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(Bárbara, Carlos Victoria, Rogelio Quintana, Julián, Abel Prieto. La Habana, 1969)
(Property of Rogelio Quintana)
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a la imagen que recuerdo de Bárbara F. Melko
(como Rogelio la llamaba)
Siboney: antiguo Biltmore.
Los muchachos del bachiller nos apostábamos detrás de los setos para observar el patio de la casa de enfrente a la hora en que ella se desnudaba para beber el sol del trópico, y sus pechos asemejaban dos manzanas asadas, rociadas de caramelo, y las dos gotas de cera roja que las coronaban simulaban con justicia sus pezones erectos.
A pesar de la distancia de metros y años, yo los recuerdo.
Luego apareció en el patiecito atiborrado del escultor Fonticiella contrastando con la basura reciclada de sus inventos y sus muñecas incompletas: ella era la imagen de lo que la Naturaleza termina con el mayor de los aciertos.
Fenicia, macedonia, romana, mameluca, turca, y tropical; por sus ojos cruzaba el Orontes y el Litani y se confundían con el Almendares para llegar al mar y hacerse universal y vasta.
Por Madrid anda, como si caminara, una foto comprometedora donde, además de la suya, asoman por detrás de un sofá otras cabezas valiosas, incluso hasta de posteriores ministros de la Corte del Rey Fidelio que supieron ―¡sabia clarividencia de los ministerios!― separarse a tiempo del cogollito ignorante de los destinos que se fraguan en las trastiendas de lo secreto.
Se casó con Waldo, un pintor de hermoso pincel, que murió gratuitamente dentro del puñal de un negro fresco una noche de El Vedado ―Jorge Edwards lo menciona en un libro, pero el chileno lo cuenta mal, porque escribió de oídas y desconoce los pormenores de la gratuidad―.
Y juntos tuvieron una hija, tan hermosa como los cedros del Líbano y la florecilla etérea de la ceiba que apenas se la ve y apenas vuela y sin embargo es flor, y en ese rápido espejismo de su vuelo demuestra lo incógnito.
Años van y años vienen.
Muchos son los hombres que se interesan por la belleza enigmática de Al-Jumhuriya al-Lubnaniya; muchos son los escogidos por la reina, pero no todos los que quieren pueden obtener el tesoro enterrado en la arena de la costa.
Otros hombres, funcionarios de La Corte, requieren sus servicios, fuerzan sus métodos, buscan estratagemas amenazantes para conducirla por los senderos de la lengua delatante.
Pero La Bella es bella y se cree a salvo; cree que su belleza la salvará de la miseria de esos hombres.
Un diplomático encandilado quiere trasladarla al Viejo Continente: atrás quedaría la basura que los coches de La Corte descargan para alimento de las gaviotas.
Mas la hermosura y el enigma para algunos no son motivos de admiración, sino un simple propósito de destrucción y vasallaje, y el negarse a contribuir a fortalecer los cimientos del Reino de Fidelio se paga caro, hasta alcanzar el refinamiento de destruir para siempre sin llegar al burdo asesinato:
es necesario que nadie desaparezca
para que las historias pierdan valor con los años.
Y así, una noche, los gendarmes de La Corte irrumpieron en su casa; la tomaron rehén justo ante las narices asustadas del diplomático encandilado que raudo arrió sus velas y emprendió el regreso a la Baviera, previamente aconsejado para que no insistiera en reclamar aquel espejismo no merecedor de su amor y compostura, y mucho menos de su vida disipada.
Del otro lado de la historia, la belleza enigmática del Líbano fue acusada de consumar obscenas fechorías con su hermano y en presencia de su hija ―inocencia del destino que el destino utilizaba ahora contra ella―, y fue encarcelada durante años bajo un "nuevo amanecer"*.
Años van y años vienen.
La vida no se detiene, sólo se aja, y de nuevo amanece,
tímida, pavorosamente amanece: y todo por no mover "la sin hueso"...
El diplomático se ocultó, bien oculto, en la Selva Negra: no era de fiar. Tampoco él. Y la belleza enigmática de Al-Jumhuriya al-Lubnaniya quedó viva, como su hermano y su hija. Aquel pintor con cuya hermosura se acoplaba murió en el camino. Fonticiella quemó su casa, sus esculturas y su cuerpo.
Como la foto comprometida, hoy anda, como si caminara, por ciudades de Norteamérica.
Pero la dejaron viva: de nada vale
lo que ahora cuento.
Yo recuerdo dos gotas de cera roja sobre sus pezones erectos.
(Madrid, 25 de Julio de 1998)
(C) 1998 David Lago González
*Nombre de una cárcel para mujeres en la provincia de La Habana, Cuba.
―o—
Si hay alguna posibilidad de que el ser humano sea ser humano, esa posibilidad está aquí...
José Saramago
(La Habana, Cuba. 2 de enero de 1999.
Celebración del 40º Aniversario de la Revolución Cubana)
-o-
Hace unos tres meses, creo, internet me deparó una insospechable y agradabilísima sorpresa: Bárbara me había localizado a través de Facebook y me decía “ahora sé por fin quién es el famoso David Lago...” Había recuperado el apellido paterno y ahora se llamaba de otro modo, y sí, enseñaba en una universidad del norte de los Estados Unidos.
Yo no he conocido, ni en Cuba ni en ninguna otra parte del mundo, una mujer con más estilo y con más encanto que aquella Bárbara. Era una mujer de estirpe propia, como una princesa. Y siempre fue una mujer, aun cuando fuese una joven cautivadora.
En el poema —o “prosa lírica”, como le gusta decir a Zoé— las anécdotas están ficcionadas, claro está, o pretendidamente líricas. Pero realmente la vi por primera vez al unirme, irremediablemente y levemente contra mi voluntad, al resto de compañeros escolares que espíabamos el patio de un chalet de la acera de enfrente. Bárbara tomaba el sol, y con ella otra chica. Rafael (Zequeira) habría de decirme no sé cuántos años después que seguramente la otra hermosa muchacha era Zulema. Al cabo de una o dos semanas, no recuerdo bien, me dan mi primer pase de fin de semana, y Carlos Victoria y yo terminamos en casa del escultor Fonticiella. Allí estaba Bárbara. Era la chica del chalet de Siboney, ¿tal vez la calle 119?
Después, todo se iría al carajo. Tal vez consideraban que no merecíamos ser jóvenes, que no nos merecíamos la ligereza ni la belleza de la juventud y desde un principio se obstinaron en eliminarnos porque ya por no haber nacido dentro de la Revolución, les éramos un estorbo y algo con lo que nunca podrían contar. Y cuanto más se obstinaban en enderezar el árbol torcido por impuro, más nos asegurábamos nosotros de torcernos del todo.
© 2009 David Lago González
5 comentarios:
Un nuevo relato.
http://losrelatosdemauricesparks.blogspot.com/2010/01/la-plaga.html
Gracias.
Querido David
Una de las cosas maravillosas que me ha sucedido ultimamente es haberte conocido y quería que lo supieras.
Gracias por ser como eres... ese àrbol "torcido" que admiro en sus màs profundas ramas.
Gracias... un fuerte abrazo
Gracias, Ricardo. Te contesté personalmente. Un abrazo.
No he recibido nada!... por donde me escribistes?
Ricardo, al email de Zoe, no tengo el tuyo.
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