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a Elpidio Huerta
Nelson Constante fue una constante en mi vida.
Coincidimos por primera vez en unos campos de entrenamiento a los que se nos convocaba los sábados o los domingos para hacer ejercicios militares, que iban desde interminables marchas y repetidas formaciones y alineaciones de pelotones hasta guardias imaginarias, pasando por cavar zanjas, recibir órdenes que incluían las clásicas y las insultantes (¿eran también clásicas?), y “merecer” castigos por cualquier falta que cometiéramos y que uno ni se daba cuenta, salvo después de que la voz de pito de uno de los mellizos nos lo hiciera saber. Nunca supimos cuál de los dos mellizos era cuál; sólo sé que ambos eran tenientes y al cabo de los años, uno de ellos ―nunca se supo cuál (volvió a suceder lo mismo): inconveniente para el que no, ventaja para el que sí― fue expulsado deshonrosamente del Ejército por maricón. Ese mismo, posterior comisario cultural, se me sentó al lado una tarde en la oscuridad del Casablanca, y suave, delicada y casi amorosamente (todo lo contrario de la forma en que impartía antes sus órdenes, cuando todo el mundo creía que éste era el otro y que ambos eran dos y a la vez uno) depositó su asquerosa manita sobre mi muslo izquierdo, yo me estremecí, volví la cabeza hacia él, él me miró, yo le sonreí, él me sonrió (pensando éste me lo como yo) y clavándole los ojos y el dardo de mi lengua en el culo de botella de sus lentes (los ojos no se le veían) le dije cómo no quites esa mano de mierda de mi muslo voy a armar un escándalo que vas a ir de nuevo para el Ejército, pero esta vez a un calabozo, hijodeputa que tanto me hiciste marchar y dar picoipala en aquel Pre-Servicio... Porque aquello, efectivamente, se llamaba Pre-Servicio Militar. Entonces todo en nosotros era pre, era como si todavía tuviéramos la mollera abierta, y ya que no habíamos sido alumbrados en el mismo momento de producirse el advenimiento de El Paraíso, se suponía o se daba por hecho que arrastrábamos ciertas taras burguesas de las que se nos debía despojar, limpiar, purificar, y El Paraíso era como La Letra en Inglaterra o en España, que con sangre entraba. Digamos que en ese sentido, nos hallábamos en el Purgatorio, o más bien en el Limbo porque en definitiva no éramos culpables de nuestros pecados: los verdaderos responsables eran los padres, jirones de otras épocas corruptas que sólo pensaban en sí mismos y para sí mismos.
Cuando recibí el primero de los innumerables telegramas llamándome a aquella cosa que confundí con el llamado definitivo, me cagué, no en los pantalones, sino en la hora del advenimiento del Paraíso y en Simbad y los Cuarenta Ladrones. Pero, ¿quién se negaba, amigo? Allí las cacerolas sólo se utilizaban para guisar y la palabra “insumisión” no se conocía, y “la conciencia” era de sobra manoseada pero nunca vinculada a “la objeción”, así que “¡camina o revienta!”, como El Lute.
De esa forma entró Constante en mi vida, bajo el sol impío. Tan implacables como el Astro Rey eran, no sólo los mellizos, sino los mismos compañeros de desgracia y divertimento, sobre todo un personaje al que le faltaban los dientes superiores, apodado “El Indio” por su color achocolatado y su pelo lacio, de evidentes ancestros indígenas, que aparecía espectacularmente enfundado en una capa negra como si de El Zorro se tratase. No sé a quién había que temer más, porque si El Indio te cogía la pluma estabas jodido para el resto de tu vida y allí basta con que no dijeras tacos para que eso fuera sinónimo de ―uuuhhhhmmm...― sospecha. Para infortunio suyo y suerte para los demás, el pobre Nelson acaparaba todo el plumaje, no de un simple pajarito insignificante, sino del ave de mayor tamaño jamás imaginable.
Lo más habitual era que el objetivo de todos los dardos emponzoñados terminara después de las tres de la tarde (hora en que se nos permitía marchar a casa, desde las seis de la mañana en aquellos campos humedecidos por el rocío ―¡cuán bucólico!, pensarán algunos: ¡la puta de su madre!―) cavando zanjas y fronteras y refugios para un enemigo que nunca, en más de cuarenta años, ha llegado.
Así lo dejé, y el tiempo se quebró, y el Pre-Servicio dejó de existir, tan abrupta e injustificadamente como había comenzado. Simplemente dejamos de ser citados y nuestros fines de semana volvieron a ser mínimamente humanos.
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El siguiente punto de encuentro o coincidencia fue el segundo curso de educación secundaria, en el que compartimos la misma aula. El pobre Constante siguió siendo objeto de las bromas y burlas más despiadadas de nuestros compañeros, con esa crueldad que sólo la infancia y la adolescencia son capaces de generar. Fueron innumerables los chivatazos y cargos que ese angelical alumnado imputó al gordo (¿he dicho que, además de maricón orgánico, era casi obeso? Pues sí, lo era, y lo siguió siendo hasta que dejé de verlo.) Tantos, como infinitos los viajes del aula a la Dirección, las repetidas expulsiones pasajeras, los castigos y las llamadas para que sus padres se personaran, cosa que no sé si sucedería alguna vez, pues Nelson Constante parecía ser único en el mundo, tan único como si hubiese salido de cualquier otro sitio que nada tuviera que ver con el cuerpo de una madre.
El verdadero escándalo ―y sin duda, el verdadero escarnio y la bajeza mayor que hicieron con él― se produjo al año siguiente, en el tercer curso. La directora del Centro (que no era el centro de la tierra sino más bien el centro del infierno), de nombre Luisa y por apellido Ceballo, sita en la calle de San Ramón cuasi esquina a San José, era, además de dictadora con faz equina, madre de una connotada, patente y potente lesbiana de aspecto castrense en ciudad provinciana, desgracia materna y resignación de hija que no tuvo más remedio que apechugar con lo que las evidencias gritaban a los cuatro vientos. Unos jodedores (de esos que se dedicaban a poner cigarrillos encendidos a los batracios disecados del aula de Biología para desazón de Mamacusa, pobre profesora que enloquecía por el humo creyendo que su aula ardía) escribieron en el pizarrón “La hija de la Ceballo es un Caballo”, en clara alusión a su tortillerismo. La Mosca, a quien correspondía la clase de Química a la vuelta del receso, se encontró con aquella sentencia que, más que infame (al fin y al cabo, era verdad) era inflamable, y recabó inmediatamente la presencia de la doctora y madre de la susodicha aludida. Personase el personaje casi relinchando y exigió el nombre del responsable. Silencio inicial. Insistencia. Silencio. Insistencia amenazante. Silencio. Una manita que se levanta por allá atrás. La Ceballo se arregla la falda, como si llevara a la cintura un par de Colts 45. Arremete, pregunta. La manita habla. “Fue Constante, señora.” “¿Fuiste tú, Constante?” pregunta la directora, madre y señora, todo a un mismo tiempo. “No, señora, yo no fui.” Se alza otra manita. Se alza otra más. Otra más. Y otra. Y otra. Y otra. Se levanta un muchacho, y otro, y otro, y otro. Y todos acusan a Nelson Constante. El pobre maricón gordo patológico que lo niega y lo niega y lo vuelve a negar. La Ceballo que insiste e insiste e insiste, y amenaza con llamar a la policía. Exige que se borre ¡inmediatamente! aquella ofensa a su hija y a su pundonor materno (vil ensañamiento, es cierto, pero cuando alguien ejerce tal poder, y con tal poder, también debe atenerse a las consecuencias derivadas del caso). Coge entre sus manos el borrador y se lo tira a Nelson Constante, que lo recibe, resignado, sobre la frente, como una corona de espinas resbalando por su cuerpo al piso después de abrirle una pequeña brecha por la que manaba un líquido comúnmente llamado sangre (con lo cual se constató finalmente que Constante era, en definitiva, un simple mortal igual al resto), manchándole camisa, pantalón, zapato derecho y, lo que era peor, ¡el suelo!
Los jodedores se reían y el resto callábamos. Así, simplemente. Guardábamos silencio con el rabo entre las piernas, como los cobardes que éramos. ¿Quién defendía al mártir? ¿Quién era capaz de alzar su voz a favor del maricón? Por mucha pena que sintiéramos, todos colaborábamos en la humillación.
Pero el maricón se levantó de su silla. Sin decir palabra, recogió el borrador. Sin decir palabra, subió a la tarima de la pizarra. Sin decir palabra, borró la frase. Sin decir palabra, ni un solo minuto dejó de mirar fijamente a los ojos de Luisa Ceballo, que, como Doña Bárbara a lomos de un imaginario caballo, observaba triunfante el cumplimiento del castigo.
“Yo no lo hice, señora, y su hija no tiene la culpa de ser tortillera, pero usted sí la tiene de ser HIJADEPUTA.”
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Tiempo después, no sé cuánto, un atardecer, un atardecer que tampoco sé por qué definiría como polvoriento, me senté por un momento en la plazoleta de los cubos, al lado de la puerta de Coppelia que da a la calle Independencia. Reparé entonces en que alguien, al fondo, esperpentaba unos pasos de ballet. Entre lo grotesco del espectáculo y el calor como fangoso me costó trabajo darme cuenta de quién era. “¡Nelson!”, le dije. “Ese nombre me suena de otro mundo”, me contestó. “Estudiamos juntos, ¿no te acuerdas?” “La gran Alicia no necesita estudiar: ¡ella lo sabe todo!” Y se marchó hacia el fondo hasta detenerse frente a las puertas, doblar las piernas y saludar al público.
Alguien me contó después que acababa de salir de la galera de los locos de la cárcel de Francisquito.
© 2002 David Lago González