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© Horst Friedrichs, Cactus Wood (undated)
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Para Roger Salas, a quien tomé prestado el personaje principal de esta historia para hacerla mía. Y a Maderita, en su cielo.
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No diré que lo conocí —como ahora dicen muchos—; ni que fuéramos amigos, ni nada parecido. Me tocó el privilegio de tratarle algún tiempo poco antes de su muerte. Digo tratarle en las dos acepciones que le conozco al término. En primer lugar como su médico de cabecera que me correspondió ser, y a partir de ahí en el sentido que comúnmente se le atribuye a esta palabra. Digo también sin que me quepan dudas, que se trató de un privilegio. Si se me permite… si usted me lo permite, teniente, diré más, que la cuestión no debería ir encaminada a preguntarse por qué, sino de qué otro modo habría podido ser.
Nos presentó un amigo de ambos preocupado por su estado de salud, cuando se hizo evidente que ésta se deterioraba por días. Tal vez fuera cosa del azar al que no se debe confundir con la imprevisión o las coincidencias. Sí, teniente. Confieso que yo también soy de esos... De los que creen en Algo, sí. ¡En el azar, sobre todo! En los destinos de las personas. Porque a mi ver cada persona tiene ya al nacer un destino trazado, como un esbozo al que cada cual le imprime su sello, le añade detalles, enriqueciéndolo, o bien se queda pasmado ante su contemplación más o menos consciente, mientras el cuadro se completa, con su complicidad o sin ella. Sí. Claro. ¡Inclusive usted! Créame que no está en mi ánimo provocarle, pero que usted no lo crea, o diga no creer, no cambia en nada el asunto, a lo sumo, la renuencia a creer y a actuar sobre el destino de cada uno, le dará un sesgo menos personal, más desatinado o descaminado, pero igual ha de cumplirse. (Perdóneme el exabrupto. Le prometo que no se repetirá. Al fin y al cabo éste sí que se trata del género de cosas que está al alcance de uno prometer). Pues bien, como le decía… Muchos de esos que aseguran haberlo conocido muy bien, más bien se refieren a la caricatura que de él hicieron por incomprensión del otro, de la totalidad humana de la persona que él era, o porque estaba escrito que tuviera que enfrentarse a dicha incomprensión para realizarse en su ser interno y privado.
«¡Ay, una maderita…!» Le habrán contado que era éste, o parecía ser, su santo y seña. Porque parecía que buscara y se tropezase en cualquier parte con un trozo de madera que debía aguardarlo allí. Él se inclinaba para recogerlo indefectiblemente, acompañando el gesto con aquella frase como si se tratara de un encuentro esperado, como si el trozo de madera desechada u olvidada pudiera a su vez reconocerse en la frase que la saludaba. Creo que hasta habría podido tratarse de un nombre bonito, si detrás no hubiera estado casi siempre la intención malsana, el propósito burlón que tanto predominan aquí!
¿Qué quiero decir?
Pues eso…, teniente. ¡Aquí! ¡Entre nosotros! O si prefiere, en el círculo de sus amigos y conocidos. No. No tiene otras implicaciones. ¿Por qué iba a tenerlas?
Hablo de nosotros. Claro, de los artistas y de los intelectuales y de la gente que pasa o se empeña en pasar por una u otra cosa. ¡Hay excepciones, naturalmente! Naturalmente. Pero tampoco abundan. ¡Sin dudas! ¡Claro! ¡Claro! Sí, como usted muy bien dice: «La Revolución hace constantemente esfuerzos extraordinarios por cambiar a la gente. La mentalidad de la gente». ¡Completamente de acuerdo, teniente! ¿Quién iba a poner en duda que así fuera? Pero confieso que soy muy pesimista. No. No. ¡Respecto a la gente en general! Sí. Seguramente tiene usted razón. Sin dudas: Es casi como una patología. Seguramente lo que ocurre es que leí a muy temprana edad los libros equivocados. A los niños y a los jóvenes hay que filtrarles las lecturas, dosificárselas, prohibírselas incluso. Usted seguramente estará de acuerdo conmigo en esto. ¡Hay que poner en sus manos sólo los buenos libros! Aquellos que no armen líos, como pudiera decirse.
Mi caso no tiene ya remedio. Y aunque a usted le parezca raro, la ciencia de la medicina tiene mucho de superstición, teniente, y los médicos, y los científicos, no siempre somos personas, ¿cómo le diré? ¡Científicas! Eso, científicas del todo. No, teniente, no diré que no hay nada de científico en la Ciencia, digo, lo que ya he dicho, que puede haber mucho de patraña, y a veces de oscurantismo en los mismos científicos, y por extensión… Sin ir más lejos… Yo, soy por mi entrenamiento. He sido entrenado tanto en las artes como en la ciencia. Soy de profesión médico, y de intención, artista. Es decir, vivo más o menos de escribir recetas, y lo que más me gusta hacer es pintar, y escribir. El de Maderita era un caso distinto. Estudió medicina, pero no llegó a hacerse médico. Estuvo a punto de recibirse, y de repente dio un gran salto en el vacío y entró a estudiar arquitectura. Terminó la carrera, pero nunca la ejerció. No pudo, o no quiso, y terminó como dibujante para varias empresas. ¡Se quemó! Eso decían de él cuando lo conocí. Lo decían por todo, por eso, y por lo de las maderitas.
Cuando lo conocí me dejó saber de inmediato que su nombre completo era Raúl Cuesta del Valle. ¡Vaya, hasta contaba ya al nacer con un nombre lo que se dice poético! Muy decimonónico y muy pasadito de moda, si uno quiere, pero nombre al fin de los que hubiera llevado muy orgullosamente uno de aquellos vates finiseculares. Al nombre añadió de inmediato una breve carta de presentación desde su cama de enfermo:
—Empeñoso constructor de sueños imposibles, y seguramente disparatados, doctor. —Esto dijo al estrecharme la mano—. Pintor de brocha gorda, y hasta flaca; attrezzo y modesto joyista.
Tal vez algo excéntrico, y sin dudas un poco deprimido. ¡Loco no! Sí. Me recibió en su lecho de enfermo. Eso, en la cama. No conseguía levantarse. Llevaba varios días sin poder hacerlo. Se mareaba. La habitación, todo alrededor suyo era… ¿cómo puedo decir para que usted me entienda, teniente? Un primor. Ésta era la impresión inmediata que uno recibía al penetrar en ella. ¡Una gema inconcebible! Una joyita en madera. Imposible de imaginar en su entorno, que ya entonces se venía abajo. Y él allí, en su habitáculo, según prefería llamarlo, mientras en torno se desmoronaba el edificio. Con su dosis de humor negro me dijo que así le llamaban en su jerga las avispas al colmenón que otros llamaban avispero. Aunque me ocupé lo mejor que supe de mi inesperado paciente, no había donde mirar alrededor que no fuera aquella labor minuciosa, paciente y exquisita salida de sus manos en una labor de años, de décadas sin duda alguna.
—Nunca he robado ni un clavo. —Proclamó con evidente orgullo—. Cosa que en este país debe constituir algo así como una hazaña.
Me limito a repetir sus palabras textuales, teniente. Yo ni quito, ni pongo. Claro que si lo prefiere… Lo que yo decía.
Todo aquello parecía sacado de un cuento de Aladino y la dichosa lámpara maravillosa, usted sabe, donde se trasladan de la noche a la mañana las habitaciones y los castillos vuelan por el aire para cambiar de asentamiento. Pero no era ésta labor de depredación y medro, sino de rescate y creación. Hasta los pilares de la cama estaban hechos de astillas y menudeo; de hallazgos y recosidos… Eso sí, con tal arte que hubieran sido piezas más aptas para un museo inusitado que para habitáculo alguno, aunque se diera bien con él. Filigranas, bajos y altos relieves, de trazos según fueran la madera, su color, su textura, su empleo. Conozco a un viejo ebanista que gozó de fama en su día, al que conseguí interesar y traer de visita durante una de las que hice al enfermo, que podría confirmar con mayor conocimiento y entusiasmo si es que cabe, esto que digo. Y la menor proeza, le dirá a usted, no habrá sido que las herramientas de que disponía el artífice eran poco menos que utensilios caseros a los que echaba mano en determinado momento para una aplicación que hubiera desconcertado e inhabilitado al más experto carpintero. Después del fuego, o del derrumbe en que acabó éste, alguno encontró unas chancletas de baño hechas de corcho, o de lo que parecía corcho, construidas con palillos. No sé de dónde pudo sacar él tantos palillos aquí que nunca se ha visto un palillo, ni de cuánto tiempo requirió para hacer estas chancletas que, no vaya a creer que eran simplemente eso que se dice, sino las más cómodas y elegantes que haya visto nunca antes.
De dónde procedía exactamente éste a quien usted llama sujeto, no sabría decirle, teniente. Tal vez haya alguno que lo sepa. No yo. Había llegado del interior en el sesenta y ocho, creo que del otro extremo del país. Buscaba hacer la capital, según me confesó, y regresar luego al lugar de donde había venido, no por especial devoción, sino porque allí quedaba su madre. Ésta murió de repente antes de que él pudiera regresar. Regresó brevemente entonces para los funerales. Su padre y él no se querían bien, o no se llevaban o ambas cosas. Fue éste un viaje de vuelta e ida, según decía. Luego ya no regresó nunca más al pueblo ni siquiera después de la muerte del padre, de la cual se enteró por unos parientes cuando ya había ocurrido hacía mucho. Cuando le pregunté de qué lugar se trataba me respondió con una cita más o menos fiel del Quijote, la novela de Cervantes. Sí ésa, la del flaco y el gordo.
—De un lugar de cuyo nombre no quiero ni acordarme, amigo mío…
Todavía traté, un poco desconsideradamente, de arrancarle esta confesión por medios indirectos. Fui sabiendo de donde no era.
—A mí me gusta mucho Camagüey —dije—. Allí estuve más de una vez al San Juan, cuando era un jovencito todavía.
—También a mí me gusta mucho la ciudad, aunque los Sanjuanes los conozco únicamente de referencias. Siempre quise ir, pero nunca coincidí allí con estas fiestas. Luego se acabaron también. ¿Con qué no se ha acabado aquí?
—Otra ciudad que es muy interesante y a mí me gusta mucho es Cienfuegos, aunque completamente diferente de Camagüey.
—Yo nunca estuve. Lo dejaremos ya para otra vida.
Como no me diera aún por vencido continué con mi repaso de los sitios que conocía o había visitado alguna vez, como si repasara la Guía de forasteros de la Isla de Cuba. Aguardaba, sin dudas, a que él dijera de repente, pues de ahí mismo soy yo. ¡Incógnita resuelta de una vez! Pero se trataba poco menos que de una cábala imposible, del lugar de cuyo nombre él había decidido ni acordarse más.
—Alguna vez estuve en Baracoa para visitar a unos amigos durante la fiesta del Tetí que allí se celebraba. ¡Muy animada! Pero lo más emotivo fue recorrer de ida y vuelta la famosa carretera de La Farola. Juré que nunca volvería si no era por mar.
—Hay muchos sitios de Cuba en los que nunca he estado. Es increíble, si te pones a pensar, lo poco que conocemos nuestro país los que en él nacimos.
Creo que entonces, teniente, abandoné mi descabellado propósito de arrancarle como una confesión el nombre del lugar exacto de donde venía.
El día antes del accidente… Eso, del siniestro…, del derrumbe o la catástrofe en que pereció Maderita… O en que se supone que haya perecido este amigo que hubiera llegado a ser, estuve a visitarlo como de costumbre. El tratamiento prescrito y la terapia habían conseguido arrancarlo de la cama. Eso, sí. Había vuelto a caminar. Conseguía desplazarse de una a otra habitación de las dos que constituían su casa con ayuda de unos andadores de metal que yo le había conseguido prestados, y que eran allí el único objeto incongruente y feo del entorno.
—Hasta que estés en condición de hacerte tú mismo unos que estén más a tono con el mobiliario —le había dicho al ponerlos en sus manos.
Lo consideró una broma de buen gusto.
—Mira tú —me respondió—. ¿Cómo no se me ocurrió a mí que algún día llegaría a necesitarlos? Todo no puede ser nutrir el espíritu, que el hombre también vive de pan, aunque sea metafórico.
Como le decía, teniente, yo sólo repito como un vocero, o un papagayo bien entrenado, para el caso.
Eso de que yo lo odiara, por supuesto, es falso. No importa quién sea ése que pueda haber declarado tal cosa. A semejante acusación qué podría yo oponerle. Pregúntele, eso sí, si de verdad conoció a Maderita. Indague, teniente. Verá que seguramente no lo conocía en persona. ¡Yo lo envidiaba, naturalmente! Envidiaba su obra, su incomparable talento que se derrochaba alrededor suyo sin alcance para ser apreciado, pero no de la manera pérfida conque se suele envidiar la prosperidad o la buena suerte de los demás. Habría querido disponer de un ápice de su talento a la vez que de su desinterés por ser reconocido, alabado, aplaudido, considerado, premiado. Quienes lo odiaban, sin dudas, eran todos esos que hubieran querido hacerse con sus dos habitaciones y cuánto en ella había creado el genio callado y laborioso de Maderita. Sí. Esos. Los que se burlaban de él por sus peculiaridades y lo concebían como una mera posibilidad de alcanzar objetos, un espacio, sin detenerse a pensar un instante en el talento y la perseverancia requeridos para lograr estas cosas, o para embellecerlas. Le diré más, teniente. Si entre los de nuestra especie abundara más el tipo de Maderita, de los que necesitan rodearse de belleza y la hallan a la mano en los objetos más simples, o transforman en belleza cualquier cosa como si nada más soplaran sobre ellos para desempolvarlos y descubrir el esplendor que encierran, éste sería un mundo mucho mejor para todos. Claro, me refiero al mundo, teniente. Al mundo de las personas. Hipotéticamente hablando. Sí, supongo que se trata de filosofías de mi parte. Ya le dije que soy un idealista incorregible. Nuestro país no es el mundo, teniente, eso es lo que quiero decirle. Claro que nunca he salido de aquí a ninguna parte, pero aún así es posible referirse al mundo como a algo a lo que pertenecemos. ¿Ya le dije que también era un optimista?
Mire, teniente, le seré del todo franco. Si después de mis declaraciones todavía sigue pensando usted en un complot o en un asesinato… Pues no sé de qué otra manera podría conseguir que me creyera. ¿Una confesión? Una confesión no puede ser nunca una mentira, teniente, y yo mentiría si le dijera otra cosa cualquiera diferente de éstas que le he relatado. ¿Cómo se le ocurre, teniente, que pueda ser yo el mismísimo Maderita en persona? Usted perdone, teniente, pero esa es la hipótesis del Ave Fénix. ¡Fénix! Sí, ésa. La que se levanta de sus propias cenizas con una vida renovada y sin ligaduras con el pasado. ¡Mucha imaginación es ésa, teniente! ¿Seguro que usted no escribe? En su trabajo, naturalmente, se requiere poseer mucha imaginación para llegar al meollo de un asunto, pero éste no es el caso, teniente. Puedo asegurárselo. Las pistas de que dispone, como usted dice, no llevan a un descubrimiento como el que usted supone. Las cosas son mucho más sencillas, según yo lo veo. Permítame elaborar. El edificio estaba prácticamente en ruinas. A veces es difícil decir o saber de verdad cuáles son los edificios que amenazan un inminente derrumbe y cuáles no. La mayor parte de los que vivimos en esta ciudad nos hemos vuelto expertos de esta clase de especialidad en la que nos va la vida o el desamparo más absoluto. Pues bien, este edificio era de los que ya no aguantan más y se sostienen en pie por un milagro de equilibrio, o inercia, o por absoluta falta de iniciativa, pero un día ni estas cosas logran prolongarle la estabilidad en su muerte. Los vecinos habían sido evacuados con anterioridad en tres ocasiones. Casi todos habían vuelto. No sé si Maderita llegó a serlo. Como le decía, la última vez que lo visité se limitó a decirme que ya él se había instalado en su sarcófago como un faraón egipcio aquejado del mundo. Con evasivas unas veces y otras con frases simpáticas, no me dejó saber por derecho lo que pensaba, pero yo concluí que aquella era su manera de negarse a abandonar el sitio. La puerta de entrada a los dos cuartos que ocupaba tenía una engañosa banda que la cruzaba de lado a lado e indicaba que las habitaciones estaban clausuradas. A mí, por poco consigue engañarme con semejante artificio. Había oído mis pisadas en la escalera, según me dijo y por intuición o simple curiosidad se asomó a ver de qué se trataba. Estaba convencido de que ahora que los vecinos se habían marchado casi todos, dejando a su suerte el edificio éste podría resistir otro buen número de años. Sería ésta su tumba como mismo había sido su casa. Había trabajado siempre en disponer de su Mausoleo, admitió o dijo en tono de broma.
—Yo que tan apagadamente he vivido igualmente moriré. Cuando se desplome este carapacho que ahora nos cubre —pensé un instante si se refería a su cuerpo o al edificio también ruinoso—, dispondré de un monumento funerario en medio de la ciudad. Más impresionante que cualquiera de los monumentos de la Necrópolis de Colón.
Después de marcharme llegué a pensar, tal vez contagiado por su entu-siasmo, que en efecto el edificio resistiría ahora mucho más tiempo. Debió quitarme tales ilusiones el estado en que habían dejado todo los que se marchaban. Como si fuera posible despojar a unas ruinas, habían sido arrancadas vigas, columnas, puertas y ventanas, clavos, varillas de acero, los mosaicos del piso, las paredes y zócalos; las bombillas, los cables de la electricidad que pudieran ser cercenados; las tuberías que aún existieran y cuanta cosa pudiera servir o creyeran los que se marchaban que pudiera servirles allí donde se encaminaban. Maderita disponía —siempre había dispuesto— de velas para iluminarse cuya llama multiplicaban pequeños espejos convenientemente dispuestos. Los escasos alimen-tos que consumía, los cocinaba en dos reverberos que parecían bastarle a este propósito. Uno de ellos, seguramente, pudo causar el siniestro. O alguna de las velas. Como le decía, Maderita estaba muy enfermo y desnutrido. Tal vez sufriera algún infarto que en su estado... Tal vez intentara levantarse con cualquier propósito. Tropezó. Dejó caer la vela encendida. El incendio avanzó rápidamente enamorado de la preciosa talla en madera, consumiendo y devorando y pronto se extendió por el resto del inmueble. Como mismo se las había ingeniado Maderita para permanecer en su interior, otros que habían regresado en la noche o también se agazaparon allí dentro perecieron con él. Ésa es la explicación más sensible que puedo ofrecerle, teniente. Usted, naturalmente, tiene en sus manos decidir lo que haya de ser, pero le advierto —permítame hacerlo— que la intuición, o sus deducciones lo engañan. Mire, para que vea, fíjese bien en esa cajita que halló en mi poder. Sí. Se trata de un regalo suyo por mi cumpleaños. Fíjese en la inscripción para que vea que Maderita no soy yo. Él ya está muerto, y yo, aquí frente a usted. Yo creo que es suficiente evidencia. Espero que a fin de cuentas a usted le baste, porque si no, tendré que empezar a preocuparme, teniente. ¿De qué modo iba yo a explicar un crimen semejante? Y sobre todo, ¿de qué modo podría vivir en lo adelante conmigo mismo, aunque fuera en la cárcel, y aunque pasara en ella hasta el último de mis días? Piénselo bien, teniente. Y ojalá no esté escrito en ninguna parte que caiga sobre mis hombros de repente ese peso abrumador e incomprensible. ¡Ojalá!
© Rolando H. Morelli
4 comentarios:
MADERITA
Rolando Morelli es uno de los mejores cuentistas cubanos. Y cuando digo esto no me refiero a ninguna generación en particular, o a límites cronológicos, sino a que es uno de nuestros mejores cuentistas, y punto. La publicación de “Maderita” es un hecho afortunado, porque desde el título se identifica con otros cuentos de Morelli, donde trabaja a partir de un determinado apodo que le sirve de hilo conductor para la caracterización del personaje y su circunstancia. Aquí pasa de lo estrictamente individual a lo colectivo, e inclusive al ritual religioso, al acto de fe que conduce al renacer (metafórico, cuando menos) gracias a las cenizas. Técnicamente se mueve entre la narrativa y el teatro, pidiendo casi una puesta en escena. El problema que se le presenta al lector, que a veces quiere que se lo digan todo para no tener que molestarse en buscarlo, es descubrir la sutileza y trastienda que hay detrás de cada oración en la narrativa de Morelli, porque lo que va trazando, con esa internalización del conflicto que hay en el análisis sicológico y también histórico-político de los personajes, es el deambular fantasmagórico de vidas que se pierden en la nada, como fantasmas y muertos incinerados, la mayor parte de las veces, en Cuba. Su insistencia como narrador es hacer que el lector lea entre líneas, que busque en lo que sí se dice, pero no a gritos. No escribe la narración para llevarnos a la fanfarria barata de algún cierre sorprendente, aunque en este caso la trayectoria del monólogo interior frente al teniente va encaminada hacia el último párrafo, que es una muestra de sus mejor narrativa, hasta llegar a un ritual de velas encendidas que se vuelve toda una llamarada que envuelve al personaje y una metáfora de Cuba, que como el Ave Fénix renace de sus cenizas. Pero no es una conclusión efectista, que se eleva como el propio Ave Fénix. Los cubanos de valía renacen cada día de sus cenizas y el pueblo cubano quizás sólo pueda salvarse gracias a una llamarada colectiva. Hay que felicitar al “Penthouse de Heriberto” por la publicación de “Maderita”.
Matías Montes Huidobro
Premio Café Gijón
¡Magnífico cuento, Rolando! Esta frase tiene mendó:
"El incendio avanzó rápidamente enamorado de la preciosa talla en madera"
y uno se siente como que conoce ya a Maderita...Entiendo que es´ta basado en un personaje real ¿cierto? ¡Gracias por compartirlo!
Estupendo. Sin límites.
¡Miles son los Maderita que han hecho y hacen una reverencia al azar! Y esos, ineludiblemente, quedan para siempre el en azar de los otros; aunque esos “otros”, lamentablemente, ni cuenta se den, la mayoría de las veces.
Gracias por compartir este cuento de Morelli, David. Atrapa, de principio a fin. Cada oración es un cuento en sí mismo. ¡Qué genio!
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