lunes, 3 de diciembre de 2007
CORAL REEF, de Rolando H. Morelli
(Nota del Blogger)
Este relato, escrito por Rolando H. Morelli, en mi opinión es el mejor que he leido sobre la tragedia del conocido como "éxodo masivo de El Mariel" (Cuba, mayo de 1980). En su momento fue incomprensiblemente rechazado por Reinaldo Arenas para su publicación en la Revista Mariel, pero tal arbitrariedad puede entenderse al leer el relato y comprobar cuán bueno es. No he leido otro en que el autor logre tal distancia de unos hechos tan trágicos y tan autobiográficos, redundando en una mayor calidad del texto. Me atrevo a decir que es, incluso, uno de los mejores textos de Morelli.
Posteriormente sirvió de título y de cabecera para una selección de sus cuentos publicada en las ediciones artesanales "Timbalito" [Madrid, 2001 - "Coral Reef (Voces a la deriva)"]
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Coral Reef
Coral Reef es un nombre flamante. Si no fuera nombre, podría ser bandera. Sería la bandera que el Reef llevara. Pero el Reef no es un bote de recreo para gastar en adornos de ninguna clase, sino un viejo camaronero de proa a popa. Es decir, lo que aún queda de él: un brazado de tablas milagrosamente solidarias, que cruje y se lamenta al dar contra las olas y las corrientes sumergidas del Golfo. Coral Reef no tiene nada, salvo pasado. Parece incapaz de soportar una tempestad más en medio del océano, pero es venerable en su miseria como un viejo pescador que mira al mar desde la orilla. Tiene ese aspecto del hombre exhausto, pero conocedor del camino que conduce a los grandes bancos de pesca. Viejo y destartalado como es, sigue siendo un coloso a escala. Después de rendir una faena de la que muchos hombres jóvenes se resienten, aún puede transportar en sus entrañas varias toneladas de camarones del mismo color rojo azafranado de la piel de los hombres que componen su tripulación regular. Y Reef está orgulloso de esta hazaña, que en su natural reservado, calla.
A bordo huele siempre a alcohol, como si la brisa levantara este olor de ras del mar y lo transportara sobre cubierta. El capitán, un gringo corpulento y coloradote, que más que nada parece ser el cabecilla de los camarones entre los que anda sobre cubierta, –esto es, cuando se pescan camarones– va de un lado a otro pisando con fuerza. A ratos la seguridad del Reef parece amenazada por este andar a trancos largos. Luego de haberlo visto andar sobre las tablas, termina uno de perder completamente la confianza, como si el Reef, –herido de muerte por uno de sus traspiés– roto irremediablemente bajo su peso, fuera a abrirse de pronto. Uno siente la tentación de asirse al primer madero y piensa: –Si el Reef se hunde...
Luego, como sigue un mar turbulento y se trata de una idea engorrosa, comienza uno a darle vueltas, y a deshacerse de ella con un rodeo:
–...sería un verdadero desastre. ¡Un desastre!
No, el Reef no podría hundirse –se llega a pensar eventualmente, contagiados de la fe que le tienen sus marineros– sólo porque un poco de viento se haya levantado de pronto y el mar arrecie con sus zarandeos demasiado bruscos. Pero cuesta creer que este brazado de tablas resista la embestida de los elementos ahora que el viento se ha lanzado fuertemente contra el mar, y el mar se lanza contra el viento y el Reef está entre uno y otro como un miserable sombrero boca arriba, azotado, deslizándose hacia delante y hacia atrás, a punto de hundirse en cualquier momento. En verdad, sólo sus tripulantes siguen teniéndole fe, y no es por otra cosa que el Reef está aún defendiéndose. La fe puede mover montañas. Y no es poca cosa ésta de hacer a un lado verdaderas montañas de agua negra que se nos echan encima a cada paso. Pero alguno a quien la fe debe haber abandonado la emprende a gritos contra el Reef. Y no es para menos. Dan ganas de patear la madera del barco sin importar que sus tablas puedan soltarse, dan ganas de gritar insultos como lo hacen algunos. Pero son demasiadas ganas juntas y la más imperiosa es la que siento de vomitar sobre mi propio vientre, que se ha vuelto también como un pequeño océano tormentoso que llevara por dentro de mí, y se deshace, como está a punto de ocurrirle al Reef, a flote sólo por la enorme fe de sus hombres. Y está arriba unas veces. Bien alto sobre la grupa de una ola. Y otras está abajo, lanzado a una sima de aguas negras como sin fondo. Ahora sobre el viento que lo zarandea, quiebra y desgarra al mismo tiempo. Coral Reef. Su nombre flamante y sus varias toneladas de carga cobrada en El Mariel. Y es por eso también, –sin dudas– que el Reef está luchando. Su viejo cuerpo de marino avanza hacia el punto del infinito donde habrá una playa. Se trata de un desesperado intento por hurtar su carga al mar. A veces habrá pensado (es imposible que un mal pensamiento no hubiera acertado a pasar en algún momento por él), en deshacerse de toda su carga con un tumbo, pero ha sido un caer de niño sobre sus gastadas tablas, un grito cualquiera, un crujir de dientes, el llanto de tantos, incluso las blasfemias, y a ratos (más apagado, pero audible) una oración que no consigue apagar el fragor del mar. Su viejo cuerpo exhausto se estremece, amenazan con saltar sus pulmones a causa del esfuerzo, pero sigue con el último aliento hasta llegar. Se arrastra hasta los espigones de una playa cuya existencia adivina. Reef sabe que después sobrevendrá la muerte (su muerte) entre un boscaje de mástiles nuevos que se dan al mar. Y será, un poco de nostalgia que se siente al marcharse. Mas para un viejo marino como el Reef, lo único que ahora cuenta es haber llegado. Ahí delante, se divisa ya la playa, y sobre el muelle –y en la costa– se agitan brazos y pañuelos; multitud de brazos.
(Philadelphia, mayo de 1980)
Copyright Rolando H. Morelli
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