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Del ELOGIO del que me siento más orgulloso.
Héctor y yo fuimos compañeros de estudio en la escuela secundaria y el bachillerato. En el Instituto coincidimos con otro chico cuyo nombre no recuerdo ahora mismo. Su apodo no sé si originó entre aquellas columnas decimonónicas o ya lo traía puesto, pero pronto todo el mundo lo conoció como “el guajiro”. Por aquel entonces, al “guajiro” le faltaban todos los dientes superiores (o "cajetín", que también se le llamaba en el argot callejero), lo cual era bastante común de ver en cierta gente “de reparto”, pendenciera y pre o ya delincuentes habituales. “El guajiro” no obedecía a estos orígenes ni esta formación: simplemente era de un pueblo de Camagüey. Aparte de esta “profunda y oscura” sonrisa abierta, era un chico fuertote, sanote, y de pelos rebeldes, peinado a raya, un poco a lo Elvis Presley pero sin tanto tupé. Muy estudioso, como alguien que se tomaba muy en serio el hecho de aprender. Cuando terminamos el Instituto recuerdo un grupo que estaba en uno de los corredores, quizás frente a la puerta del aula, y estábamos todos alborozados por haber terminado el bachillerato y pasar a la universidad —claro, yo todavía no sabía que ya Ellos habían decidido que los estudios superiores no serían para mí—, y allí comenzamos a decirnos la carrera que habíamos escogido. Todos hacíamos bastante ruido hasta que El Guajiro dijo que él había pedido Medicina. Inmediatamente se hizo el silencio. Y digo “EL SILENCIO”. La crueldad nuestra se tornó carcajada finalmente y alguien fue más allá y lanzó al aire una pregunta: “¿Guajiro, no habrás querido decir Veterinaria?”
Héctor estaba allí también, creo recordar. Al cabo de muchos años, me recordaría algo que yo había olvidado completamente: chicos y chicas nos metimos en la fuente del Casino Campestre a celebrar nuestro primer paso en serio hacia supuestos destinos definitivos. Todo esto vino a destaparse cuando La Pucha vino a España no recuerdo en qué año, y se revolvieron todos estos recuerdos del que cada cual guardaba una parte. En ese “mientras tanto” sucedió que Héctor casose con una amiga de Pucha, y todos crecimos y nos hicimos, digamos que, maduros.
El Guajiro se convirtió en uno de los mejores médicos de Camagüey. Y cubrió la infinitud de su sonrisa con una barrera de dientes prefabricados de color marfil. Pero me cuenta La Pucha que un día El Guajiro —que parece que sigue siendo muy expresivo— coincidió con Héctor y con otros, y se pusieron a hablar de mí y de lo orgulloso que El Guajiro se sentía porque, ¡al fin!, uno de nosotros había llegado lejos y había sacado la cara por todos.
En ese momento no pude por menos que sentir una infinita vergüenza porque en esa mitificación yo verdaderamente no correspondía a su idea del triunfo.
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© 2008 David Lago Gonzalez.
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