.
Caspar David Friedrich - Frau am Fenster, 1822
.
JORNADAS LITERARIAS ALTERNATIVAS Cuesta de Moyano, Madrid 2011
ALBERTO LAURO
.
Literalmente “enclavado” en el marco inconfundible y sin par de la tradicional Cuesta de Moyano deformada por el mal gusto y la incomprensible inclinación arquitectónica SOVIÉTICA de nuestro bien ponderado alcalde Alberto Ruiz Gallardón (que Dios y el Opus Dei guarden por muchos años –pero fuera del cargo público y recluido en algún balneario de lujo bien lejos de la sociedad, y de la suciedad), hubo de celebrarse ayer tarde 30 de mayo de 2011, y con cierto retraso (tanto mental como en tiempo), una breve pero sentida lectura de tres poemas escritos por el poeta Alberto Lauro y extraídos de su libro editado más reciente, “Regreso a la hermana de Lázaro” (Editorial Voces de Hoy, Miami, 2011).
Entre el numeroso público que se agolpaba frente a la caseta número 13, cual si de Luisito Aguilé se tratara cuando debutó en el cine Encanto o Casablanca (donde pillaron infraganti a Senel Paz con “adminículo de hombre” en la mano, parafraseando el comentario de Lezama Lima en el caso de no recuerdo qué director de teatro, que fue pillado de igual forma pero en los urinarios que daban al Parque Central) en la augusta ciudad colonial y gusanísima de Camagüey, yo me senté en el suelo y fui desplazándome sobre lo que de mis cachas nalgas cuelga, hasta los mismísimos pies de El Poeta. Los dos primeros poemas apenas si pude dejarme envolver por ellos porque Chago se obstinaba en filmar un vídeo –no sé pa’qué carajo— e importunaba entre la multitud y el lauro. Pero, gracias a todos los dioses del Olimpo y a que the film-maker parece que había terminado ya su labor a lo Oliver Stone, me abandoné al tercero y último de los poemas leídos, y esto fue lo que estas orejitas mías de Camagüey de 1950 escucharon:
Mi vida anterior no vislumbraba. Todo mi ayer y mi mañana eran un presente: él. Ahora era él lo único que de este mundo me importaba. No pedí volver pero me dio resplandores de amanecida y nuevas lunadas. Cuando me incorporé los lienzos apretaban mis entumecidos miembros. Marta presurosa comenzó a rasgar con una daga la mortaja. María apretaba contra su pecho una docena de rosas amarillas tal palomas salvajes que fueran a escapar.
Los pocos testigos me recibieron con alborozo. Más tarde extraños se sumaron con abrazos y fuegos y fuegos de artificio. Mas él tenía pronto que partir para que todo se cumpliera. Entonces ninguna fiesta me fue tan ajena como estar acompañado de una multitud –lobos olfateaban mi andar, cordero en medio de una jauría de hienas hambrientas— que me observaba entre atónita y deslumbrada. Ciego caminando entre ciegos. Unos me admiraban; otros me execraban ante la evidencia del hecho: insólita verdad para seres disipados que a deshora van y vienen por antros y callejas donde todo vicio se apura con premura de vicio.
Pronto me fue cotidiano el vituperio, también la adulación.
Mi único consuelo fue hallarle a él. Encontrarme a solas con el que estoy unido con férreas, indestructibles ligaduras. Ya sé que la alegría es un antifaz pueril, un frívolo disfraz que visto en público, la máscara trivial y necesaria en una pantomima divertida e igual de aborrecible. ¿O tal vez tú esperabas que saliera de la entenebrecida e ignota tumba, nido que incuba huevos de rencor, novia mía, revoloteando en torno a ti, rayo en la aurora, como si nada hubiera pasado, siendo apenas yo sombra de una mariposa nocturna?
No era digno de que él entrara a mi casa, pero una sola palabra suya bastó. Antes no tuve miedo de morir, pero ahora lo tengo de vivir… sin él. Sin él soy campana que retañe y el mundo es una inmensa tumba.
Obviamente, el libro está dedicado a las hermanas Loynáz y del Castillo.
Luego, me diluí en la fantasmagoría de las ánimas en pena y, cual Lázaro (que, además, es mi primer nombre) volví a mi tumba de la calle de Embajadores.
.
© 2011 David Lago González