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Mi madre y yo pisamos Barajas el 8 de marzo de 1982. Prácticamente no hablamos durante las ocho horas y quince minutos que duró el vuelo, quizás porque los dos intentábamos contener el miedo, el gran miedo que escondíamos dentro y que todavía hoy no ha desaparecido para mí.
En el aeropuerto nos recibió un amigo y nos dejó tirados un antiguo vecino, pero eso es otra historia.
Llegamos todavía gobernando UCD y justo antes de las elecciones generales que dieron un triunfo arrollador a Felipe González y al Partido Socialista Obrero Español. Dos días después de esto, mi madre, mirando la televisión en el hostal donde estábamos, me dijo, diciéndose: “Davi, tanto pasar en Cuba para que ahora nos agarre aquí el socialismo.” Yo le dije “No, madre, aquello no es socialismo, aquello es otra cosa: no va a pasar nada.”
Llegamos con una mano delante y la otra atrás, como dice el dicho. Una única maleta en la que cabían todas las pertenencias de los dos, incluyendo una manta que ella había comprado para su ajuar y que nunca había sido usada, porque a alguien en Camagüey se le ocurrió pensar que traernos una manta para cubrirnos del todavía invierno madrileño significaba algo que tendríamos que comprar.
Como las gestiones consulares que podían prescindir de su presencia las hice yo, he de decir que fui engañado (o desinformado) por el cónsul vigente ya que, independiente de que la ascendencia de sangre me amparaba, yo había estado en gestiones para recuperar la nacionalidad española a los 21 años (mayoría de edad legal), lo que no fue posible por cuestiones político-consulares entre la colonia y la metrópoli, de modo que al cabo de dos años de trámites nos otorgaron un visado de turista por siete días en virtud a que nos amparaba un acta de manifestaciones realizada por un tío paterno. Ya no alcanzo a recordar del todo aquello del visado por una semana, pero el proceso (absurdo y legalmente inconsistente pero como apalabrado entre las partes correspondientes por encima de nosotros, pobres mortales) consistía en tener que ir renovando cada tres meses un “permiso de permanencia” que nos permitía ir tirando hasta que sucediera algún milagro (no sólo suceden en Milán…) y con un nuevo miedo añadido: que no nos renovaran el permiso.
Cualquier posibilidad de pasar a los Estados Unidos estaba más que cerrada. De aquello se encargaba una asociación que se llamaba El Refugio (Rescue) que llevaba una chica muy agradable cuyo nombre no recuerdo, más un séquito de damas de antiguo y tal vez recuperado abolengo que algunas veces trataban bien y otras con cierto desdén. Creo que Mas Canosa participaba económicamente en el sostenimiento de esa asociación y en las diligencias de insistencia ante el gobierno estadounidense para lograr la admisión de algún cubano.
Por otra parte estaba la posibilidad de pedir asilo político, pero yo me negué a hacer tal cosa. En sentido general me resultaba un tanto incomprensible “demostrar el hecho de haber sufrido persecución política”, a pesar de que lo fui práctica e indirectamente casi desde niño; todos sabíamos que las autoridades cubanas se cuidaban muy mucho de extender cualquier documento que pudiera demostrar tal cosa. Aunque no era de los que peor la había pasado, mi historia sobradamente acumulaba por doquier datos reales (y también imposibles de demostrar) de aquello que llamaban “persecución política”.
En mi decisión –u obcecación-- intervinieron varios factores anteriores y de aquel momento preciso.
El primero es de carácter casi infantil y confieso que hasta me da cierto reparo contarlo. El 8 de septiembre de 1981 (el 8 de septiembre es el Día de la Caridad del Cobre, ¿verdad?), totalmente desesperados con nuestra situación (de toda índole) en Cuba, arrodillado en la Iglesia de la Caridad, de Camagüey, yo hube de increpar a esta Señora a que se decidiera a por todas si nos íbamos a marchar de Cuba o no, ya que en caso contrario teníamos que renunciar a la salida del país y asumir una reconstrucción de mí mismo y de los más inmediatos que me rodeaban, que suponía una gran cantidad de cambios y determinaciones, incluso barabajaba la posibilidad de internarnos en el campo, no a ser héroes para derrocar a Fidel Castro sino para pasar lo más desapercibidos posible. Al día siguiente de aquel septiembre llegaba a casa un sobre de España con el Acta de Manifestaciones de mi tío debidamente corregida y tardamos en salir otros seis meses esquivando otro aluvión de problemas. En aquella petición a Cachita yo le pedía que solamente nos permitiera salir y empezar una nueva vida, porque, además de todo, yo también quería demostrarme a mí mismo que no era el inútil que la Revolución y el comunismo habían hecho de mí y me habían presentado como tal.
Lo siguiente que me frenó para pedir asilo político (que, aparte del status, incluía ayuda económica y otras posibilidades que cada cual debía labrarse por sí mismo) fue el desparpajo (DESPARPAJO) con que mis compatriotas realizaban todas esas gestiones, así como el desparpajo verbal y despreciativo con que se expresaban hacia un país que, de cualquier forma, les estaba acogiendo. Que nadie de los últimos arribados ni de otros recalcitrantes más antiguos se llame a engaño pensando, o diciendo, que este asilo se concedió más prolijamente durante los gobiernos del Partido Popular porque es una soberana mentira: durante la administración de Felipe González hubo una consideración y una sensibilidad mucho más humanas hacia este “llamado” derecho.
Al volver de Galicia mes y medio después de nuestra llegada a Madrid, empecé a fregar platos (y a hacer lo que fuera necesario) en un restaurante chino, donde se me empezó pagando la cantidad de 800 pesetas el día que trabajaba. A los seis meses me hicieron contrato por tiempo indefinido, legalizaron mi situación y por carácter transitivo la de mi madre, cotizaron por mí siempre a la Seguridad Social, y estuve con ellos hasta 1987, terminando de maitre. Cuando me despedí, llorábamos todos.
La única vez en España que fui verdaderamente explotado, sin consideración, con saña y con burla, fue cuando trabajé para una asesoría (en la parte contable) de un señor asturiano-cubano, cuyos hijos mayores habían nacido en Cuba. Como sigo siendo un profesional, omito el nombre. Allí me convertí en “el especialista para los casos difíciles”; o sea, “saneaba la contabilidad” de empresas muy turbias, cuya verdadera relación de trabajo con ellos nunca era explicitada. De la misma forma que no tenía pruebas para confirmar la persecución política en Cuba, tampoco tenía pruebas para demostrar la explotación a la que yo me dejé someter por apuros económicos. “Oh, casualidad…” como decía Luis Carbonell.
Por esa razón, y por respeto a mi madre, y por respeto a todos los inmigrantes que se han ganado su vida sin padrinazgos vergonzosos ni recomendaciones amañadas ni status de asilado político que no se correspondan verdaderamente con la realidad sufrida por esa persona, NO PERMITO A NINGÚN CUBANO DE AQUÍ LLEGUÉ POR MI AMOR A LA PATRIA A LUCHAR POR ELLA A COSTA DE LAS SUBVENCIONES DE OTRO PAÍS, que me dé lecciones de moralidad, porque eso, justamente, es de lo que carecen.
© 2010 David Lago González
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