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NOTA DEL BLOGGER : Mi amiga Karin Aldrey sigue enviándome carpetas (virtuales) de textos que en el último cataclismo informático perdí en el éter entre mi ordenador y alguna galaxia ignota. Entre las cosas que recién me ha enviado está esta resención que escribí para la Revista Hispano-Cubana y que no recuerdo si por fin fue publicada. Cuelgo, pues, el texto aquí, por si sucede otra hecatombe.
En realidad es un poco aburrido: no hago más que repetir lo mismo de siempre.
-o-
Esta noche se pone el sol
Daniel Iglesias Kennedy
Editorial Betania 2001, pág. 112
O sea, que Beaker Street existió. La KAAY, emisora radiofónica de Little Rock, Arkansas, y las palabras iniciales de Orson Welles en "La Guerra de los Mundos" con las que se abría el programa no fueron fruto de mi delirio. O sea, que efectivamente existió otra juventud que no simpatizaba mucho con la idea de la "cubanidad" --de la que no teníamos un molde específico-- y mucho menos con la concepción "revolucionaria" de esa cubanía. O sea, que las largas vigilias en el chalet de Junior en el antiguo Biltmore, emborrachándonos y colocándonos con ninguna otra droga que no fuera el opio musical de Pink Floyd, Soft Machine y todo el underground o progressive rock de aquella época, existió también para nosotros, aunque no fuera de interés para los que por entonces podían ser nuestros profesores.
Mientras escuchaba a Daniel Iglesias Kennedy hacer la presentación de su novela, escrita en Cuba en el año 72 y publicada ahora por Editorial Betania, sin adentrarse específicamente en el texto en sí, sino relatando simplemente las vicisitudes que atravesaron novela, autor y aquella pequeña historia de cada día suplantada (¿debo decir "aplastada"?) por La Historia Heroica... Mientras eso sucedía, yo estaba asistiendo a la mía propia y a la realidad que VIVIMOS, indiscutiblemente no todo el pueblo cubano, pero sí una parte considerablemente alta de la juventud de aquellos años y, por carácter transitivo, también de nuestros mayores.
Durante esas largas horas nocturnas no velábamos a San Lázaro/Babalú Ayé ni a Santa Bárbara/Changó ni a la Virgen de la Caridad del Cobre/Ochún, ídolos del sincretismo afrocubano; ni tampoco rezábamos rosarios, ni adorábamos a las figuras de barro de La Revolución Cubana y mucho menos al martirizado Ché Guevara, como tampoco loábamos a ningún político extranjero. Eran otros muy diferentes nuestros ídolos. Y quedábamos muy lejos de todo folclorismo, incluido el musical, incluso el de los pobres acercamientos de imitación que emprendían cantantes nacionales con lo más light de las melodías norteamericanas e inglesas de la época (España apenas contaba porque hablaban en castellano). Comenzamos a hacernos adultos el 1 de enero de 1959 con aquel desfile de pasarela de tanques, barbudos peludos, collares de santajuana (o madrejuana) y crucifijos que recorrió toda la isla desde oriente hasta occidente. Y continuamos madurando de espaldas al colectivismo, afianzando, endureciendo nuestro individualismo, que no pretendía ninguna reforma ni reivindicación ni enfrentamiento ante algo que desde un principio asumimos con la impotencia de un ignorante carente de aperos necesarios ante la barrera del Everest, desinteresados también ante tal proeza como desinteresados asimismo de todos los guías que la Historia nos había brindado hasta llevarnos a las faldas de aquella montaña (recordar aquella canción guajira que, como pavorreales con sus colas desplegadas, cantaban Ramón Veloz y Coralia Fernández: "...y un Fidel que brilla en la montaña, un rubí, cinco franjas y una estrella"). Lo único que inconscientemente pretendíamos era hacer realidad el verso de Carlos Victoria, poeta después auto-renegado de aquella etapa: "¡Vivir, vivir, Dios mío!" o contentarnos con una cierta "Imitation to Life". Nuestra juventud era nuestra, no posesión del Estado (que para nosotros no era más respetable que otros stablishments, pero extendiendo sus brazos de pulpo en una dimensión diferente), y por ello fuimos calificados como "elementos delictivos" o como, en mi caso particular, me había bautizado el Departamento de Lacra Social (que regentaba en Camagüey el famoso y temido Tte. Lara): "contrario al normal desarrollo de las actividades". A pesar de haber empezado a madurar siendo niños en el año 59, la inercia biológica no nos desposeía del todo de la inocencia, de la inconsciencia, de la alegría de experimentar, descubrir y de intentar hacer nuestra vida por nosotros mismos, de manera personal, con todos los errores y aciertos que ello puede acarrear, pero La Épica Historia del Olimpo redentor nos convirtió en una extraña mezcla de jóvenes maduros, o maduros adolescentes. Sin intención de victimismo, esta brusca alteración del ciclo vital de un ser humano es un lastre que, cuarenta años después, todavía arrastramos, por lo que tal vez seamos la generación más afectada negativamente por el triunfo de La Revolución y su sistemática imposición de valores o dogmas en los que nunca creimos y que de mala gana teníamos que hacer que lo hacíamos o rebelarnos ante ellos convirtiéndonos en heroicos patriotas cuando en realidad éramos simplemente antihéroes, cuyo desarraigo no comenzó cuando muchos de nosotros pudimos pisar suelo extranjero, sino que estaba con nosotros en el mismo suelo en el que vinimos al mundo. ¿La patria? ¿Qué cosa era aquello para nosotros? Cuando menos, algo vano que Fidel se obsesionaba en repetir a cada momento; en el peor de los casos, una palabrota. Entre medias, Una Cosa de la que queríamos huir.
De todo lo escrito en el párrafo anterior trata "Esta tarde se pone el sol". Con un lenguaje directo y sin florituras, sencillo, mucho más acorde con la "absurdidad fundamental" que con el trajinado realismo mágico, y desarrollada en su mayor parte en el entorno de un grupo de amigos de bachillerato, es reflejo de ese tiempo y de la juventud de ese tiempo, con momentos insustanciales, con momentos reflexivos, con momentos de duda, con momentos de rabia e impotencia. Con lo que nos tocó vivir. Jacobo no es sólo el protagonista de esta historia, sino un personaje real que se repitió y se multiplicó a todo lo largo del archipiélago, descreído, irreverente, RECONOCIBLE para quienes no pretenden alterar la realidad, y tanto él como toda la novela es un recordatorio para los que ayer, hoy y quizá mañana, para quedar bien con Dios y con el Diablo, se obstinan en decir que todos creímos en La Revolución y que esa revolución nos traicionó. De todas las posibles "back stabbers" que poblaban el aire, la única a la que esa juventud interesaba era la de la canción de esa época.
Como dijo el autor en la presentación del libro: "la juventud que conocí y viví fue ésta. Nunca conocí a jóvenes que estuviesen dispuestos a dar la vida por la utopía del Hombre Nuevo". Esta novela se convierte en la antítesis o el contrapunto de otras novelas que han querido presentar esa juventud dentro de un paulatino desarrollo de la desilusión. Porque, simple y llanamente, de qué se iba a desilusionar alguien que nunca estuvo ilusionado.
© 2001 David Lago González
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