domingo, 17 de agosto de 2008

Hospitalidad, de Ernesto Hernández Busto

 

NOTA DEL BLOGGER:  Por cortesía de Ernesto Hernández Busto, y por la bien conocida hospitalidad de Heriberto en el todo Camagüey, tengo el gusto de propiciar la lectura de este excelente relato, anteriormente publicado en su blog Penúltimos Días.

 

trailer

 

La verdad es que nadie quería recibirlos. “Dos maricones”, decían. ¿Y quién quería meter dos maricones en su casa el día de Thanksgiving? Así que la familia les cerró las puertas, como habían hecho también aquellos tíos, allá en La Habana, cuando Hermes, el más jovencito, empezó a vivir con el viejo en aquella casona destartalada. El escándalo no era sólo por la mariconería: a la gente le molestaba también que un mulatico se hubiera metido en la casa del viejo (“ese le está pagando”, decían), un aristócrata descendiente de aristócratas, rubios sin mácula durante siete generaciones.


Les hicieron la vida imposible casi dos años, hasta que llegó lo del Mariel. Y entonces decidieron irse, en silencio para evitar los mítines de repudio, aunque al final todo se supo, y varios huevos se estrellaron contra la puerta de la casona, que se quedó vacía como un templo manchado y ruinoso.
Así empezó el peregrinar: unos parientes de él, primero, en Hialeah (por teléfono parecían amables), que tras verlos casi acaban a gritos; los hermanos de la santería que se inventaron un pretexto; amigos de la infancia que alegaron complicaciones familiares. El rumor se fue extendiendo poco a poco, y todos los teléfonos que traían (tantos que no habían sospechado siquiera la posibilidad de no encontrar un techo) empezaron a sonar sin respuesta.

Durmieron por ahí, en la calle, bajo un puente, en una vieja estación. Vieron las antorchas de las pipas de crack y la guerra a cuchilladas por unos cartones. Al otro día, no les quedó más remedio que probar con la familia de él, dos pálidas viejas estiradas que habían emigrado a principios de los sesenta. Ahora tenían una mansión en Grove Isle, una isla pequeña cerca de Coconut Grove, a la que sólo se podía llegar por carretera. Hicieron cita, fueron con alguien que los dejó en la entrada, bajo la atenta mirada de unos policías de uniforme. Y se les recibió, con la pompa debida y excelentes modales, sin reparar en aquella facha de vagabundos, y hasta los invitaron a un restaurante de la isla, el más caro que Hermes había visto nunca. El mulato miraba todo con sus ojos de adolescente asombrado; el viejo, en cambio, tenía un rictus amargo que ningún lujo podía domesticar. Tampoco los invitaron a quedarse. Con elegancia, se les condujo a la posta de salida, se les entregó un billete de cien dólares y se les deseó feliz estancia en “tierra de libertad”. Tuvieron que cruzar caminando la carreterita.

Caminaron entonces, toda la tarde, hasta que dieron con el tráiler. Un trailer desvencijado, al que se acercaron con la idea de pedir agua: el sol quemaba, el aire no parecía existir en esa calma chicha que precede las tormentas del estrecho.

La vieja les abrió la puerta del tráiler con desconfianza, pero al darse cuenta de que eran unos cubanos recién llegados los invitó a pasar. Y poco a poco empezaron a conversar de todo aquello que habían dejado atrás. Ella y sus esposo —dijo— también habían salido de Cuba, hacía casi 20 años. Al principio se habían metido en un negocio de renta de caravanas, pero las cosas no habían salido muy bien. Uno de los inquilinos había mandado a su esposo al hospital, había venido la policía, los vecinos los habían demandado. Ahora estaban completamente solos. Al final, de todo aquello les quedaba apenas aquel viejo cascarón, que había estado muchos años en Lemon City, y que hacía poco habían mudado para aquella zona, más tranquila, y donde se aguantaban mejor los ciclones. “Viene un ciclón, ¿lo saben?”.

Llegó el viejo, al principio sorprendido por la visita. “Hace años que no tengo visitas”, se disculpó. Y les ofreció que se quedaran a compartir la cena de Thanksgiving, “un pavito, que es lo único que tengo, y que mandé a asar en La Carreta”. Puso un disco de Vicentico Valdés, mandó a la vieja a freír unos plátanos, y siguió hablando, sin parar, de los recuerdos que se le habían quedado atrás. Quería saberlo todo. Quería que cada una de las palabras que traían aquellos extraños le devolviera un pedazo de aquella vida perdida, bifurcada como una raíz de mangle, medio hundida en la ciénaga de un exilio sin éxito.

El viejo y el joven estaban asombrados. Se miraban como si les costara trabajo creer en aquella agradable mezcla de nostalgia y hospitalidad. El ronroneo de un viejo ventilador los adormeció, y el cielo encapotado les ayudó a darse cuenta de que podían empezar de nuevo. Sin decisión, sin intención casi. Podían intentarlo. En ese momento imaginaron algo parecido a su propia felicidad, así, como quien asiste a las acciones de otro, disfrutando los vericuetos de la charla del viejo, el pavo crujiente y una sidra barata que parecían no acabarse nunca.

Pasada la medianoche, los viejos susurraron algo, y los convencieron para que se quedaran a dormir en el trailer. El ciclón iba a llegar de madrugada, y ellos lo pasarían en un home, con gente conocida. Qué suerte. Durmieron juntos aquella noche, mientras el viento y la lluvia sacudían el trailer como un viejo cascarón.

Al amanecer, todo estaba inundado. Salieron caminando, conmovidos, como si fueran los últimos sobrevivientes de un naufragio.

Muchos años después, cuando el rubio era un respetable empresario de pompas fúnebres, y el mulato un flamante ejecutivo del Wachovia, volvieron a ver a los viejos del tráiler. Ya muertos. Se ocuparon de ellos en la otra vida. Como harían los dioses, pagaron todo el entierro y dispusieron la única cripta disponible para que ambos, Baucis y Filemón, yacieran juntos en el Miami Memorial Cementery, allá por el South West.

© Ernesto Hernández Busto

Barcelona

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