sábado, 9 de octubre de 2010

ROLANDO H. MORELLI - Poema

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Para David Lago y Héctor Santiago, por redimir la ceniza.

 

Reseda. Así lo llamaban. Ángel Ricardo de León Reseda era su nombre. Nunca antes había escuchado ese apellido: Reseda. Era el Político de la Unidad, y un grandísimo hijo de puta. La palabra reseda yo nada más que la asociaba con un poema de Martí que recitábamos de pequeños en la escuela. (A mí siempre me gustó eso de recitar poesías). “ (…) eran de lirios los ramos / y las orlas de reseda”. Otros también se acordaban del poema, pero aquellos entre nosotros poco dados a los versos —aún los del apóstol— los habían olvidado. Bastó sin embargo que los recitara para que todo el mundo se acordara hasta de la maestra tal o más cual, y de los “actos cívicos” que tenían lugar los viernes antes del fin de clases, y de las jornadas martianas en que muchas veces los habían oído declamar. Así es que para vengarnos de todos los agravios que podían resumirse en la persona del Político, a partir de esta conversación en lugar de Reseda comenzamos en privado a llamarlo la niña de Guatemala. Nadie lo propuso. No sé a quien pudo ocurrírsele. Sucedió de este modo. Claro que no podía tratarse de ningún homenaje a Martí, ni siquiera a la pobrecita de María Granados —la infortunada niña— sino justamente eso, un acto de venganza. Pequeñito, cuando se mira bien. Tal vez estéril, pero que de alguna forma nos resarcía en parte de sufrir la vocecita aflautada con que nos disparaba a Marx y a Lenin con cualquier motivo, para no hablar de las citas tomadas de los discursos interminables del Máximo Líder.

—Yo lo que no consigo entender por más cabeza que le echo —observó alguna vez Jesús Sariol, alias el Protágoras— es porqué coño, si a algunos los meten aquí por ser maricones o porque parecen serlo… ¡Sin ánimo de ofender, se entiende! —Puntualizó antes de seguir adelante, aunque no hiciera falta y nadie se diera por ofendido o calumniado por aquello que decía—. ¿Cómo es que a éste lo tienen para darnos charlitas a todos por parejo cuando le parece más conveniente? Porque la bayamesa que lleva por dentro a éste se le sale por los poros. No irán a decirme lo contrario.

Por supuesto que estuvimos de acuerdo con él.

—Niño, tú percepción toca en lo artístico. —Le complementó Lolé quien a contrapelo de una apariencia muy masculina en general, siempre que conseguíamos reunirnos como ahora ocurría, destacaba entre el grupo por la afectación con que se expresaba.

Aunque Sariol no fuera loca, era de quienes no tenían a menos acercarse al grupito que formábamos varios de nosotros y al que las locas más afocantes llamaban el de las monjitas, por estimar que éramos modosos en extremo y estar formado de universitarios y gente de intelecto, y no menos, seguramente, a causa de los numerosos rosarios confeccionados por encargo de muchos a Carlitos Garciarenas, que éste había fabricado con fibras y semillas recogidas subrepticiamente en el campo, y engrudo fabricado con harina de pan, que uno de los cocineros accedió a conseguirle a cambio de la redacción de una declaración de amor en toda la regla, dirigida a la mujer de quien estaba enamorado.

—Ya sabes el refrán ése que dice, que no hay peor cuña que la del mismo palo.

—¡Torquemada!

—Sí, pero lo del Político éste pasa de castaño oscuro.

—Lo mismo pasó con el inquisidor ése.

—Cuidado, niña que hay cerca otros que pueden darse por aludidos. No te busques enemigos entre los vacacionistas de este hotel. Luego te envenenan con agua bendita.

Esto último lo había dicho Pedrito Moreno por Gálvez, un seminarista católico que dormía cerca, al que no pocos consideraban un infiltrado en nuestras filas. Se explicaba de este modo su parcialidad manifiesta, su obsequiosidad hacia cualquier acto que procediera de las filas de nuestros opresores. Entonces aún no se había descubierto el «síndrome de Estocolmo», aunque no fuera del todo desconocida la existencia de víctimas que siempre se identificaron con sus verdugos, y aún consiguieran explicarse o intentaran explicar a otros la verdadera naturaleza del oprobio que pesaba sobre sus hombros, bien como causa natural o de alguna manera merecida, o restándole saña a cada acto de vesania contra ellos, al que rodeaban de un extraño halo de comprensión.

Lo de Torquemada habría podido pegar como nombre, pero no sucedió así tal vez porque se distanciaba de su propósito que había de ser evidente: ridiculizar al objeto de él poniendo en evidencia de lo que se trataba.

Porque de vengarnos se trataba, de vengarnos de una muy conjeturada mariconería según se ha dicho —trapalera e hipócrita según nos parecía obvio— con la que Reseda daba la impresión de cubrirse afectando una dignidad que a nosotros se nos negaba, cual un manto hierático en la forma, que lo dejaba al desnudo sin que él pareciera darse cuenta, como el emperador aquél. Por eso lo de Ángel Ricardo de León ni siquiera nos había hecho pensar en el legendario cruzado y rey inglés, porque siendo este Reseda la persona que según todas las señas verdaderamente era, aún si se hubiese llamado Alfredo ni Martí seguramente le hubiera dedicado un solo verso de esta índole: Era raro, en verdad, aquel Alfredo / y como al punto cautivó mi asombro / palpéle yo, miréle, y vi con miedo / Sangre inmortal manándole de un hombro.

No. Ni aún llamándose Ángel, como en efecto se llamaba. (Ángel caído luciferino. Pájaro de cuenta carroñero, oportunista, que planeaba con su sombra sobre nosotros, pájaros de diferente plumaje, y muchos otros por igual, que no estaban aquí a causa de sus plumas). Y no importaba lo que al respecto hubiera dicho el gran maestro Rubén Darío con aquello de “los mismos ruiseñores cantan los mismos trinos / y en diferentes lenguas es la misma canción”. O tal vez de eso se trataba precisamente, de que él y nosotros no pertenecíamos a la misma categoría canora. Si no lo hubiéramos despreciado ya tanto por lo que representaba, yo al menos lo habría odiado con toda mi alma por lo que le hizo a Carlitos cuando lo sorprendió escribiendo un poema durante la jornada de trabajo en el campo, y lo habría odiado en contumacia, pese a las charlas no menos pesadas de doctrina del seminarista Gálvez o por ellas mismas, que nos emplazaban por igual a no odiar a nuestros carceleros, a renunciar al pecado y a todas aquellas cosas a las que echábamos mano desesperadamente, y que de habernos faltado también hubiera sido mejor acabar de morirse de una vez.

A la muerte de Carlitos, que terminó colgándose de una viga del techo sin que pudiera saberse nunca de qué modo logró hacerse de aquella cuerda, engaveté del mejor modo que podía —en mi memoria había de ser— los pocos poemas de él que conseguí reunir. Me prometí no olvidarlos nunca. ¡Nunca! Y si salíamos con vida alguna vez de donde estábamos, darlos a conocer a todo el que quisiera oírmelos decir. Y porque me acordaba de él —sin que consiguiera olvidarlo— o porque no quería que fuera a olvidársenos su persona ni todo lo que le habían hecho, a veces los recitaba allí mismo, en el campo, cuando los guardias se alejaban por un rato para charlar entre ellos, o en cualquier oportunidad que se presentara, que no eran muchas. El que más me gustaba de todos era éste que decía así:

Aunque no haya primavera

y se demore la estación que está de paso

en el umbral;

aunque la lluvia se rezague

en los últimos aleros de otros años

sin confirmar que viene,

que llegará algún día

al fin y al cabo.

Próximo a la puerta

aguardaré la hazaña del regreso

cuando cumplan las flores su promesa

de alfombrar el campo

a tus pies,

y las madreselvas, con diligencia cuelguen

de todas partes sus guirnaldas

de olor fino.

La palabra cuenta.

La palabra

empeñada.

La palabra que se da

como un regalo.

¿De qué fuente procede

la palabra incumplida?

¿De qué nido de turbias conjeturas?

Lo dicho:

Aunque no haya primavera

aquí te espero. Te esperaré

por algún tiempo que aún no sé

—bien el que dure la espera

o lo pactado—.

Esperaré

si no para besarte, o que me beses,

porque entre el tiempo que pasa

y el que llega

¿quién sabe de qué asombros

seré testigo o parte?

Y si la primavera llega al fin

con sus alas mojadas de rocío

y por mi pregunta,

¿quién sabe para entonces

a dónde habré llegado por mis pies?

 

Este último verso me desvelaba a veces. Me preguntaba a dónde habría podido llegar Carlitos por sí mismo de no haberse tropezado en el camino con tantas desgracias como de repente cayeron sobre nuestras cabezas en avalancha. ¿Habría llegado a alguna parte después de todo con su muerte? ¿Su muerte de suicida le concedería al fin descanso, o sería la causa de una eternidad de angustias? En uno de los bolsillos le encontraron el rosario confeccionado por su mano, en el cual seguramente no había cifradas garantías de nada. Y me preguntaba: ¿Qué habría sido del poeta Ballagas de haber estado vivo en este tiempo? En vida, Carlitos me recordaba constantemente de Emilio, del cual tenía algo de su sensibilidad y hasta de su perfil. Alguna vez, después de ocurrida la muerte de Carlos se corrió el rumor de que a Luis Carbonell lo habían metido también en el UMAP y de que estaba destinado a convivir con nosotros en el mismo campamento. Rumores de esta índole —bolas que alguien echaba a rodar a falta de verdaderas noticias y nociones del mundo exterior— se sucedían sin ningún concierto. Y mientras rodaba el bulo de la invención colectiva, yo pensaba. Radio Bemba decía al oído cosas como éstas, transmitidas en una banda ancha por la onda corta reservada a las confidencias:

—Nada menos que al mismísimo acuarelista de la poesía antillana en persona, metieron en el berrinche éste.

—Para que declame aquí su famosa Negra Fuló será.

—Hay que ver que ya no es ninguna jovencita.

—¡Se saló el pobrecito! ¡Qué le pida a las Siete Potencias lucumíes que lo saquen de aquí con vida! Si es que pueden.

En ese momento resultó ser un verdadero misterio el porqué a Carbonell o al Bola no los enviaron de cabeza a los campos de la UMAP, pero a mí me desvelaban otras preocupaciones, otros pensamientos.

Me preguntaba muchas cosas que hacían daño y para las que no había respuestas satisfactorias: ¿qué habría sido de García Lorca, de Vargas Vila o de Barba Jacob de estar vivos aún y de hallarse entre nosotros? ¿Le habrían valido de algo sus bilis antiyanquis a Vargas Vila, o a Federico su poeta en Nueva York? ¿Le habría servido de algo a los ojos de aquellos que podían hacer distinciones de este tipo, haberse pronunciado contra las locas descocadas de la ciudad por antonomasia del Imperio? ¿Se habrían convertido él y todos ellos en Políticos de otras tantas Unidades Militares de Ayuda a la Producción, según el eufemístico nombre de los campos de trabajo para la re-educación de medio mundo contrahecho y renuente a ser metido en cintura? ¿De qué modo habríamos llamado a estos poetas empeñados en tareas infinitas y miserables de transformación revolucionaria?

Recitaba en silencio aquellos versos odiosos de Poeta en Nueva York:

“….”

Y pensaba en Carlitos Garciarena. En sus diecisiete años. Y en su muerte. En lo que habrían sentido y pensado su madre y su hermana Laura al recibir la noticia. ¿Qué podían hacerse de repente con una noticia semejante después de haber perdido de vista tanto tiempo a éste a quien amaban, y del que en mucho tiempo ni siquiera tuvieron noticias? Ahora, de pronto les llegaban las últimas que de él podían tener. ¿Le mentirían piadosamente a la madre devota de Dios, y de su propio hijo respecto al género de muerte que éste se había dado? ¿Buscarían condenarla igualmente a la desesperación ante la consumación del suicidio del ser amado? ¿Callarían por no ofrecer explicaciones o lo declararían todo para afrontar la memoria del muerto? Pensaba. A veces me enloquecía de pensamientos raros y obsesivos. Me habría gustado escribir poemas para expresar algo de aquello que tanto daño me causaba. Pero yo no escribía. Y buscaba en los versos de otros un eco de los que hubiera podido escribir de ser capaz de hacerlo. A veces, era el mismo Carlitos a ayudarme con alguno de los suyos:

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A veces un nenúfar

es sólo una palabra:

la palabra nenúfar

abierta

en el papel

con su corola fina.

La delicada ausencia

del lirio que en la página

insinúa su asombro.

Asoma en los pistilos

un tenue aroma

Cristalina gota

de aljófar minucioso

trasluciéndose

como una filigrana.

A veces un nenúfar

es la incógnita cifrada

en una marca de agua

cuya huella

prescribe

El nenúfar de antaño

El nenúfar de siempre

El nenúfar del poeta

El nenúfar posible

en medio del estanque

con su enjundiosa copa

alzada entre las hojas

es a veces

un nenúfar, bien falso

o menos cierto.

No busques en él

la palabra nenúfar.

 

Cuando aquella pesadilla de los campos, que parecía interminable, se interrumpió por obra y gracia —decían— de quien era Todopoderoso y ya nos parecía eterno, y me hallé libre otra vez, o lo que esta nueva condición fuera, no aguardé mucho tiempo a emprender gestiones para salir del país por cualquier vía. La desesperación o el instinto de conservación —aunque parezca una paradoja afirmar tal cosa— me llevaron a correr innumerables riesgos. La fortuna, y yo digo que la sombra tutelar de Carlitos desde una nube más alta y más ligera que las otras, vinieron en mi ayuda. Conocía desde hacía mucho a un alto cargo de una embajada en la capital, a donde regresé para sosiego de mis padres y demás familiares, y por intermedio de éste que acudió a verme en mi propia casa tan pronto supo de mi regreso, conseguí arreglar enseguida los documentos que hacían falta, y disponer de una visa. Aunque no desearan verme partir, mis padres me alentaban en el empeño.

—Tienes que irte de aquí, hijo. No hay otra salida.

Mientras esperaba, sin embargo, con el aliento en suspenso y toda la documentación en regla, me llegaron a la vez dos noticias complementarias: sin dar razones para ello, a las que naturalmente no se sentían obligados, el Departamento de Inmigración me anunciaba tajante la denegación del permiso de salida antes otorgado casi jubilosamente, y mi primo Arturo, hijo de mi tía-madrina me regaló a boca de jarro con la noticia:

—Te voy a confiar un gran secreto. No me podría ir de aquí en una lancha sin decírtelo. No andes preguntando nada. Hemos tomado todas las medidas, pero aún así el riesgo es mucho. Si te interesa, está listo a las tres de la mañana. Pasaré por ti. Baja enseguida. No puedo esperar. ¡No te hace falta maleta! —dijo ya para terminar con una sonrisa socarrona que buscaba infundirme algún género de seguridades imposibles—. No puedes hablar de esto con nadie, ni siquiera con los viejos. A la llegada los llamamos por teléfono.

Esto último lo dijo con tal seguridad que bastó para convencerme de que llegaríamos con bien.

A pesar de la experiencia del campo, no me había deshecho totalmente de mi capacidad de confiar en la gente, y me alegré de no albergar sospechas respecto a mi primo. Mas cuando me hallé a bordo de aquella lancha en la que buscábamos escaparnos me asaltó en un primer momento el sobresalto de hallarme entre personas que incluso no ocultaban sus vínculos con el régimen. Para alguien tan marginal como yo era o había acabado siendo, esta gente debió antojárseme poco menos que garantes de la tiranía. La travesía tuvo lugar en un vilo de expectación y angustia. Me acompañaba el rosario obsequio de Carlitos, a cuyas cuentas entregué mi vida con devoción verdadera, mientras los otros guardaban un silencio cargado que debía parecerse a una imprecación o hablaban en susurros por aquello de que el mar lleva lejos las voces y los ruidos. Cuando se avisto al fin el lucerío de la costa de La Florida —según nos comunicó cauteloso el capitán— todavía nos atuvimos a nuestra conducta precedente por temor a una equivocación. Seguramente todos recordábamos alguno de los cuentos cautelares oídos en otros momentos, y temíamos que por arte de birlibirloque hubiéramos acabado siendo arrastrados por las corrientes traicioneras del golfo al punto de partida o a alguna otra playa cubana para el caso. Yo no. Algo me decía que al fin había conseguido salir y que estaba a punto de llegar. En ese momento, no sentí nostalgia de ninguna clase, ni mucho menos arrepentimiento alguno.

El exilio —además de largo, y verdadero en mi caso. ¡Nunca más he vuelto ni volveré a buscar nada allí donde nada tengo ni puede quedarme nada—, me ha dado más de lo que me ha quitado. He sido un hombre libre. A mi padre no volví a verlo en vida. Murió a los pocos meses de mi salida. A mi madre conseguí sacarla años después y aún la conservo. Aunque viejecita y algo achacosa, aún me acompaña. Me he negado a ponerla en un hospicio a pesar de los consejos y de la evidencia de su deterioro físico. En la cocina de su casa se entiende de maravillas con Hilda, una cocinera que también se ha ido haciendo vieja a su lado. Cuando llego del trabajo se le ilumina el rostro y a mí, a pesar del cansancio que a veces me rinde, también me ocurre al verla en su sillón.

Sobre una mesita, entre otras fotografías de familiares y allegados que Hilda debe desempolvar cada día a insistencia de mi madre, y a veces finge hacerlo con unos cuantos plumerazos, hay una foto de Carlitos cuando ambos cursábamos el bachillerato en el Instituto del Vedado. La foto tiene una dedicatoria al dorso, pero ésta no es visible. «Para mi hermano Pablo» y debajo la fecha. A veces, como hoy, en su aniversario me acuerdo de esa dedicatoria como si la tuviera delante de los ojos. Le pongo flores nuevas en su búcaro. Un manojo de veinticuatro rosas amarillas, fragantes, delicadas. Y recito su poesía ante el retrato para que vea que sigo acordándome. A veces, Manolo se me adelanta con esto de las flores para complacerme. Entonces hay que buscar otro florero y con tantas flores casi no alcanza a verse el rostro del amigo.

 

En su plenitud las rosas

del jardín,

joven aún

sin huellas del destrozo

que vendría.

¡Cuánto empeño

sin reconocer

hay en su logro!

El logro de la rosa

florecida.

Un misterio

tras otro se destila

en la concavidad hialina

de su vientre.

Rosas todas:

rojas, blancas, tudescas

ambarinas.

¡Mis favoritas!

¿Quién

las rosas detesta

de tal modo

que ha de herirlas

con una inexplicable espina

dura;

más dura y más aguda

que todas las espinas?

¿A quién molesta

el rubor

que de las rosas sube;

o la aguamiel que gota

a gota

se transparenta en ámbar

—el más fino—?

Rosas, no perdonen

al asesino de la rosa

en esta vida.

Servidle de mortaja

tan fragante

que llegue a comprender su crimen.

Y luego, si arrepentido

viene

a postrarse a tus plantas

con infinito amor

sobre sus hombros

y cabeza

llovíznale tus pétalos.

En la frente lacerada

úngele.

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Sea ése su castigo

eternamente.

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© Rolando H. Morelli

4 comentarios:

Diana dijo...

Siempre consigues tocarme el corazón.

Anónimo dijo...

Gracias, Diana. Me siento muy honrado y contento por tu expresión de simpatía hacia mi obra creativa,

Rolando

Zoé Valdés dijo...

Soberbio, soberbio.

Anónimo dijo...

Querida Zoé:

Mucho agradezco tu reiterado calificativo para mi relato. Me alegra que tanto te haya gustado. Forma parte de un volumen casi terminado dedicado a los horrores del UMAP cuyo título, jugando con las siglas y las actitudes de un seminarista interno en ellos es "Una manera de amar al prójimo". Ya te lo haré llegar cuando haya salido. El conjunto está dedicado a la memoria de José Mario una de las fuentes principales de los hechos que en el libro se recogen o recrean literariamente. Nuevamente gracias, y saludos a la familia,

Rolando