martes, 4 de diciembre de 2007

"La hermana María", David Lago González


Yo no sé muy bien lo que pasaba en aquella isla que todo el mundo estaba desesperado por irse. Creo que era algo relacionado con un hombre que se creía dios, pero realmente no me parece que valga la pena hablar de ello: si no hubiera sido él, habría sido otra cosa. Quizás solamente era ese agobio que produce el comprobar que la única puerta que en tal caso puede cruzarse conduce al mar y que sobre el mar, salvo que se sea otro dios (creo que eso viene en un libro gordo que llaman “Nuevo Testamento”), no se puede caminar.

Daniel y Paco no eran una excepción. Un día alguien les recomendó un “espiritista muy bueno” y allá se marcharon por la mañana temprano, pues fueron advertidos de que sus aciertos y fama eran tales que era necesario madrugar para poder ser atendidos, porque, además de bueno, el señor ya era muy mayor y no consultaba después de la una de la tarde.

Así que con el relente todavía fresco cruzaron toda La Vigía y llegaron a una modesta casa de Villa Mariana, cuya puerta, ya a esas horas, estaba abierta, su entrada franqueada por un gancho que permitía el acceso de los asiduos de confianza y de los posibles clientes. De cualquier forma, las reglas elementales del comportamiento exigían un ligero toquecito con los nudillos o un aparentemente tímido “¿se puede...?” que se mezclaba al acto inmediato de levantar el pestillo sin escuchar la respuesta y entrar como Pedro por su casa.

La salita era pequeña y casi todas las posibilidades de sentarse para esperar el momento de pasar a ver al Maestro estaban ocupadas por mujeres que, prácticamente al unísono ―como tratándose de un coro griego― exclamaron: “¡Ay, dos hombres!”

Paco y Daniel, o Daniel y Paco, da lo mismo, cruzaron sus miradas sorprendidos y dieron los buenos días reglamentarios. El coro de féminas correspondió como era debido, y la atmósfera de la espera, después de preguntar por la última, recobró una latente normalidad que pronto y sistemáticamente se vio alterada por la continua llegada de otras mujeres. Estas recién venidas se sorprendían todas por lo que evidentemente era la inoportuna presencia de dos hombres; unas decidían quedarse y otras se marchaban no sin antes cerrar su aparición con todas las variantes habidas y por haber de esta frase: “¡Ay, dos hombres: qué va, yo no espero!”. Algunas, en una suerte de consolación, preguntaban si era la primera vez... y entonces marcaban y como de todas formas “la cosa va para rato” se iban a hacer la cola del puré de tomate que había llegado a la bodega, siempre esperando, reglamentariamente, como era debido, a la siguiente que llegara y determinara quedarse, pues así lo exigían las normas de educación, y del orden, que, más que en el cerebro, llevaban metido en la sangre.

A tanto misterio y ya un poco molestos, los dos amigos no tuvieron otra opción que la de preguntar qué problema había con los hombres...

Como no se habían puesto de acuerdo para nombrar portavoz entre ellas, el coro, confundiéndose, o más bien fundiéndose, con un escarceo de gallinas, aclaró ―si aquello podía llamarse “aclaración”― que no se sabía por qué, qué era lo que pasaba, pero que cada vez que le tocaba entrar a un hombre la sesión se hacía eternizable, sobre todo a partir de la primera visita.

Daniel y Paco, aunque conturbados, pero teniendo en cuenta que se habían levantado temprano, habían andado media ciudad y, lo que sí era mejor para ellos en aquel momento preciso, no había ningún otro hombre esperando antes que ellos, en un rápido y tácito intercambio de miradas, concluyeron permanecer, con la esperanza de que aquel santo varón octogenario les confirmara la tal anhelada noticia de que algún día, quizás no muy lejano, abandonarían también aquella isla de la que todo el mundo quería salir como si formara parte del Apocalipsis siempre a la espera de desatarse.

Llegada la vez de entrar se percibieron que no habían determinado entre sí quién pasaría el primero, así que uno de los dos tomó la iniciativa y Paco se internó tras la primera cortina. Para unánime exclamación de las mujeres que aguardaban, no mucho después salía y volvía a sentarse, mientras le sustituía Daniel en la inmersión triunfante a la cueva del misterio.

Así atravesó la cortina número uno, de plástico transparente, y atravesó una puerta después de que, sin mediar llamada alguna, una voz desde su interior le invitara a pasar.

El escenario que se encontró fue el siguiente: una habitación mediana, con una puerta y una ventana grande que darían a un pasillo interior y que permanecían cerradas; en el centro, una cama, y a la derecha un armario antiguo, de tres puertas y luna central; a la izquierda, al lado de la cama y contra la pared, había un sillón grande ―lo que en aquella isla se definía como “butacón” ― y frente a éste una silla de cabilla.

En el sillón, entre cojines y almohadas, estaba sentado un señor, efectivamente octogenario, gordo y, además, ciego. Los ojos legañosos hacían un poco desagradable el acto de mirarle a la cara y sostener una mirada que, situándose en la atmósfera misteriosa del lugar, añadía la duda viscosa de ser visto, advertido o cegado. Vestido con pantalón y camisa de mangas cortas, estaba calzado por unas zapatillas de andar por casa y los pies cubiertos por unos calcetines.

La única luz de la habitación era la que provenía del pasillo al atravesar los cristales en lo alto de la puerta y la ventana. Y era suficiente.

El hombre respondió a su saludo y le invitó a sentarse en la silla de cabilla, lo suficientemente inmediata a él como para que las rodillas de Daniel rozaran las suyas. Aparte del material utilizado para improvisar aquel asiento, la sensación de incomodidad aumentaba por la cercanía de los dos cuerpos, la imagen de sus ojos y un cierto olor a orine rancio que fue percibiendo a medida que su olfato se iba aclimatando a la escena.

Empezó preguntándole la razón por la que acudía a verle, cosa que, como es sabido en tales casos, nunca debe decirse claramente, de modo que Daniel le contestó con una vaguedad sobre el futuro y además, recalcó, “por las buenas recomendaciones que le habían dado sobre sus aciertos”. El hombre continuó haciéndole preguntas, preguntas que poco a poco y cada vez más se deslizaban hacia el aspecto sexual, y en particular hacia posibles problemas de erección que el espiritista insistía en achacarle y que Daniel sabía que no existían. Pero ni una palabra de largarse de aquella isla, cosa infinitamente más importante y obsesiva y traumatizante que cualquier trastorno eréctil, ya que, de no producirse tal posibilidad, la flacidez, la incapacidad para levantar presión se extendía a su mente y a toda su vida, mucho más allá del pene. Mas, de cualquier forma, allí, sobre la tortura de aquella silla, aguantó a que concluyera con el encargo de dejar al sereno, durante dos noches, una palangana llena de agua, a la que previamente debía añadir hojas de llantén y granos de pimienta; al amanecer del tercer día colar el agua, llenar dos botellas y acudir de nuevo a otra sesión.

Cuando volvió a la sala las mujeres se entusiasmaron y una de ellas le preguntó qué espíritu le había bajado al viejo. Como ni Daniel ni Paco supieron contestar, todas juntas ―voces nuevamente reunidas en coro griego de claro tono gallináceo― les pusieron al corriente. Eran dos las ánimas que recibía el espiritista: un ancestro congo, y una monja llamada “La Hermana María”. Llegados a este punto, ambos amigos hicieron acto de contrición y contracción de una fuerte carcajada, se despidieron, y salieron a la calle.

Nada más salir empezaron a intercambiar la experiencia de la consulta y comprobaron que a los dos les había hecho las mismas preguntas y los mismos encargos. Paco se había excusado para volver diciéndole que dentro de dos días no estaría en la ciudad pues esa tarde partía a trabajar fuera, pretexto que efectivamente se correspondía con la realidad y que, según el hombre le dijo, no llegaría a concretarse. Ambos convinieron en que el santo varón, a pesar de todos los elogios, era un fraude.

Pero algo sucedió, ya llegando a casa, que les dejó sorprendidos y les hizo dudar muy seriamente de sus últimas conclusiones. De pronto, a mitad de la calzada, un jeepee se detuvo. Un compañero de trabajo de Paco sacó la cabeza por la ventanilla para decirle que el viaje quedaba anulado hasta nuevo aviso, de arriba ―pues una característica más de aquella isla era su otro aspecto de la divinidad: todo “bajaba” de arriba, desde los espíritus hasta la más elemental orden, menos, claro está, el maná―. Paco miró a Daniel; Daniel miró a Paco, y los dos empezaron a reírse delante del otro hombre que no entendía nada y comenzaba a preguntar insistentemente. Como no satisficieron su curiosidad, el tío arrancó estrepitosamente el jeep en una violenta primera que dejó una hilera de humo a su paso. Y en aquel momento Daniel supo que volvería... a ver qué pasaba.

-o-

Al tercer día estaba de nuevo en la salita atestada de mujeres, portando un cartucho con sus dos botellas de agua serenada y colada. Llegó su turno y pasó a la habitación. Igual escenario, igual escenografía, salvo por la posición de la silla de cabilla, que esta vez estaba de espaldas al espiritista y casi encajada entre sus piernas. A los pies de ésta, una palangana grande, de zinc; y sobre la cama una toalla.

El hombre le indicó desnudarse ―”completo”, le dijo― y sentarse en la silla, colocando sus pies dentro de la palangana. El contacto frío del acero en el culo y en su lomo y el del zinc en la planta de los pies, le hizo estremecer y comenzó a temblar ligeramente, intentando contenerse. Así de espaldas, el hombre, sin levantarse de su butacón, anudó primeramente una venda alrededor de sus ojos, cubrió su cabeza con un paño, que presumió blanco por una cierta claridad percibida a través de un resquicio de la cinta, y encima colocó otro paño imaginadamente negro debido a la oscuridad en que todo se sumió.

Sin mediar aviso alguno, recibió de pronto un fino chorro de agua en pleno pecho que bajó rápidamente su curso natural hasta escurrirse por la entrepierna. La picha de inmediato se le encogió como un gusarapo, sintió, y percibió vergüenza, desazón que a su vez se añadía a la provocada por la desnudez. Por el grosor del hilo sobre su piel presumió que el agua era la que había traído embotellada. Este ritual, en el más absoluto de los silencios, fue repitiéndose, y agregándose a él nuevos componentes, pues a medida que corría el líquido por su cuerpo algo, que identificaba como la felpa de la toalla, la secaba, y así una y otra vez, una y otra vez, pequeños chorritos bajaban por sus músculos y sus nervios erizados, los pezones se le encabritaban y se le aletargaban con igual rapidez, los pensamientos volaban en una espiral de especulación y al mismo tiempo se detenían en la nada.

Repentinamente una débil voz femenina, con total acento castellano, le pidió ponerse en pie. Daniel acometió la orden, los brazos a ambos lados, el agua continuaba cayendo desde su cuello y su pecho, siguiendo esta vez de largo por sus piernas y bañando los pies. La toalla al mismo tiempo absorbía el líquido. Ya no podía quedar agua en las botellas, pensaba, de dónde salía toda aquella otra. Bajo la venda de los ojos y los dos paños reparaba en que ni un solo sonido había escuchado. La silla de hierro necesariamente producía un ruido chirriante al menor deslizamiento y él se había sentado en ella cuando estaba prácticamente incrustada entre las piernas del espiritista. Quién le echaba el agua por arriba, quién secaba sus piernas, quien le bañaba el pene. Cómo podía sentirse mojado y seco un segundo después, para volver otra vez a experimentar lo mismo. Si era aquel único hombre, cómo, siendo ciego, se había puesto de pie sin el menor ruido, cómo podía dirigir el surtidor del agua como si escogiera las partes del cuerpo. Cómo, cómo, cómo...

Bajo la venda de los ojos y los dos paños creyó sentir que su picha se ponía dura, tan dura como jamás la había sentido, pero tampoco estaba seguro, no estaba seguro de nada. El agua seguía corriendo. La toalla seguía secando. Tuvo la tentación de alzar los paños, quitarse la venda y comprobar lo que pasaba. Pero también tuvo miedo. Tuvo miedo de encontrarse con la hermana María, o con el espiritista de ojos legañosos, o sabe Dios con qué. Estaba aterrado y excitado, creía, no estaba seguro, pensaba que estaba aterrado y excitado.

Creyó que le succionaban, pero no sentía ni boca ni dientes ni labios, sólo sentía que se la chupaban. Pero tampoco estaba seguro. Era como que se la mamaban. El agua seguía corriendo, quizás como la leche, pero ambas también se secaban. ¿Se corrió? Pensó que sí, que algo le abandonaba, que algo profundo y casi doloroso, inmensamente placentero, le salía del infinito más recóndito. Pero tampoco estaba seguro. Sus brazos seguían a ambos lados del cuerpo, no se atrevía a moverlos.

Silencio. Silencio, silencio, silencio. Silencio y agua. Toalla de felpa suave. Oscuridad. Negro, negro, negro, todo negro. Cuánto tiempo. ¿Segundos, minutos, horas? Cuánto tiempo entre el suave espasmo que había sentido y la nueva erección que ahora le sucedía. Sin boca, sin dientes, sin labios, sin manos. Era como una brisa en sentido contrario, aspirando en vez de soplar. ¿Se corrió? ¿Se vino? ¿Qué pasó?

El agua se acabó. Y ya estaba seco, sintió.

El hombre le mandó sentar. Entonces quitó el paño presumiblemente negro, luego el presumiblemente blanco y le desató la banda de los ojos. De momento quedó cegado por la luz que atravesaba los cristales. Y permaneció sentado, desnudo, sobre la silla. Tiritaba; seguía tiritando; o comenzaba de nuevo a tiritar: tampoco podía asegurar si en algún momento había dejado de hacerlo.

La escenografía se fue restableciendo ante sus ojos. El viejo estaba detrás, con los ojos horribles y en la misma posición en que lo había dejado. Su ropa estaba correctamente doblada sobre la cama, cuidado que él no había tenido. Su cuerpo estaba seco. En la palangana de zinc no había una gota de agua. La toalla también estaba doblada y seca sobre el colchón, como si no hubiese sido utilizada. Y en el suelo, alrededor de su cuerpo, las losetas resplandecían brillosas y secas, secas. Estaban secas. Se-cas. Ese-e-ce-a-ese.

―Puede vestirse― dijo. Y añadió que ya estaba curado, de qué, pero que debía volver a una segunda consulta.

Daniel salió de la habitación, atravesó la cortina y cruzó rápidamente la sala con la cabeza gacha, sin responder las exclamaciones de alivio del coro griego. Desenganchó la puerta de la calle y la dejó abierta. ¡Que la hermana María la cerrara!


(Madrid, 22 de junio de 2001)

Copyright © David Lago González, 2001.

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