miércoles, 22 de julio de 2009

ROGER SALAS - Nómadas: del pasado al escenario

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sangha market de miguel barcelo

(C) Miquel Barceló

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Al nomadismo real que impone la sociedad contemporánea (desde los vuelos “low cost” a las becas Erasmus) habría que sumar el nomadismo cerebral, mucho más enraizado en el ponente cultural individual que en otra cosa. Al hilo, está el nomadismo virtual (o en red), un arma de doble filo que puede llevar a un falso enciclopedismo del mundo, algo así como que te fíes de los datos de Wikipedia o sólo compres en E-bay. El nómada es, como reza el dicho castellano, quien duerme con las ventanas y las piernas abiertas, dispuesto a recibir el intempestivo de la experiencia, a procesarlo en función de su entender… y tozudamente empeñado en seguir adelante o hacia los lados, que, como decía Alonso Quijano (un nómada fundacional) “bacía, yelmo, halo… ese es el orden, Sancho”. Al nómada le basta a veces con ir del caño al coro y del coro al caño.

El nomadismo y su componente cultural, el acto del alma errante que vaga por su inquietud moral y tantas veces atenazado por la supervivencia, es arte antiguo. A mí me gustan especialmente los ejemplos de los coreógrafos-bailarines de los albores del ballet, allá por el siglo XVIII y principios del XIX, su capacidad de trasladarse, instalarse en plaza ajena, triunfar y partir de nuevo. Eso, antes y ahora, genera un cierto y verdadero cosmopolitismo. Estos hombres eran, además de físicamente muy entrenados para el bregar, cultos, políglotas, seductores y dado el caso, rompecorazones (la bisexualidad en los teatros de entonces era un asunto mucho más natural que ahora). Hay sagas y biografías fascinantes: desde Salvatore Viganò al Divino Vestris (que Barishnikov, cuando era un joven bailarín de futuro, encarnó brillantemente sobre la escena en un solo de ballet que podéis encontrar en Youtube). Otro personaje que fascina en este mismo sentido y que se aviene a la misma época es Giaccomo Casanova. Cuando se leen sus memorias, las que empezó a escribir ya anciano en Praga (donde asistió al estreno del “Don Giovanni” de Mozart: otro ejemplo de nómada), no se nota otro arrepentimiento ni otra fuga que la mala pasada que le juega su memoria a la hora de revivir sus cuitas; su amargura es relativa al tiempo implacable (era un hombre moderno), del que no podía ya disponer a su antojo, y siente, sufre sobre sí mismo, el desprecio que hay en torno suyo por la vejez, lo que viene bien para asegurar que hay dos tipos, entre muchos, de nómadas: los jóvenes y los viejos, los que llevan la sombra delante y los que la llevan detrás; incluso los hay que han perdido su reflejo solar en senda ingrata.

La frontera de la edad hace tribu, y en el mundo global que nos ha tocado vivir, la madurez y la ancianidad no son un grado, sino un lastre, un argumento para apartarte bruscamente de cualquier elección. La obsesión por la juventud (buscada como eterno imposible o deseada como objeto de posesión) se vuelve el más cruel de los argumentos estéticos o comerciales y se enarbola como guión de una pintura moral utópica, engañosa, bonita. Casanova se refugiaba en sus armas de seducción, su talento para embaucar desde a una monja a un cantante travestido. Le daba igual. Sabía que era un nómada y que el argumento era el viaje mismo, su tránsito, la sensación de paso y de disfrute, de acto acumulativo tanto en la memoria como en la huella física. No era un mochilero: vivía en palacios y a la sombra del mecenazgo de los aristócratas, siempre ávidos de sentar a su mesa al exótico y paradigmático personaje, algo que también sucede hoy con cierto patetismo.

Los nómadas del siglo XX que se han vuelto materia de culto e iconos están primero en los dadaístas (y en los bailarines del los Ballets Russes de Diaghilev, con Nijinski entre otros dioses de barro y oro). Hoy se puede de nuevo peregrinar hasta el Café Voltaire en Zurich (felizmente recuperado como espacio para el arte experimental por la firma de relojes Swatch), un sitio que reunía a crápulas de distinto pelaje y donde se gestaron unas iniciativas de creación y ruptura que aún hoy lideran el panorama. Vivimos de las rentas del dadaísmo, tal como en el diseño industrial seguimos a la sombra de Bauhaus y en la danza contemporánea al hilo de Graham y Cunningham. En el teatro todo lo que sucede es un hijo putativo de Antonin Artaud. Cuesta reconocerlo, pero un buen comienzo es ver en ellos esa vocación nomadista que a veces es “in situ” y a veces es de pura traslación vital. Para mí un caso conmovedor es la recientemente desaparecida Pina Bausch, una mujer severa por encima de su propio genio que en un momento determinado ya en la madurez cedió al nomadismo en busca de inspiración: Palermo, Madrid, Estambul, Lisboa, Sao Paulo… allá que se iba con su tropa en una residencia frágil, temporal pero que no quería ser epidérmica, para crear sus nuevas obras escénicas y que se llamaban casi siempre así, como las ciudades catalizadores del ansia, sitios donde siempre sería una extraña.

Tristan Tzara, Marcel Duchamp, y tantos otros (pero principalmente ellos) han dejado mucho más que sus propias obras cognoscibles: han dejado una idea, un principio que negar, aplastar y sobre el que pisar para avanzar. Lo que comunican desde su negación del pasado y del viaje no es otra cosa que un concepto ultramoderno, revulsivo. Duchamp trabajó con restos, sus “ready made” desde el inodoro en adelante son indestructibles, eternos en esa carcajada de talento desacralizador. Pina Bausch encontró en una ex bailarina de su propio grupo la diseñadora de trajes ideal: Marion Cito, que se dedicaba, donde llegaban, a ir de mercadillo en mercadillo, a las tiendas “second-hand” a rebuscar entre las perchas donde siempre huele un poco ácido, al desinfectante con que han lavado esa ropa antes de colgarla a vender, intentando quitarle así su memoria, su pasado. Bausch y Cito crearon un estilo que no sólo colea, sino que manda en la escena contemporánea, ese desaliño propio del nómada que también ha encontrado eco en las pasarelas y en los diseñadores más inquietos y relacionados con la cultura, como Martin Marguiella. Helmut Lang, Romeo Gigli, Antonio Miró. Pero esos trapos a veces descoloridos y otrora elegantes quieren decir algo concreto: son parte de la estética y del simbólico, del instinto del nómada. Con un descuido que es sólo aparente, los artistas se mueven, navegan en un mundo de incomprensiones que llega hasta las propias vestiduras que les representan y les cubren de las inclemencias del viaje inevitable.

© 2009 Roger Salas

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1 comentario:

Anónimo dijo...

Interesante encontrar éste artículo cuando regreso a casa, después de una conversación en un Café hoy por la tarde, con un conocido cubano, emigrante como yo, donde sin calificarnos de tal (quiero decir, nómadas), nos reconocíamos como eso.
Y yo me pregunto (o afirmo): No somos nómadas?.


Ludwig von Berlin