad y la pobreza -la delincuencia, el alcoholismo, la violencia y los trastornos mentales- se han multiplicado proporcionalmente. Nuestros antepasados eduardianos habrían reconocido de inmediato los síntomas de la disfunción social. La cuestión social vuelve a estar en la agenda».
«El segundo dilema que afrontamos se refiere a las consecuencias sociales del cambio tecnológico. [...] Los trabajos no cualificados y semicualificados están desapareciendo rápidamente no sólo debido a la producción robotizada o mecanizada, sino a que la globalización del mercado de trabajo favorece a las economías más represivas y de salarios más bajos (China sobre todo) en detrimento de las sociedades avanzadas y más igualitarias de Occidente. [...] El desempleo masivo -que en el pasado se consideró una patología de economías mal gestionadas- está empezando a parecer una característica endémica de las sociedades avanzadas. A lo máximo que podemos aspirar es al 'subempleo': hombres y mujeres trabajan a tiempo parcial y aceptan empleos por debajo de su cualificación o bien el tipo de trabajo no cualificado que tradicionalmente era para jóvenes e inmigrantes».
Visto a través de sus propias palabras, los países desarrollados, a la par que procuran desentenderse de las cuantías notables de sus prestaciones sociales, dejando éstas en la capacidad resolutiva de cada individuo y en estructuras privadas que las posibiliten, y por tanto, las rentabilicen (haciéndolas por tanto, tan descompensadas como un plan de jubilación contratado a un banco, o el seguro médico contratado a una compañía privada), abandonan, de hecho, y por el mismo mecanismo económico, las siempre insuficientes ayudas al desarrollo, al tiempo que acentúan la polaridad no sólo en sus ámbitos nacionales, sino, también, mundial.
En pocas décadas, según Tony Jundt, podría olvidarse una cuestión que define el más tradicional pensamiento de la socialdemocracia. Y cita al reformador inglés William Beveridge: «al describir y abordar los 'problemas sociales' se corre el riesgo de reducirlos a cosas como la 'bebida' o la necesidad de 'caridad'. El verdadero problema para Beveridge tanto como para nosotros, es "algo más general, simplemente la cuestión de en qué circunstancias pueden los hombres en conjunto vivir de forma que merezca la pena"».
Por otro lado, su versión de una polarización del mundo laboral posee, no hay por qué negarlo, cierto tinte de ciencia ficción. Pero es una lástima que esta fantasía cobre por momentos relumbres de una historia muy real. Podríamos estar asistiendo a una división tecnológica del trabajo y por tanto, a un desplazamiento de un excedente poblacional no cualificado, pero ciudadano del primer mundo.
No deja de ser una fantasía, ya lo he dicho, pero tampoco es difícil suponer, tal y como sucede en la India o China, que se produzca en los países en desarrollo una concentración de mano de obra semicualificada, que producirá no sólo para los países desarrollados y con un alto poder adquisitivo, sino también, para sí mismos. La única manera que encuentro de explicar esa marejada de artículos baratos y de pésima calidad que en las últimas dos décadas han ocupado los mercados de pobres del mundo. Producir baratijas y simulacros de objetos y prendas de lujo también necesita del concurso de una abundante mano de obra, sobre todo de esa mano de obra semicualificada que, según Tony Judt, ya existe como excedente en el primer mundo. ¿Podríamos pensar en una emigración de ciudadanos europeos y norteamericanos hacia las grandes factorías del planeta?
«La apertura de China y otras economías asiáticas no ha hecho más que transferir la producción industrial de las zonas de salarios altos a las de salarios bajos. China (como muchos otros países en desarrollo) no sólo es un país de salarios bajos: también, y sobre todo, es un país de 'derechos bajos'. Y es la falta de derechos lo que mantiene los salarios bajos y seguirá haciéndolo durante algún tiempo, al tiempo que rebaja los derechos de los trabajadores de los países con los que China compite. El capitalismo chino, lejos de liberalizar las condiciones de las masas, contribuye aún más a su represión».
Ahora bien, para que estas opciones encuentren una solución menos literaria y por ende, dramática, quedaría por solucionar el principal problema que aqueja a la socialdemocracia contemporánea, «la nueva narración moral».
«La izquierda ha sido incapaz de responder de manera efectiva a la crisis financiera de 2008 -y, más en general, al rechazo del Estado en pro del Estado de las tres últimas décadas-. Sin una historia que contar, los socialdemócratas y sus socios liberales y democráticos han estado a la defensiva durante una generación, disculpándose por sus políticas y criticando sin ninguna convicción a sus oponentes. Incluso cuando sus programas son populares, les resulta difícil defenderlos contra las acusaciones de incontinencia presupuestaria o de intromisión gubernamental. [...] Ya no hay lugar para la gran narración al viejo estilo: una teoría exhaustiva en la que todo tiene cabida. Tampoco podemos buscar refugio en la religión: con independencia de lo que pensemos de las historias de los designios de Dios y Sus expectativas respecto a los hombres, el hecho es que no podemos redescubrir el reino de la fe».
Para Tony Judt va quedando un camino a esa socialdemocracia, un camino que parte del ideario colectivo, de un consenso, por ejemplo, entre crecimiento económico y la preservación del medio ambiente, de la compensación social y un límite a la obtención ininterrumpida de riqueza. «Para la mayoría de las personas casi nunca basta con decir que algo nos beneficia materialmente o no. Para convencer a los otros de que algo es correcto o erróneo, necesitamos un lenguaje de fines, no de medios. No hace falta que creamos que nuestros objetivos tienen buenas posibilidades de alcanzarse. Pero sí hemos de creer en ellos».
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Puede escribirle al autor a: ladislaoaguado[arroba]otrolunes.com
© Ladislao Aguado
*Artículo originariamente editado por la revista digital El Otro Lunes y publicado en El Penthouse por cortesía de su autor.
1 comentario:
La socialdemocracia nos ha vendido siempre gato por liebre. El fascismo se enmascaró en la socialdemocracia de hecho.
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