Vivo frente a la Iglesia de San Cayetano. Aunque ya me he habituado a su cercanía, en verano aún me resulta agradable despertar y comprobar que su barroco sigue metiéndose por la hoja del balcón de mi habitación. Si pudiera alargar elásticamente el brazo, como en una especie de historieta virtual, mi mano podría tocar la del Santo, o la de algún angelote. Me gusta despertar y comprobar que sigue ahí, desde el siglo XV, y que el antiguo arquitecto y morador de esta casa que hoy habito, duerme su sueño eterno dentro de la iglesia, a escasos veinte metros de mi lecho.
Últimamente, al caer la tarde (o aproximarse la noche), una de esas mujeres eslavas que suelen a veces resultar tan molestas al público superficial de las terrazas, y que recorren todo Madrid con un micrófono y una especie de amplificador o equipo donde guardan el fondo musical de las canciones que interpretan, se para en la acera, la puerta y las rejas de la Iglesia ya cerradas, y comienza a cantar canciones tradicionales rusas que me producen una profunda e infinita tristeza. Aunque estas canciones las interpreta en la lengua de Tolstoi, doy por hecho de que la señora es rumana, ya que es la nacionalidad del antiguo comunismo europeo que más abunda por aquí.
Dudo que sean muchos los transeúntes que se detengan a dejarle una moneda, así que he llegado a pensar que éstas son las canciones que a ella le gustan en verdad y que, de vuelta a su casa, a su chabola o debajo del puente donde malviva, se detiene allí para tener un momento de comunión musical consigo misma. Quizás ella y yo compartimos una extraña nostalgia por esa música desolada que barre todos los sentimientos hasta dejarte vacío.
Raros, locos sabores que guardo de colonizadores antiguos, y que igualmente me convierten en un ser raro, loco, singular, que ha tratado de apropiarse de lo hermoso de haber vivido, no sé si para protegerme o para castigarme.
Dudo que sean muchos los transeúntes que se detengan a dejarle una moneda, así que he llegado a pensar que éstas son las canciones que a ella le gustan en verdad y que, de vuelta a su casa, a su chabola o debajo del puente donde malviva, se detiene allí para tener un momento de comunión musical consigo misma. Quizás ella y yo compartimos una extraña nostalgia por esa música desolada que barre todos los sentimientos hasta dejarte vacío.
Raros, locos sabores que guardo de colonizadores antiguos, y que igualmente me convierten en un ser raro, loco, singular, que ha tratado de apropiarse de lo hermoso de haber vivido, no sé si para protegerme o para castigarme.
(C) 2010 David Lago González
1 comentario:
¡Hola! Poeta esto es magnifico.
Welcome back.
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