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Hiram
Hoy martes 2 de diciembre estuve cotillando en el blog de Pedro Pablo Palma (“Gladiolo soy”), que no comprendo bien del todo —pero en fin, ¿alguien comprende algo?— y me topé —¡oh, qué susto!— con el cortometraje de Manuel Zayas (en)titulado “Seres Extravagantes” y me puse a verlo. Después del pastoso recitado amanerado de Reinaldo con ese poema suyo que yo creo que lo comenzó en tono de relajo y se le fue haciendo serio hasta que la vida y la muerte le dieron otras dimensiones definitivas, veo un paseo de Tomasito la Quijotesca, y algunos personajes menores, y, de pronto, ¡zas! Hiram, con 1.500 años más en su bajareque de Holguín, muy prieto —no prieto de carnes sino de color, como mi padre, lo que denota que el sol del campo cubano le ha castigado bastante—. Más loco también. No alegremente loco, divertido, frívolo, sino triste, amargamente loco. Contaba —¿a la cámara?— que ya no bebía —él, que hasta el otro día fue alcohólico— porque se volvía como “loco” y lo olvidaba todo, y luego perdía la bicicleta. Eso fue lo que más me conmovió: el infinito dolor que me transmitía esa pérdida tan corriente e intrascendente en cualquier país normal, menos en los peores de África o de Asia, o, como se ve, del Caribe. Él, que ha escrito versos estupendos, atrevidas novelas “sediciosas” que el fuego del mal poder consumió, cuerpos hermosos (en “sus” tiempos de La Rampa, como decía, pobrecito) que tal vez con suerte se habrán condensado en una palabra y una mirada de soslayo, y que lo ha perdido todo, todo, absolutamente todo, hasta el malditismo, se lamentaba porque pudiera perder una bicicleta. ¡Juro por Dios que si alguien vuelve a mitigar la culpa de los comisarios político-intelectuales que mi generación ha tenido, le escupo la cara, se la cruzo con un guante como si todavía el honor existiera!
Supongo que sería en la segunda mitad de la década del 60, una tarde tuve la agradable sorpresa de que Hiram (también conocido como Delfín Prats) alegrara la parsimonia camagüeyana llenándome la sala y la saleta de él y sus desconocidos y olvidados acompañantes. Camisas hechas de mosquiteros, collares, melenas, sandalias, carteritas, cositas, que posiblemente alarmarían ligeramente el sueño de algunos cederistas. Delfín y yo siempre nos hemos sentido y demostrado una sosegada admiración y respeto. Creo que se bebía, los muchachos ponían los discos que yo tenía, y en los dos balances que daban al bureau de mi padre, Hiram y yo nos leíamos cosas, siempre ávidos de comunicarnos lo último que se nos había ocurrido —en esto el tiempo no ha pasado: el ostracismo sigue siendo el mismo—. Allí conocí su novela “La Sedición”, algunos capítulos. Naturalmente siempre vieron la oscuridad de las gavetas, las cucarachas de las carpetas.
Cuando le vi en Madrid por última vez todavía bebía. Nos reímos recordando las frases-viñetas intempestivas que creo que eran obra de Reinaldo Arenas (“¡De plástico, sí, dos pares! —Dijo la loca abalanzándose contra el mostrador de la tienda.”). Me llamó la atención que Delfín siempre terminaba sentado en el suelo. Al ver el documental de Zayas, veo que también lo hace en su casa de Holguín. Y entonces me doy cuenta: es la costumbre campesina de estar en contacto con la tierra.
Espero que, dentro de tanta pena y tanta alegría acumulada, no pase por la desgracia de perder la bicicleta de nuevo.
Un beso desde Madrid.
David
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© 2008 David Lago González
1 comentario:
siempre me emocionas...
un abrazo David
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