miércoles, 12 de agosto de 2009

ROGER SALAS - Venecia, un poco al margen

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"Roger Salas imbarcadero" by Enrico Burdin (cortesía Andrea Bonnadio, Venezia)

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A Venecia se la comienza a amar en profundidad después de que se ha odiado, y sobre todo, después que se ha logrado saltar el papel siempre secundario del turista, ilustrado o no. Y eso es difícil. Hoy, los datos mandan: en Venecia quedan menos de 50.000 venecianos, y hasta barrios como Sant´Elena, hasta ahora por modestos librados de las invasiones foráneas, ya han caído. Su cercanía con Arsenale y I Giardini (los espacios estables de la Bienal) han contribuido a esta lenta colonización que a veces es amable y a veces no. Si se anda por allí, en Campo de La Tana, hígado con cebolla mediante, se puede entrar en la librería del muro Arsenale, una de las mejor surtida en temas como moda, arquitectura o diseño industrial y donde puede gastar dinero en objetos tan inútiles como hermosos: la estilizada góndola de metacrilato para llevar a la mesa las aceitunas, es el mejor ejemplo (los japos las compran a pares).

En el Cementerio de San Michele in Isola los enterradores, los pizzeros de Campo Santa Margarita, los músicos que aporrean Vivaldi en San Vidal en cuatro turnos por jornada, no hay venecianos; el fenómeno multicultural y de la emigración allí ha tomado una carta de naturaleza evidente que quizás tenía antes que nadie y desde antiguo. Pero ahora se nota más. Si los moros de talla en madera muy renegrida con taparrabos dorado y plumas eran privativos de las escaleras de los palacios dieciochescos, ahora están en vivo y abundancia, poblando el recibo de los puentes, vendiendo los falsos bolsos de marca, las apócrifas gafas de sello ilustre, los cinturones de pega. Cuando la policía los hostiga, se refugian en el recodo de Río Terrà dei Assasini.

Una de las maneras de buscarse una vida propia “a la veneciana” en ese incesante y hasta ansioso retratar, es intentar huir de los circuitos establecidos. Tarea ímproba y compleja, pues arañando supervivencia y negocio, allá donde menos te lo esperas, los venecianos (que desprecian olímpicamente al extraño) han colocado algo que atrae inexorablemente al incauto o al entusiasta, con un tipo de escenografía comercial que mezcla la exposición “museística” de anticuario con la venta pura y dura. Es el caso de la tienda de telas frente al Bel Sito & Berlino (Santa Maria del Giglio), donde alguna leyenda de voz baja sitúa a Mahler. Junto a cojines con el León de San Jorge, trozos de pasado en raídos damascos de Praga, otomanes con algún lustre, festones de gruesa seda china. A su espalda: la Calle de la Vida (en castellano el letrero), un estrecho pasadizo con luz natural de cine viscontiniano que da al canaleto y que es refugio de los mejores grafiteros del Véneto: merece verse y leer atentamente el muro.

Entre Sant´Angelo y Santo Stefano está Rigattiere, donde se exponen las cerámicas de Bassano del Grappa (Casanova ya elogió la naturalidad y realismo del esmalte de los tomates encarnados). Y a la derecha, el Campiello Nouvo o dei Morti (pregunte el origen del nombre, que es cuento “gore”) que acaba en una escalerita donde está la única persona que aún hace encajes de cristal a la veneciana y exhibe su colección de piezas antiguas.

Tras la Accademia y su puente de madera (cediendo a la gran cultura: un ojo al cuadro “Trafugamento del corpo di San Marco” de Tintoretto, que al restaurase descubrió más de un misterio y aún el gentío pasa de largo) y antes de desembocar en Zattere, se llega a la antigua Bottega, quizás la única que aún recuerda a Goldoni y donde el dolcetto o el bracchetto de Asti siempre están espumantes y fríos. A sus puertas, auténtico botellón a la italiana: un sitio de reunión de los más jóvenes. Tras el campo de la iglesia que la enfrenta, y antes de Zattere, hay una rareza semioculta: el cobertizo de reparación de las góndolas con sus insultantes geranios rojos. Algo más que un cuadro de Longhi ver a los botadores embrear las maderas bajo un sol justiciero.

Y no se olvide de tomar, por 50 céntimos (¡sí, medio euro!), el servicio de góndola para atravesar el Gran Canal y no dar rodeos. Probablemente es lo único barato que queda allí (se trata de un servicio público, y en cierto sentido, tan antiguo como cultural). Tómelo tras la Piscina San Samuele en la Calle de Garçons abocada a su muelle de madera y será depositado en San Tomà, muy cerca de Ca´Ressonico, donde en las buhardillas reposan los frescos de Tiepolo de los Pulcinellas, un conjunto de obras no por famosos (en cuanto a fotografiados) menos olvidados del mundanal periplo (hay que subir varios tramos de angosta escalera). Los capirotes, las gibas y las máscaras, tan elocuentes, junto a un galgo despistado o una golondrina en el alfeizar de un cielo tembloroso: un montón de detalles a descubrir.

Ya en abierto, las palabras “Ponte del diavolo” dicen mucho en Venecia. No hay uno, sino cinco (pasa lo mismo con las Calle Le Cafetier, un montón), uno de ellos en Torcello con leyenda negra incluída. Es una aventura buscarlos… y encontrarlos!. El que está frente a Fruili, tiene el gran relieve angular de Lucifer en intimidante piedra blanca. Uno de estos puentes desemboca en la Calle del Amor. Por algo será.

© 2009 Roger Salas

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