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Hace unos días, por el diario El Mundo descubro a este señor, que creo que fue el principal competidor por el Nobel que finalmente le concedieron a Vargas Llosa. Por mi condición de poeta, de huido, de proscrito y de todo un montón de cosas que creo que tengo en común con este hombre, lamento verdaderamente que no le hubieran premiado a él.
David Lago González
-o-
A mí mismo en mis memorias
Fluye, fluye, nube gris,
se abre la flor de la peonía,
nada te une ya a esta tierra,
nada te une ya a este cielo.
Delira en la canícula el jardín,
un gato da bostezos en el porche.
Caminas por la calle de los tilos
en flor, de qué ciudad, lo ignoras,
en qué país, no lo recuerdas.
Brillan livianos los estorninos,
la noche se aproxima suavemente,
juegan al escondite los capullos de las rosas.
Eres tan sólo un sueño, una imagen,
sólo un anhelo eres.
Cuando te vayas, como las nubes,
se teñirá de bronce tu recuerdo.
Y rondarás los ríos
y las sombras de los árboles,
pero naufragarás en la tierra, en la tierra, en la tierra.
Versión de Elzbieta Bortkiewicz
***
Entre ordenador, lápiz y máquina de escribir
se me pasa la mitad del día. Algún día se convertirá en medio siglo.
Vivo en ciudades ajenas y a veces converso
con gente ajena sobre cosas que me son ajenas.
Escucho mucha música: Bach, Mahler, Chopin, Shostakovich.
En la música encuentro la fuerza, la debilidad y el dolor, los tres elementos.
El cuarto no tiene nombre.
Leo a poetas vivos y muertos, aprendo de ellos
tenacidad, fe y orgullo. Intento comprender
a los grandes filósofos -la mayoría de las veces consigo
captar tan sólo jirones de sus valiosos pensamientos.
Me gusta dar largos paseos por las calles de París
y mirar a mis prójimos, animados por la envidia,
la ira o el deseo; observar la moneda de plata
que pasa de mano en mano y lentamente pierde
su forma redonda (se borra el perfil del emperador).
A mi lado crecen árboles que no expresan nada,
salvo su verde perfección indiferente.
Aves negras caminan por los campos
siempre esperando algo, pacientes como viudas españolas.
Ya no soy joven, mas sigue habiendo gente mayor que yo.
Me gusta el sueño profundo, cuando no estoy,
y correr en bici por caminos rurales, cuando álamos y casas
se difuminan como nubes con el buen tiempo.
A veces me dicen algo los cuadros en los museos
y la ironía se esfuma de repente.
Me encanta contemplar el rostro de mi mujer.
Cada semana, el domingo, llamo a mi padre.
Cada dos semanas me reúno con mis amigos,
de esta forma seguimos siendo fieles.
Mi país se liberó de un mal. Quisiera
que le siguiera aún otra liberación.
¿Puedo aportar algo para ello? No lo sé.
No soy hijo de la mar,
como escribió sobre sí mismo Antonio Machado,
sino del aire, la menta y el violonchelo,
y no todos los caminos del alto mundo
se cruzan con los senderos de la vida que, de momento,
a mí me pertenece.
Versión de Elzbieta Bortkiewicz
***
Canción del emigrado
En ciudades ajenas venimos al mundo
y las llamamos patria, mas breve es
el tiempo concedido para admirar sus muros y sus torres.
Caminamos de este a oeste, ante nosotros rueda
el gran aro del sol
ardiente, a través del cual, como en el circo,
salta ágilmente un león domado. En ciudades extrañas
contemplamos las obras de viejos maestros
y, sin asombro, en añejos cuadros vemos
nuestros propios rostros. Habíamos existido
antes, e incluso conocíamos el sufrimiento,
nos faltaban tan sólo las palabras. En la iglesia
ortodoxa de París los últimos rusos blancos,
encanecidos, rezan a Dios, varios lustros
más joven que ellos y, como ellos,
impotente. En ciudades ajenas
permaneceremos, como los árboles, como las piedras.
Versión de Elzbieta Bortkiewicz
***
Habla más suave
Habla más suave: eres mayor que aquel
que fuiste tanto tiempo; eres mayor
que tú mismo y sigues sin saber
qué es la ausencia, el oro, la poesía.
El agua sucia anegó la calle; una tormenta breve
sacudió esta ciudad plana, adormecida.
Cada tormenta es un adiós, cientos de fotógrafos
parecen sobrevolarnos, inmortalizar con flash
segundos de miedo y pánico.
Sabes qué es el duelo, la desesperación
violenta que ahoga el ritmo cardiaco y el futuro.
Entre extraños llorabas, en un moderno almacén
donde el dinero, ágil, sin cesar, circulaba.
Has visto Venecia, y Siena, y en los lienzos, en la calle,
jovencísimas, tristes Madonnas que ansiaban ser
muchachas normales y bailar en carnaval.
Has visto incluso pequeñas urbes, nada bonitas,
gente vieja extenuada por el sufrimiento y el tiempo.
Ojos de santos morenos brillando en iconos
medievales, ojos ardientes de bestias salvajes.
Entre los dedos cogías guijarros de la playa La Galere,
y de pronto sentías por ellos una inmensa ternura,
por ellos y por el pino frágil, por todos los que allí
estuvieron contigo y por el mar,
que aunque potente, es tan solitario.
Una ternura inmensa, como si fuésemos huérfanos
de la misma casa, para siempre apartados los unos de los otros,
condenados a breves momentos de visitas
en las frías cárceles de la actualidad.
Habla más suave: ya no eres joven,
el éxtasis ha de pactar con semanas de ayuno,
has de elegir y abandonar, dar largas
y hablar extensamente con embajadores de secos países
y labios cuarteados, has de esperar,
escribir cartas, leer libros de quinientas páginas.
Habla más suave. No abandones la poesía.
Versión de Elzbieta Bortkiewicz
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Intenta alabar al mundo herido
Intenta alabar al mundo herido.
Recuerda los largos días de junio,
fresas silvestres, gotas rosadas de vino.
Los hierbajos que metódicamente invadían
las casas abandonadas de los desterrados.
Debes alabar al mundo herido.
Mirabas yates y barcos,
uno de ellos tenía que emprender un largo viaje,
al otro le aguardaba sólo la salobre nada.
Veías refugiados caminar hacia ninguna parte,
oías a los verdugos cantar
alegremente.
Deberías alabar al mundo herido.
Recuerda aquellos momentos, en la habitación blanca,
cuando estabais juntos y el visillo se movía.
Vuelve con la mente al concierto, cuando estalló
la música,
Recogías bellotas en el parque en otoño
y las hojas sobrevolaban girando las cicatrices de la tierra.
Alaba al mundo herido
y la pluma gris perdida por un mirlo,
y la luz delicada que vaga y desaparece
y regresa.
Versión de Elzbieta Bortkiewicz
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Lienzo
De pie, callado ante el cuadro sombrío,
ante el lienzo que hubiera podido tornarse
abrigo, camisa, bandera,
pero en cosmos se había convertido.
Permanecí en silencio,
colmado de encanto y rebelión, pensando
en el arte de pintar y el arte de vivir,
en tantos días fríos y vacíos,
en los momentos de impotencia
de mi imaginación,
que como el corazón de la campana
vive tan sólo en el balanceo,
golpeando lo que ama
y amando lo que golpea,
y pensé que este lienzo
también hubiera podido ser mortaja.
Versión de Elzbieta Bortkiewicz
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Oda a la suavidad
Los amaneceres son ciegos como gatitos.
Las uñas crecen confiadamente, aún
saben qué tocarán. Suaves
son los sueños y la ternura como niebla
suspendida sobre nosotros, igual que la campana de Sigismundo
antes que el frío la abrazase.
Versión de Elzbieta Bortkiewicz
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Senza Flash
Senza flash! «Sin flash!»
(exclamación que se oye a menudo en las galerías italianas)
Sin llama, sin noches de insomnio, sin ardor,
sin lágrimas, sin grandes pasiones, sin convencimiento.
Viviremos así: senza flash.
Queda y pausadamente, dócilmente, entre sueños,
las manos manchadas con la tinta negra de los diarios,
las caras grasientas de crema: senza flash.
Turistas sonrientes, camisas impecables,
Herr Lange y Miss Fee, Monsieur et Madame Rien
entrarán en el museo: senza flash.
Se detendrán ante el cuadro de Piero della Francesca, donde
Cristo, casi enajenado, surge de la tumba,
resucitado, libre: senza flash.
Quizás ocurra entonces algún hecho imprevisto:
se agite el corazón bajo el tejido suave,
se haga el silencio, destelle el flash.
Versión de Elzbieta Bortkiewicz
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Una mañana en Vicenza
(En memoria de Josif Brodski y Krzysztof Kieslowski)
El sol era tan tierno, tan delicado,
que hasta temíamos por él; un ademán incauto
podía rayarlo, incluso un grito -si alguien hubiera
querido gritar- lo habría puesto en peligro; tan sólo a las veloces golondrinas
de alas duras, como de hierro fundido,
se les permitía silbar en alta voz, porque vivieron su infancia
breve, en la inquietud de sus nidos de barro,
junto a sus hermanos, pequeños planetas locos,
negros como bayas silvestres.
En un pequeño café un mozo soñoliento -bajo sus ojos
las últimas sombras de la noche acumuladas- buscaba calderilla
en su bolsillo sin fondo, y el café olía a solemnidad
de tinta de impresión, a dulzura y a Arabia. El azul del cielo prometía
una larga tarde, un infinito día.
Te estaba mirando como si te viera por primera vez.
Y hasta las columnas de Palladio tenían aspecto
de recién nacidas, de recién surgidas de las olas del alba
como Venus, tu compañera mayor.
Empezar de nuevo, contar las pérdidas, contar a los caídos,
empezar el nuevo día, aunque ya no estéis, tú,
a quien dos veces enterramos y lloramos dos veces,
-viviste una vida dos veces más intensa que otros, en dos continentes,
dos idiomas, en la realidad y en la imaginación- y tú, de cara afilada
y una mirada que hacía crecer los objetos y los corazones (siempre demasiado pequeños).
No estáis, y por eso llevaremos a partir de ahora una doble vida,
en la luz y en la sombra a la vez, en el sol estridente del día,
en la frescura de los pasillos de piedra, en el duelo, en la alegría.
Versión de Elzbieta Bortkiewicz
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Vaporetto
En el bolsillo de la cazadora encuentras
un pasaje azul para el vaporetto
(il biglietto, non cedibile).
El billete azul, poco mayor
que un sello de la República de Togo,
te promete un cambio, un viaje.
Se derrite la laca en el recuerdo,
se deshiela la almendra de la nieve alpina.
Ahora puede empezar la expedición.
Estás en Texas, en la tierra llana,
entre los robles eternamente verdes,
que no recuerdan nada.
Por canales estrechos navegarás
con alemas, a contracorriente;
y hallarás glaciares y grisura.
El billete reza: corsa semplice,
pero no menciona el desierto,
la monotonía del gravoso mar,
el deseo, el aduanero malicioso,
que no te espera sólo a ti,
islas de indiferencia y de cenizas.
Navegarás largamente. Quizás llegues
allí donde descansa el erizo de Venecia,
agua, encajes y oro.
Quizás llegues allí donde se alzan
las rojas torres de Venecia, torres fieles,
agujas de un compás perdido en el océano.
Versión de Elzbieta Bortkiewicz
…