martes, 28 de octubre de 2008

READER’S DIGEST SELECTIONS - Mi personaje inolvidable (1)

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Mi tío Lumino.

Lumino es apócope de Iluminado. Fue el menor de mis ti@s matern@s y posiblemente con el que más cosas tengo en común, empezando por una timidez paralizante que hizo que nunca nos identificáramos lo suficiente hasta después de abandonar yo Cuba en 1982, o sea, cuando ya quizás era demasiado tarde.

Mi madre contaba que él tenía que “encaramarse” a un cajón para poder alcanzar el mostrador de la dulcería de su cuñado en el pueblo de La Esmeralda, provincia de Camagüey, adonde emigró una buena parte de mi familia materna oriunda del hermoso pero pobre paisaje matancero. También allí se radicaron los hermanos Lago en un tiempo en que el apeadero llevaba el bonito nombre de Wooden, que prefiero con creces al cursi y totalmente falso de la supuesta gema verde. Pero ésa es otra historia. En la que corresponde a mi tío, quiero añadir el detalle —loco, enloquecido, propio de cierto desatino familiar— de que aquella dulcería comenzó llamándose “La Llave Estranguladora”. Como era obvio que con tal calificativo no llegaría muy lejos, muy pronto comenzaron a referirse a ella simplemente como “La Llave”, y así continúa llamándose hasta el mismo momento en que escribo estas líneas. Allí siguió Lumino subiéndose a los cajones y terminó como “maestro pastelero” de primera, considerablemente superior a lo que hacía la “Pérez Sosa”, la dulcería más famosa de Camagüey. Además de lo normal, trabajaba por encargo, y poseía una receta secreta (que a la tumba se llevó) para “emborrachar” el bizcocho inferior del “cake” (o tarta) y convertirlo en un manjar propio de golosos dioses.

Dejando a un lado este aspecto laboral, mi tío Lumino, muchacho pobre, pobrísimo, comenzó a darse cuenta de que las cosas, la vida, no eran muy justas y que el fiel de la balanza por lo general se inclinaba hacia un solo lado. Inició así sus primeros escarceos con el movimiento anarquista, tan próximo en definitiva a personas de una cierta sensibilidad, lo cual en realidad nos comunicaba a él y a mí mucho mejor que cualquier otro lazo. Como se sabe sobradamente, el anarquismo en sí es inviable y fácilmente propenso a ceder terreno ideológico frente al socialismo y el comunismo. Así fue que tempranamente mi tío ingresó en el Partido Comunista de Cuba. Las hermanas, hechas una piña de sustos y temblores, echaban las culpas a las “malas juntamentas”, como siempre que en estos conflictos media el amor. Esas “malas juntamentas” estaban representadas por “Manolín, el del Gallito”. Manolín era un republicano español y El Gallito creo que era una tienda donde éste trabajaba. En no sé qué momento de la vida, Manolín pasó a ser vecino nuestro en la calle García Rouco y creo que todavía vivía cuando mi madre y yo partimos. Como aquello era tema tabú —“¡tabú, tabú!” decía mi prima Dora, otro personaje inolvidable a la espera de que le llegue el turno—, nunca supe con exactitud en qué tiempo del pasado político de mi tío, éste fue internado en la Cárcel Modelo de Isla de Pinos, si como anarquista o como comunista, aunque ambos partidos y tendencias eran legales en la Cuba republicana anterior a Fidel Castro, ni tampoco por qué exactamente fue puesto preso ni por cuánto tiempo. Mi tío nunca habló de la prisión. Los hombres en Cuba no hablan de la cárcel. No hace mucho leí un artículo en el Nuevo Herald de alguien que había estado preso y se refería a este silencio, pero ya yo lo sabía con anterioridad pues mi primer amante cumplió cinco años por la muerte de una persona en una reyerta callejera y de sobra conozco la historia muda, digerida a golpe de sol justiciero y garganta seca.

Cuenta la familia que mi tío, intentando barrer para el partido, en cierta ocasión anotó como militantes los nombres de sus inocentes hermanas, que un día se vieron cuestionadas por su filiación política, aunque parece que la situación se resolvió favorablemente a todas las partes.

De modo que el núcleo duro de las hermanas Fagundo vio con cierto respiro que Luminito se encaprichara de una mujer de dudosa reputación, y que del capricho pasara al enamoramiento total y al amor más arrebatado, terminando la cuestión en boda. El amor lo alejaba de la política, y una turbulencia interior es mejor que una externa, sin duda alguna. Así las soflamas políticas quedaron sofocadas por besos incendiarios. Imagino, adivino, palpo casi el cisma que en su momento representó para estas mujeres, pobres pero redobladamente decentes y pudorosas, dar cabida en la familia a una “fulana”. Mi padre apenas si los trató durante años; cuando se sabía que ellos irían a visitarnos algún domingo, él siempre encontraba algo que hacer fuera de la casa y salía antes de ellos llegaran. Hasta que mi madre se le encaró y le dijo: “¡basta de humillaciones, David Lago, basta ya!” Yo siempre tuve la sospecha de que mi padre y mi tía se conocían desde antes de sus respectivos matrimonios y de sitios tan íntimos como la cama. Con el tiempo las confrontaciones desaparecieron por completo y cada vez que iba a La Esmeralda a “la casa de la aldea”, mi padre pasaba por la casa de mis tíos y se tiraba largas horas con ellos.

Mi tío fue siempre un hombre muy prudente y si bien no justificaba ni condenaba acaloradamente los excesos más imperdonables de la Revolución, sobre todo aquellos que afectaban a sus hermanos y sobrinos, siempre tendía a aligerar la carga de las razones por las que solíamos quejarnos comúnmente. A pesar de su largo “historial” —se decía así, creo— de revolucionario debido a su pasado anarco/comunista, nunca jamás aceptó ningún cargo de los muchos que le propusieron y, cuando dejó su oficio de pastelero, se convirtió en un administrativo más de aquello que se llamó “el Poder Popular”. Sólo hizo uso de su posición potencial a favor de su hermana mayor (y ex-dueña de la dulcería) al apañar una pensión vitalicia para ella, pues por la expropiación del negocio familiar no existió compensación alguna, como se acostumbraba hacer.

Al marcharme, él heredó mi máquina de escribir: una Remington portátil de última generación (es decir, como del 59 o 60) que, naturalmente, había pertenecido a mi padre, y cuyos tipos ya iban padeciendo un desgaste que, entre la machacada cinta y el papel cebolla, convertían sus cartas en fantasmales. Una de aquellas cartas fue para mí algo especial. En ella hacía un recuento de su vida y por enésima vez me hacía saber lo orgulloso que se sentía de mí, de los poemas y las cosas que escribía. Fue en esa carta donde me dijo que él nunca podría haber imaginado que aquellas ideas en las que él creía como símbolo de justicia, harían en el futuro tanto daño a las personas que más quería.

La carta no la conservo, lo que cada vez que pienso en ello me produce cierto dolor. Hubo un momento de mi vida, años atrás, en que pensé que no viviría mucho más tiempo y en aquel arrebato de precipitada despedida, rompí muchas pedazos de mí que arrastraba con sumo placer. Pero un extraño capricho ha marcado lo contrario y aquí sigo, viendo el desfile pasar.

© David Lago González, 2008.

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3 comentarios:

Anónimo dijo...

Mis tíos hicieron lo mismo con mi mamá y su hermana, lo peor es que ellas eran menores de edad y se buscaron tremendo lío cuando se descubrió el pastel, ¡Ay! los camagüeyanos somos de apagar balcones.
Sigue hilvanando recuerdos es lindo.

Besos
Kuka

Zoé Valdés dijo...

Excelente. Un escrito maravilloso. Lo de La llave estranguladora me hizo reir mucho. Y es cierto lo de la cárcel y el enmudecimiento al respecto. MI padre tampoco hablaba de eso. Recuerda Hombres sin mujer de Carlos Montenegro.

Anónimo dijo...

Amazing!
Dicción armoniosa y libre de asperezas con un freno poético interior y un seguro buen gusto.
Dos besos, uno por mejilla.