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De la interviú
Los arqueólogos han señalado el 13 de Junio de 1859 como el momento cuando hizo aparición en el periodismo la entrevista. Horace Greeley [1811-1872], uno de los fundadores del partido republicano y director del New York Tribune, donde escribieron Marx y Engels, conversó con el líder de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días en Salt Lake City. Un reportaje [Two Hours With Brigham Young] donde se interesaba por la persona misma, entrevista en sus propias palabras. Era, entonces, un fingido monólogo que delataba el temperamento del interlocutor. “¿Debo, inquirió Greeley a Young, entender el mormonismo como una nueva religión, o simplemente un desarrollo del cristianismo”? Había nacido la interviú.
Desde niño he sentido fascinación por las pláticas entre escritores y artistas, que conocí de primera mano cuando a nuestras casas llegaban visitantes y junto a varios de mis tíos maternos se desarrollaban extensas conversaciones en torno a la poesía, la historia y la política. Tres de ellos fueron ejemplares en el arte de conversar: Pablo Julio, Rogerio y Antonio José sabían de memoria, incluso en otras lenguas, poemas y canciones, en especial letras de tangos, fados y coplas, que hacían de las tertulias momentos memorables. Luego, al llegar a Bogotá, esas tenidas vinieron a repetirse en la cafetería El Cisne, donde asistí a diálogos entre los miembros de la Generación de Mito que allí caían cada tarde. Y en la universidad pude conversar y oír charlar algunos de mis maestros: Jorge Zalamea Borda, Jean Bucher, Jhon Neubauer, Oscar Gerardo Ramos, Antonio García Nossa, León de Greiff o Gerardo Molina.
Pero fue en España donde descubrí que el género, inventado por Sócrates y sus discípulos, tenía vida propia. Fueron muchas las que leí en Triunfo, un semanario que publicaba conversaciones con escritores siguiendo el modelo de transcripción pregunta corta/respuesta extensa; hice algunas, comenzando con JM Caballero Bonald, cuyas versiones originales y actualizadas aparecieron en diarios hoy desaparecidos. Luego, y por esas cosas del destino, Caballero Bonald me llevó hasta Ángel González, y este, a Jaime Gil de Biedma, quien con su descomunal erudición me dio a conocer que el término derivaba del latín, donde significaba “los que van entre sí” y que en francés entrevoir significaba lo vislumbrado, o lo entrevisto. Debo también a él haber leído fragmentos de The Life of Samuel Johnson del noveno Laird Auchinleck, las Specimens of the Table Talk of Samuel Taylor Coleridge, recopiladas por su sobrino, las de Samuel Behrman con Max Beerbohm, que conservaba en algunos números sueltos The New Yorker y en Portrait of Max: An Intimate Memoir of Sir Max Beerbohm y los interviú-poemas de Walter Landor, cuyas Conversaciones imaginarias dijo, era lo que yo debía hacer, ya que se negaba, por el momento, a concederme la que yo solicitaba.
Hay quien dice que los grandes conversadores murieron a mediados del siglo pasado y quizás sea cierto. Cosa que puede notarse en estos diálogos que publico ahora, donde a medida que avanzamos hacia el siglo XXI los interlocutores tienden a la respuesta sintética y evitan extenderse, ahorran los circunloquios y las gracias propias de la conversación, como si alguien estuviera esperando detrás de la puerta.
Conversar es un placer, quizás el único que puede disfrutar un artista de la palabra. Para serlo deben los interlocutores ser maestros en la dicción, los tonos de la voz, la expresión de los gestos y la vivacidad de los ojos, que hablan también con el alma. Que ya no se ejerza este arte no es culpa de la televisión ni la radio ni la ruina de la educación; el mundo ahora sólo piensa en ganar dinero y se dedica a ello. Hoy no se escriben libros para el gusto y disfrute de los días que uno tras otros son la vida, sino para ganar poder. El mundo ya no habla, solo escucha, obedece, duda, pero ni conversa, ni discute, si no está en terreno asegurado.
Entre las varias charlas que aquí reproduzco recuerdo vivamente la de Borges, que era una caja de música. Nada le era ajeno. Podía hablar de tantas cosas que había leído y vivido que, como se sabe, sus entrevistas hacen parte de sus obras incompletas. También tenían ese don Cabrera Infante, Alberto da Costa e Silva y Francisco Umbral, con quienes bien podía uno pasar tardes enteras conversando sin que se sintiera el agobio que depara el paso del tiempo. Pero la orquesta de cámara entre todos ellos era Jaime Gil de Biedma, apenas comparable con Borges, pero salpimentado de la gracia plena y la impertinencia de quien destilando erudición convencía ironizando acerca de los opacos pliegues de la existencia y el arte, con ese aire, tan suyo, de parecer descuidado y distraído. Era un maestro hablando de poesía, recitando versos castellanos y franceses, letras de jazz o frases que había oído en los trenes y sus enormes y prolongados viajes.
En su memoria publico este volumen.
Harold Alvarado Tenorio
Cartagena de Indias, Diciembre 23 de 2010
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