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Otoño
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Tú, que te deslizas subrepticiamente en este cuerpo,
alevosamente y con nocturnidad, como un ladrón
dispuesto a matar, capaz de todo
por llevarse la chatarra de engañosos cofres
excesivamente valorados.
Tú, que armado de gran soledad
me impones recordar,
me obligas a observar en terco silencio,
más me conduces hacia un río
del cual las aguas escapan buscando ellas mismas la sequía,
te instalas en el corazón de la bellota como una larva
vaciándola silenciosamente,
haciendo de ella la cáscara hueca y aparente
que cualquier pie humilla...
Ah, tú, que me mezclas con la hojarasca.
Tú, que me haces mirar al cielo con el asombro calmoso del lerdo,
que reduces mis pensamientos a líneas que se diluyen
como trozos de hielo en vasos de vodka,
osos blancos saltando entre las ruinas de su imperio;
o haces girar las ideas en peligrosos círculos.
Tú, a quien tengo que callar, propinarte un bofetón,
para que no caigas en la letanía que mueve a risa
o a conmiseración.
Tú, que de pronto no estabas y ahora estás en cada minuto,
en cada objeto que toco, en cada sonido que antes vibraba con brío,
que has ido llegando sin yo darme cuenta,
que siempre has estado,
que siempre has sido lo impensable, lo imposible,
lo que sucede a otros, la traición,
el murmullo de la fila, lo que ya nadie llena,
la mirada que duda, la palabra que no se atreve a vivir...
y cae.
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¡Ay, otoño!
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(Madrid, 17 de diciembre de 2005)
© 2005 David Lago González
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2 comentarios:
Muy, muy hermoso. Una manera precisa y preciosa de entrar en el otoño, mi estación favorita.
Gracias, Zoe.
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