viernes, 10 de abril de 2009

CARLOS VICTORIA - Seis poemas para mi madre loca en Camagüey (1969)

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I

El invierno vino sólo por ti,

mujer que cruzaste desde la vieja

escuela

hasta la muerte de tus padres,

y tus hermanos y primos se casaron

y procrearon

como Dios manda en

El Libro.

Nada de viernes ni fiestas ocultas,

sólo el invierno fue

en tu corazón.

El azar despoblando

tus hermosos labios

me vuelve a recordar

la niña que dejaste,

abandonada y fría

en un pozo de Marzo,

y el invierno la olvida

y la dibuja

contra toda ceniza de ti misma.

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Niña y madre,

el reposo tardío busca

en vano

tu cuerpo en otro cuerpo.

Tus muñecas, las pálidas y sucias,

juegan a perecer

en el frío y la tristeza.

Y tú eres la novia de mis tardes,

siempre adiós, no me olvides,

y hacia inviernos más tuyos,

donde nadie te besará jamás

los ojos y los labios

solos.

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II

Solías decir:

“el jardín es un cielo inviolable,

y los ángeles flores”.

Tu pañuelo a capricho se ocultaba

en el verde,

y tu madre, llena de ingenuidad,

creía en las flores.

La tierra del jardín

fue una sombra de muerte

hasta el día de tus lágrimas.

Y años más tarde llegaron

los claveles, rosas de dedos rojos,

amapolas contritas,

girasoles con cabeza llorosa,

lirios temblando,

todos te conocieron.

Y tú empolvabas rostros dentro

de cada flor,

la cara de mi padre,

la de tus dos abuelos cuando fuiste pequeña,

las de tus más queridos novios,

viajeros de muy lejos, fatigados,

y en los ojos una tibia nostalgia.

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“El jardín ya se puebla

de flores...”

y tú estabas llorando, laboriosa,

en medio de recuerdos y de ángeles.

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III

¡Qué isla desierta la locura,

la paz de manos grises,

la añoranza!

La tarde en que mi madre

tuvo el único hijo,

todas las calles se le volvieron muerte.

Cabezas de tiniebla

y animales sin labios

merodeaban la cuna de sus noches.

Y sus pechos estaban helados.

las salamandras llenaban

las paredes,

aunque nunca mostraban los ojos.

Y mi madre, que soñaba

con un dios en la puerta,

sentía a los muertos acercarse.

De rezos y de amor

me abrigaba en su blusa.

Y los muertos entraban

sólo a tocar

su sombra,

junto a la mecedora gris

donde ella cada noche me

arrullaba. Y había voces y llaves más reales.

Los dos éramos eco de otra eternidad.

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IV

Fue amargo

el ángel en tu cuerpo

dentro de los muros altos y habitados

que conociste.

El aire puebla allí

los meses dolorosos,

las cabezas enfermas de muerte

y vida,

la eternidad de nunca.

El niño que yo fui

te visitó tres domingos

en un largo año,

quieto y torpe como un pájaro herido.

Y hay un parque con árboles

y una nueva imagen

de la muerte

en aquel frío espacio.

Allí una mujer intentó besarte,

y otra te arrojó piedras

desde su desgracia.

Yo lloré sobre mi pubertad caída

todo el tiempo.

Un asilo más alto que un reino

vendría a ser el resumen,

una foto de angustia

o miseria

a tus veintiséis años.

Y la memoria posee esos dedos

en el rostro

de una mujer vivida,

con los ojos llenos de ceniza,

de un puñado de lágrimas,

una mujer tan dueña

del poema

como de sus dementes ojos.

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V

Los días,

presurosos en la blanca cabeza

de las nubes,

no vuelven a traer el hilo de alegría

que supieron dar en otros tiempos.

Tu rostro amarillea

el espejo del primer cuarto,

donde Dios y su fiel enemigo

luchan por poseerte cada noche.

Mientras los ojos y las manos,

mi madre,

te envejecen inolvidablemente.

Ahora todos se fueron,

te olvidaron,

y dejaron postales y nostalgias

en lugar del olvido.

Tu locura los espantó a todos,

y te quedaste con la Biblia

y la más primitiva soledad.

Camagüey ya no espera

tocar tu adolescencia,

sólo la cartera y el vestido blanco

de la justa mitad de tu vida.

Y los sueños todavía te despiertan,

aunque ya demasiado

oscuros

para ser sueños.

Sin embargo,

las calles que conoces,

los árboles del patio, las tristezas,

todo trata de imaginar acuerdos

para así parecerse a

tu infancia.

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VI

Ah mi madre,

cuando el dolor sea sólo una estatua de huesos,

un tibio y dulce polvo,

cómo voy a recordarte entonces.

Todos los manicomios del mundo

serán mi última casa, mi guarida,

porque el hogar se nos habrá quebrado

en dulces terrones y lluvia.

Y los poemas de la carne y los ojos

serán un breve sueño

desterrado.

Para el portal tendré los balances

y las persianas rotas,

y el ángel te mirará soñando.

Las faldas y los peines

de cuando eras muchacha

serán los enemigos de tu viaje.

Ah, qué cristal agudo,

qué memorias,

los nuevos niños habrán desconocido.

Cerradas con aldabas de oro y sombra

para toda la vida.

Cómo será la huida de tu boca,

de tus años y de tus visiones,

en mi propia estancia.

Colocar el mantel, las cucharillas,

la fuente junto al pan,

los platos blancos,

sentarme en la mesa frente a tu nostalgia,

y ya nunca más estarás conmigo.

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(Agosto 1969)

© Carlos Victoria Olivera 1969

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2 comentarios:

Margarita Garcia Alonso dijo...

Los poemas me han emocionado; he leido de un tiron los post relacionados con Carlos Victoria y no he entendido mucho.
Sé que era tu amigo, sé que lo expulsaron pero no de donde; parece que se relacionaba con Abel Prieto, y que le publicaban a sus espalda...
Me gustaria entender, situarlos en epoca, saber, volveré cuando este menos emocionada de tanto acontecer.
Te beso David y siento la perdida de tu amigo.

Antonio Desquirón Oliva dijo...

felicidades, david. unosd poemas d ecarlos increíbles. por acá tengo otros. imagino que en algun momento le contestarás a chiquitacubana. me parece que en cocina china hay algo...