miércoles, 26 de diciembre de 2007
EN LA CUERDA, Antonio Desquirón Oliva
En la cuerda.
Estoy en la cuerda.
Ya llegué.
Mientras la mano agita el agua y los delfines o los tiburones
Y los napoleones y los demás peces del arrecife
Y hasta los relojes del Atlántico
Mientras todos han comprendido bien la seña,
Y un recuerdo o un espíritu lee el cartel en letras rojas.
Ni primero, ni segundo ni tercero:
En los fíles.
Como todo en la vida: nunca los planos estelares,
Sólo estar.
Ni franchipán, ni fausto,
Ni jazmín de la India,
Ni naranja cajela, ni anón,
Ni ixora roja, ni clavellina matizada.
Salió el encargado
Y dijo que no sembraran nada de eso,
Que nada más con yerba verde y piedras negras,
La loma ya tenía un aspecto fabuloso.
Y se quedó mirando.
Entonces el aguacate verde maduró,
los peces salieron a buscar pitanza,
La bola del mundo dio otra vuelta,
Y se formó otro tiempo de agua.
Ni el primero ni el último.
Ahí.
Agosto 2007.
Marca.
Lo mejor que tiene
Es que apenas se ve.
Nadie te puede controlar,
nadie se puede condoler ni alegrar,
No se puede envidiar.
Ni siquiera medir
Ni retratar.
Habría que hacer algo así como una prueba de ADN,
Habría que hallar el gen.
Pero en Cuabitas eso no se puede.
Por eso más vale que me vaya a dormir
O me conecte más con la palabra.
Total.
Lo mejor que tiene es que apenas se ve.
Agosto 2007.
Para hacer un relato.
Cuando venía llegando
Ya era noche.
Miré detrás de mi
Y un ciclista apagado bajaba.
Era noche
Y los televisores resonaban con el noticiero.
Era la hora en que se pueden contar
Las estrellas del cielo
Y los pasos del gato.
Y los aleteos de la lechuza.
Era la mejor hora para contar la vida.
Cuando venía llegando
Un ciclista bajaba
Y apreté el paquete de cigarrillos negros.
Esta noche hace tanto calor,
Y no quiere llover.
Es la mejor noche para comenzar.
En cuanto los perros se callen un poquito
Vas a ver.
Un instante no más.
Agosto 2007
Tersites.
Yo no voy a la guerra de Troya
Yo no voy.
Se que pasas bajo mi ventana
Pero ni el casco ni la lanza
Ni el asqueroso escudo.
Ni el pestilente moño de tu casco.
Eso no me enardece.
Yo no monto en una galera de ésas.
No me importa si estás furioso o afligido.
No me importa lo que dice el vuelo de las aves
Ni cómo cayó el carapacho de tortuga
Ni si subiste a casa de la anciana
Y ella balbució algo incomprensible.
Es la corriente
Debajo de la tierra
Y el silbido de la roca
Atravesando el cielo.
El cuerpo aguarda el año,
Cuando Tersites sea Aquiles.
Y Patroclo salga de noche a buscar suerte,
Y Agamenón se apoye en la puerta del fondo
A mirar el maíz que crece,
Y Casandra entone una canción,
Y los muros no sirvan para ver la batalla.
Eso aullaron la mancha en la pared,
La pila de rocas junto al trillo
La corriente de agua
Y la raya del cielo
Al esfumarse.
Agosto 2007.
Déjà vu.
La espada que corta en dos,
Los ojos que quieren seguir la espada
Y la claridad que dibuja
La silueta de la mano girando.
Como si amanecer fuese una especie de supremo lujo
Que casi nadie se pudiera permitir, pero él sí.
Como si olvidar –más bien convencer a los otros
Que todo se ha olvidado-
Equivaliera a amanecer.
Como si la espada no estuviera cansada de
Partir en dos la misma soga,
Y esa historia
Nunca hubiera ocurrido.
Como si todo no fuera más que un sueño
Que se sueña por primera vez.
Como si amanecer
Fuese tranquilizador, bonito.
Y el reguero de calcetines
Y sábanas ajadas
Y ropas de dormir
Y libros desencuadernados
Y luces encendidas
Y muebles fuera de lugar
Y vasos con fondo de bebida
No existiera.
Agosto 2007
Memorias.
Ya lo se,
No repitas.
Deja lo de una y otra vez
A esa mala costumbre que tiene el universo.
Y no vengas con lo de una vez tragedia y otra vez comedia.
Mentira: siempre resulta igual.
Y tampoco con lo de
Ya no es el mismo río
Que no soy papá dios.
Que para mi siempre será un misterio
Algo más allá de lo que puedo conocer
Y diez veces, una detrás de otra,
Serán diez primeras veces:
Yo no soy un manual de estadísticas.
Es como un fuego de artificio
Un truco de monedas
Una canción bellísima
Que quisiera escuchar toda la vida.
No repitas
Que siempre voy a oír.
Agosto 2007.
De septiembre a noviembre
¡Con cuánta rabia se llena
De nubes prietas la tarde!:
¡Cómo se pierde el alarde
De radiante luz ajena!
Borrasca que no se acaba,
Aire mojado y hastío:
Mientras, se desborda el río,
Y el farallón se deslava.
¿Ves?, ya se perdió el testigo,
Ya se juntó con el aire,
Ya se volvió un enemigo:
Se disimula al socaire
De la piedra. Ya no consigo
Pensar que todo es donaire.
Otoño 2007
Trazas.
Ciego, hacia delante, oscuro, terco,
Como no soy ni seré,
Se seca en mi todo el bosque,
Se agota la pradera,
Se va todo,
Se pierde igual que si jamás,
Y ni siquiera importa si roza algo
o si se rompe o si se impregna,
porque sin ser eterno
Posee la eternidad.
no ve, no siente,
no tiene nombre .
Nadie lo puede ver.
Pasa,
Se va:
Uno sabe que pasa y se va
Pero no se ve.
Agosto 2007.
Llanos
Al recuerdo de Carlitos Victoria
Atraviesa el llano
Y hay un bosque al final
Pero camina como si no existiera,
Como si las nubes corrieran demasiado oscuras
O demasiado atropelladas
Y las piedras crujieran
Por el viento.
Atraviesa el llano sin pensar
Sin hablar, sin mirar.
Como si en llano no tuviera bosque
-o por lo menos árboles sumamente frecuentes-
Como si nada más
Hubiera luz
O a sus ojos no importara
Tanta inundación.
En definitiva, el poeta es tan frágil
Conoce tan bien el olvido –o tiene tan bien puestos sus pies sobre la tierra-
Que se parece a un ciego
Uno que camina por el campo chato
Como si fuera el infinito
Como si los guijarros fuesen astros
Y el cascajo niebla.
El aire lo estremece
Pero no pierde el rumbo:
Simplemente atraviesa
Sin propósito alguno,
Como viaja el viajero:
Como el que acaba de ver un truco hermoso.
Como quien espera quizá algún lugar precario
—una cayería,
Un arenal, una ceja de monte, algo desierto—.
El poeta no muere
Porque nunca estuvo;
Tantas fuerzas se esforzaron en demostrar
Que era lujoso y prescindible
Que aprendió a pertenecer a un orden diferente
Que jamás tiene razón.
Pero al final eso no interesa.
El poeta dice
Y su papel es solamente decir
Atravesar
Viajar,
Pasar de un sito a otro.
Terco,
Insistente,
Aferrado
Casi necio.
Atravesando el llano
con un bosque al final
Sin extraviarse, ni mirar demasiado.
Septiembre 1 - Diciembre 16, 2007
En la playa.
¿Dijiste algo?
La marca se pierde antes
Que el guijarro
Más allá, pedazos de madera,
dos o tres arbustos
Y unos carapachos.
El marinero: Creí que estas islas
Serían más claras,
Que un día se podría ir más lejos
sólo por ver.
El personaje vernáculo: Tienes la razón.
La marejada trabajó excesivamente
Y qué queda.
El marinero: Entonces,
¿Este espacio salvaje
Es para ti?
El personaje vernáculo:
Nací para mirarlo
O más bien para lo que está más allá
(Aquí mismo, pero más allá)
Por eso cállate de una vez,
Basta de maldecir.
Excepcionalmente
—sólo excepcionalmente—
hallarás cocoteros y flores
¿No entiendes?
- en francés suena más:
¡Foute moi la paix!
Una bandada de pajarracos de monte
Rozó las olas,
Describió un arco
Y se perdió detrás del promontorio.
Septiembre-Diciembre 2007
Paisaje urbano
1
El paisaje cuelga en el muro del salón:
Como ella pasaba dos o tres veces al día
No le quedaba otro remedio que mirarlo.
Pero es sólo un paisaje:
Celaje perdido muy al sur
Y chimeneas más acá de las lomas.
Juró que nunca se daría por enterada,
Incluso al momento de pensarlo, le pareció otra estampa
Boba y que con eso se terminaría todo:
Decoración, ¿ves?
Entonces su rostro sintió el aire caliente
Y su mano la lluvia.
2
Ciudad estampada:
Furiosa, turbulenta,
Risa sin dientes,
No un paisaje de salón.
Podrás decirlo y proclamarlo,
Pero no es paisaje.
Ven, acompaña mi noche
Que yo te seguiré.
Te andaré, te subiré, te bajaré,
Te rodearé, descansaré a tu sombra,
Te empujaré
Te reñiré,
Te faltaré al respeto,
Te sentirás más incómoda de mi
Que yo de ti,
No querrás verme ni en pintura,
Dondequiera callarás
o dirás que no sabes mi nombre
O mejor, fingirás que no existo.
Porque yo bebo tu agua
Y tú reposas en mí:
Conmigo.
3
Paisaje de nubes negras en pleno
Medio día.
Negro ribeteado de plata,
Carnero
Prieto.
Sangre de carnero negro
A la mitad del día.
Ciudad mía: ciudad que muge
Ciudad carnero prieto
Paisaje encaramado
Encima de las nubes,
en la región aturdida
Que nada más se ve de lejos.
Lejos, sobre un saliente de la costa,
Me demoro,
Aprieto los ojos,
Trato de mirar,
Pero quema lo mismo
Septiembre- diciembre 2007
El van rojo.
El van rojo enderezó por el camino del desierto.
Cielo nocturno lleno de satélites
y de estrellas todavía más temblorosas por el calor.
La radio y sus canciones llaneras de hace un siglo:
Verano de caminar el mismo desierto mil veces.
Cuando llegue a casa voy a sembrar estrellitas del norte— pensaba. Estrellitas.
Bajó los escalones de arenisca hacia la corriente verde y los salpicaduras de los otros muchachos:
Si nos sentamos en la piedra es mejor,
la fotografía saldrá mejor.
Estrellitas del norte,
y el jardín se estrechó hacia la mata de guayaba y el bidón repleto: ¿es un zorzal?
Cuando lo quiso perseguir, los satélites y los astros se lo impidieron.
Habían bajado
y estaban cuadrados en medio del camino para no dejarlo.
Diciembre 2007
Cine del recuerdo.
A la memoria de María Félix y
A mi amigo David Lago
Llegó de pronto y la recibí.
Le pedí que pasara y se sentara,
Que hablara despacio y moderadamente.
Tenía que comentarme algo.
Sus amigos
Habían comenzado a enviar esquelas y tarjetitas de felicitación
Deseándole una fabulosa estancia.
Con la falsedad mágica de una película
Me puse a sonreír y a mirar los barquitos
Allá abajo.
Era una visión maravillosa.
Se estremecían, temblaban, sin la menor idea
De un temporal, de galernas, relámpagos y truenos.
Mujer sentada
A una mesas de terraza, mirando hacia
El embarcadero. El pelo suelto, el cigarrillo enganchado
A la boquilla enorme, el trago de whisky.
(El vaso maya quiché, las avionetas con el contrabando.
Por Dios).
Pero el mundo es así.
En cualquier parte se cuecen habas.
No hay seguridad de nada.
O mejor, todo se conecta con todo.
En definitiva,
Yo que pensaba estar perdido
En esta cueva,
Ahora resulta que quizá existe un pasadizo
Que da al salón del trono.
—Como en una película:
Respirar. Beber un trago. Chupar la boquilla
Y leer una por una las esquelas y las tarjetitas.
Nadie sabe…
Octubre 2007
Oda al desquiciamiento del planeta.
1.
Saqué la mano por la ventanilla y me picó una gota de lluvia.
Igual estuve meses esperando un escampón
Y nada.
Mi boca estaba seca, mis ojos secos, mis brazos fláccidos, como
una planta o un trapo mojado: era estar
Empapado y reseco a la vez.
Batido por un viento sin misericordia:
Quedarme como sin preguntas ni respuestas,
Ido del mundo.
Por qué se levantan tan temprano las vecinas,
Por qué se apresuran
Por qué si ya ha dejado de llover
No alcanzo a comprender al mundo –oigo decir-.
¿Qué hay que comprender? ¿De veras piensas que tienes algún defecto y que por él no llegas a saber algo?
Saqué la mano por la ventanilla y el perrito de aguas vino a lamer
Sin que le hicieran señas: ni una gracia le hice,
No lo llamé. Sencillamente vino, lamió mis dedos
Y se fue corriendo como quien ha hecho una diablura.
En esas condiciones, quisiera saber si es necesario más.
Cuando los animalitos hacen lo que quieren
Y aprovechan que alguien señala cualquier cosa
Es que el planeta anda desquiciado
¡Bah! De veras me pareces tan confundido,
De veras quisieras que todo tuviese alguna explicación, como
Si explicar fuese el centro del mundo.
No hablan a tus espaldas.
Ni ha llovido para castigarte
No es eso.
2.
Quisiera imitar a mis amigos poetas.
A los buenos, claro está.
Pero soy incapaz.
No tengo esa capacidad, a eso me refiero.
Ni expresarme ni pensar como ellos.
Quisiera ser un poeta antiguo,
Un porta chino: y escribir hai kai,
Decir un ave esta posada en una rama
Y cayó una hoja
Y el río siguió corriendo.
Pero tampoco soy capaz.
¿Ven? es que amo los espagueti con matequilla,
los jugos de fruta, el vino,
Amo una buena película
Y un buen aparato de fotos –no tanto las fotos
Como la cámara en si.
Y los buenos perfumes que no sean chillones
Y los helados
Y no me gusta que hablen demasiado alto
Ni la oscuridad total
Ni el calor
Ni el frío
Ser amable yo y que lo sean conmigo.
Conversar, pero no que hablen sin parar.
Y que tampoco me manden a callar
Pero si hacen notar que lo hago en demasía
—es sufciente un gesto o una mirada al vacío-
Conozco el placer del silencio.
Detesto el llanto,
Pero si me sale de adentro no me importa llorar.
En fin, tonterías
Sin las cuales todas las filosofías y todas las ciencias
Son basura.
Diciembre 2007
Samba de la alborada
ya se quedaron tantas deudas por pagar
tantos besos por besar
tantos cuentos por contar
que si el sol sale
por donde se suele ocultar
no me voy escandalizar.
ya se quedaron tantas dudas que aclarar
tanta ocultación que revelar
tanta hijeputá que proclamar,
que si se olvida
lo que debieran recordar
lo voy a ver normal.
repite:
sosiego, lucha, sacrificio,
ya se perdió la cuenta,
dónde se va a encontrar.
resulta
que ahora eres tú el equivocado
que piensas cosas que no son
que no se vive así
tienes
lo que tú mismo te has buscado
deja de andar callado
ya no molestes más.
levanta:
ya está al bajar la guagua
ya la alborada se disuelve
ya el cielo torna de naranja a gris-azul.
Cuando el sol salga
por donde se va a acostar
dirán que lindo amanecer
y nadie va a chillar.
Para acabar un cuento
Para cerrar este relato
Me haría falta alguien así.
Iba a decir un personaje
Pero esa palabrería literaria
Termina sacándome de mis cabales.
Afirmación vacía,
Tonta cabeza recostada
Como aquél que no tuviera dónde dormir.
¿De veras crees que es mejor de esa manera?
La vez que caminabas por la orilla del agua
¿Pensabas en alguna “gran verdad”?
Para acariciar con esa suavidad tan especial
No hace falta otra mentira. Digo yo…
¿Ves? Imposible no repetir “verdad” y “mentira”
—esas palabras;
Seguramente se trata de algo indispensable,
que nunca voy a comprender.
Hablamos de una ley especial:
Sacar una liebre del sombrero
Volver la cara del naipe correcto.
¡Cuántos secretos!
Para terminar eficazmente la historia
Solamente un truco.
Como si esa historia pudiera acabar
Redonda y amarrada.
De verdad que resulta aburrida. Vete.
Anda a dormir y deja todo como está,
Que yo recojo luego.
Septiembre - diciembre 2007
martes, 4 de diciembre de 2007
"La hermana María", David Lago González
Yo no sé muy bien lo que pasaba en aquella isla que todo el mundo estaba desesperado por irse. Creo que era algo relacionado con un hombre que se creía dios, pero realmente no me parece que valga la pena hablar de ello: si no hubiera sido él, habría sido otra cosa. Quizás solamente era ese agobio que produce el comprobar que la única puerta que en tal caso puede cruzarse conduce al mar y que sobre el mar, salvo que se sea otro dios (creo que eso viene en un libro gordo que llaman “Nuevo Testamento”), no se puede caminar.
Daniel y Paco no eran una excepción. Un día alguien les recomendó un “espiritista muy bueno” y allá se marcharon por la mañana temprano, pues fueron advertidos de que sus aciertos y fama eran tales que era necesario madrugar para poder ser atendidos, porque, además de bueno, el señor ya era muy mayor y no consultaba después de la una de la tarde.
Así que con el relente todavía fresco cruzaron toda La Vigía y llegaron a una modesta casa de Villa Mariana, cuya puerta, ya a esas horas, estaba abierta, su entrada franqueada por un gancho que permitía el acceso de los asiduos de confianza y de los posibles clientes. De cualquier forma, las reglas elementales del comportamiento exigían un ligero toquecito con los nudillos o un aparentemente tímido “¿se puede...?” que se mezclaba al acto inmediato de levantar el pestillo sin escuchar la respuesta y entrar como Pedro por su casa.
La salita era pequeña y casi todas las posibilidades de sentarse para esperar el momento de pasar a ver al Maestro estaban ocupadas por mujeres que, prácticamente al unísono ―como tratándose de un coro griego― exclamaron: “¡Ay, dos hombres!”
Paco y Daniel, o Daniel y Paco, da lo mismo, cruzaron sus miradas sorprendidos y dieron los buenos días reglamentarios. El coro de féminas correspondió como era debido, y la atmósfera de la espera, después de preguntar por la última, recobró una latente normalidad que pronto y sistemáticamente se vio alterada por la continua llegada de otras mujeres. Estas recién venidas se sorprendían todas por lo que evidentemente era la inoportuna presencia de dos hombres; unas decidían quedarse y otras se marchaban no sin antes cerrar su aparición con todas las variantes habidas y por haber de esta frase: “¡Ay, dos hombres: qué va, yo no espero!”. Algunas, en una suerte de consolación, preguntaban si era la primera vez... y entonces marcaban y como de todas formas “la cosa va para rato” se iban a hacer la cola del puré de tomate que había llegado a la bodega, siempre esperando, reglamentariamente, como era debido, a la siguiente que llegara y determinara quedarse, pues así lo exigían las normas de educación, y del orden, que, más que en el cerebro, llevaban metido en la sangre.
A tanto misterio y ya un poco molestos, los dos amigos no tuvieron otra opción que la de preguntar qué problema había con los hombres...
Como no se habían puesto de acuerdo para nombrar portavoz entre ellas, el coro, confundiéndose, o más bien fundiéndose, con un escarceo de gallinas, aclaró ―si aquello podía llamarse “aclaración”― que no se sabía por qué, qué era lo que pasaba, pero que cada vez que le tocaba entrar a un hombre la sesión se hacía eternizable, sobre todo a partir de la primera visita.
Daniel y Paco, aunque conturbados, pero teniendo en cuenta que se habían levantado temprano, habían andado media ciudad y, lo que sí era mejor para ellos en aquel momento preciso, no había ningún otro hombre esperando antes que ellos, en un rápido y tácito intercambio de miradas, concluyeron permanecer, con la esperanza de que aquel santo varón octogenario les confirmara la tal anhelada noticia de que algún día, quizás no muy lejano, abandonarían también aquella isla de la que todo el mundo quería salir como si formara parte del Apocalipsis siempre a la espera de desatarse.
Llegada la vez de entrar se percibieron que no habían determinado entre sí quién pasaría el primero, así que uno de los dos tomó la iniciativa y Paco se internó tras la primera cortina. Para unánime exclamación de las mujeres que aguardaban, no mucho después salía y volvía a sentarse, mientras le sustituía Daniel en la inmersión triunfante a la cueva del misterio.
Así atravesó la cortina número uno, de plástico transparente, y atravesó una puerta después de que, sin mediar llamada alguna, una voz desde su interior le invitara a pasar.
El escenario que se encontró fue el siguiente: una habitación mediana, con una puerta y una ventana grande que darían a un pasillo interior y que permanecían cerradas; en el centro, una cama, y a la derecha un armario antiguo, de tres puertas y luna central; a la izquierda, al lado de la cama y contra la pared, había un sillón grande ―lo que en aquella isla se definía como “butacón” ― y frente a éste una silla de cabilla.
En el sillón, entre cojines y almohadas, estaba sentado un señor, efectivamente octogenario, gordo y, además, ciego. Los ojos legañosos hacían un poco desagradable el acto de mirarle a la cara y sostener una mirada que, situándose en la atmósfera misteriosa del lugar, añadía la duda viscosa de ser visto, advertido o cegado. Vestido con pantalón y camisa de mangas cortas, estaba calzado por unas zapatillas de andar por casa y los pies cubiertos por unos calcetines.
La única luz de la habitación era la que provenía del pasillo al atravesar los cristales en lo alto de la puerta y la ventana. Y era suficiente.
El hombre respondió a su saludo y le invitó a sentarse en la silla de cabilla, lo suficientemente inmediata a él como para que las rodillas de Daniel rozaran las suyas. Aparte del material utilizado para improvisar aquel asiento, la sensación de incomodidad aumentaba por la cercanía de los dos cuerpos, la imagen de sus ojos y un cierto olor a orine rancio que fue percibiendo a medida que su olfato se iba aclimatando a la escena.
Empezó preguntándole la razón por la que acudía a verle, cosa que, como es sabido en tales casos, nunca debe decirse claramente, de modo que Daniel le contestó con una vaguedad sobre el futuro y además, recalcó, “por las buenas recomendaciones que le habían dado sobre sus aciertos”. El hombre continuó haciéndole preguntas, preguntas que poco a poco y cada vez más se deslizaban hacia el aspecto sexual, y en particular hacia posibles problemas de erección que el espiritista insistía en achacarle y que Daniel sabía que no existían. Pero ni una palabra de largarse de aquella isla, cosa infinitamente más importante y obsesiva y traumatizante que cualquier trastorno eréctil, ya que, de no producirse tal posibilidad, la flacidez, la incapacidad para levantar presión se extendía a su mente y a toda su vida, mucho más allá del pene. Mas, de cualquier forma, allí, sobre la tortura de aquella silla, aguantó a que concluyera con el encargo de dejar al sereno, durante dos noches, una palangana llena de agua, a la que previamente debía añadir hojas de llantén y granos de pimienta; al amanecer del tercer día colar el agua, llenar dos botellas y acudir de nuevo a otra sesión.
Cuando volvió a la sala las mujeres se entusiasmaron y una de ellas le preguntó qué espíritu le había bajado al viejo. Como ni Daniel ni Paco supieron contestar, todas juntas ―voces nuevamente reunidas en coro griego de claro tono gallináceo― les pusieron al corriente. Eran dos las ánimas que recibía el espiritista: un ancestro congo, y una monja llamada “La Hermana María”. Llegados a este punto, ambos amigos hicieron acto de contrición y contracción de una fuerte carcajada, se despidieron, y salieron a la calle.
Nada más salir empezaron a intercambiar la experiencia de la consulta y comprobaron que a los dos les había hecho las mismas preguntas y los mismos encargos. Paco se había excusado para volver diciéndole que dentro de dos días no estaría en la ciudad pues esa tarde partía a trabajar fuera, pretexto que efectivamente se correspondía con la realidad y que, según el hombre le dijo, no llegaría a concretarse. Ambos convinieron en que el santo varón, a pesar de todos los elogios, era un fraude.
Pero algo sucedió, ya llegando a casa, que les dejó sorprendidos y les hizo dudar muy seriamente de sus últimas conclusiones. De pronto, a mitad de la calzada, un jeepee se detuvo. Un compañero de trabajo de Paco sacó la cabeza por la ventanilla para decirle que el viaje quedaba anulado hasta nuevo aviso, de arriba ―pues una característica más de aquella isla era su otro aspecto de la divinidad: todo “bajaba” de arriba, desde los espíritus hasta la más elemental orden, menos, claro está, el maná―. Paco miró a Daniel; Daniel miró a Paco, y los dos empezaron a reírse delante del otro hombre que no entendía nada y comenzaba a preguntar insistentemente. Como no satisficieron su curiosidad, el tío arrancó estrepitosamente el jeep en una violenta primera que dejó una hilera de humo a su paso. Y en aquel momento Daniel supo que volvería... a ver qué pasaba.
-o-
Al tercer día estaba de nuevo en la salita atestada de mujeres, portando un cartucho con sus dos botellas de agua serenada y colada. Llegó su turno y pasó a la habitación. Igual escenario, igual escenografía, salvo por la posición de la silla de cabilla, que esta vez estaba de espaldas al espiritista y casi encajada entre sus piernas. A los pies de ésta, una palangana grande, de zinc; y sobre la cama una toalla.
El hombre le indicó desnudarse ―”completo”, le dijo― y sentarse en la silla, colocando sus pies dentro de la palangana. El contacto frío del acero en el culo y en su lomo y el del zinc en la planta de los pies, le hizo estremecer y comenzó a temblar ligeramente, intentando contenerse. Así de espaldas, el hombre, sin levantarse de su butacón, anudó primeramente una venda alrededor de sus ojos, cubrió su cabeza con un paño, que presumió blanco por una cierta claridad percibida a través de un resquicio de la cinta, y encima colocó otro paño imaginadamente negro debido a la oscuridad en que todo se sumió.
Sin mediar aviso alguno, recibió de pronto un fino chorro de agua en pleno pecho que bajó rápidamente su curso natural hasta escurrirse por la entrepierna. La picha de inmediato se le encogió como un gusarapo, sintió, y percibió vergüenza, desazón que a su vez se añadía a la provocada por la desnudez. Por el grosor del hilo sobre su piel presumió que el agua era la que había traído embotellada. Este ritual, en el más absoluto de los silencios, fue repitiéndose, y agregándose a él nuevos componentes, pues a medida que corría el líquido por su cuerpo algo, que identificaba como la felpa de la toalla, la secaba, y así una y otra vez, una y otra vez, pequeños chorritos bajaban por sus músculos y sus nervios erizados, los pezones se le encabritaban y se le aletargaban con igual rapidez, los pensamientos volaban en una espiral de especulación y al mismo tiempo se detenían en la nada.
Repentinamente una débil voz femenina, con total acento castellano, le pidió ponerse en pie. Daniel acometió la orden, los brazos a ambos lados, el agua continuaba cayendo desde su cuello y su pecho, siguiendo esta vez de largo por sus piernas y bañando los pies. La toalla al mismo tiempo absorbía el líquido. Ya no podía quedar agua en las botellas, pensaba, de dónde salía toda aquella otra. Bajo la venda de los ojos y los dos paños reparaba en que ni un solo sonido había escuchado. La silla de hierro necesariamente producía un ruido chirriante al menor deslizamiento y él se había sentado en ella cuando estaba prácticamente incrustada entre las piernas del espiritista. Quién le echaba el agua por arriba, quién secaba sus piernas, quien le bañaba el pene. Cómo podía sentirse mojado y seco un segundo después, para volver otra vez a experimentar lo mismo. Si era aquel único hombre, cómo, siendo ciego, se había puesto de pie sin el menor ruido, cómo podía dirigir el surtidor del agua como si escogiera las partes del cuerpo. Cómo, cómo, cómo...
Bajo la venda de los ojos y los dos paños creyó sentir que su picha se ponía dura, tan dura como jamás la había sentido, pero tampoco estaba seguro, no estaba seguro de nada. El agua seguía corriendo. La toalla seguía secando. Tuvo la tentación de alzar los paños, quitarse la venda y comprobar lo que pasaba. Pero también tuvo miedo. Tuvo miedo de encontrarse con la hermana María, o con el espiritista de ojos legañosos, o sabe Dios con qué. Estaba aterrado y excitado, creía, no estaba seguro, pensaba que estaba aterrado y excitado.
Creyó que le succionaban, pero no sentía ni boca ni dientes ni labios, sólo sentía que se la chupaban. Pero tampoco estaba seguro. Era como que se la mamaban. El agua seguía corriendo, quizás como la leche, pero ambas también se secaban. ¿Se corrió? Pensó que sí, que algo le abandonaba, que algo profundo y casi doloroso, inmensamente placentero, le salía del infinito más recóndito. Pero tampoco estaba seguro. Sus brazos seguían a ambos lados del cuerpo, no se atrevía a moverlos.
Silencio. Silencio, silencio, silencio. Silencio y agua. Toalla de felpa suave. Oscuridad. Negro, negro, negro, todo negro. Cuánto tiempo. ¿Segundos, minutos, horas? Cuánto tiempo entre el suave espasmo que había sentido y la nueva erección que ahora le sucedía. Sin boca, sin dientes, sin labios, sin manos. Era como una brisa en sentido contrario, aspirando en vez de soplar. ¿Se corrió? ¿Se vino? ¿Qué pasó?
El agua se acabó. Y ya estaba seco, sintió.
El hombre le mandó sentar. Entonces quitó el paño presumiblemente negro, luego el presumiblemente blanco y le desató la banda de los ojos. De momento quedó cegado por la luz que atravesaba los cristales. Y permaneció sentado, desnudo, sobre la silla. Tiritaba; seguía tiritando; o comenzaba de nuevo a tiritar: tampoco podía asegurar si en algún momento había dejado de hacerlo.
La escenografía se fue restableciendo ante sus ojos. El viejo estaba detrás, con los ojos horribles y en la misma posición en que lo había dejado. Su ropa estaba correctamente doblada sobre la cama, cuidado que él no había tenido. Su cuerpo estaba seco. En la palangana de zinc no había una gota de agua. La toalla también estaba doblada y seca sobre el colchón, como si no hubiese sido utilizada. Y en el suelo, alrededor de su cuerpo, las losetas resplandecían brillosas y secas, secas. Estaban secas. Se-cas. Ese-e-ce-a-ese.
―Puede vestirse― dijo. Y añadió que ya estaba curado, de qué, pero que debía volver a una segunda consulta.
Daniel salió de la habitación, atravesó la cortina y cruzó rápidamente la sala con la cabeza gacha, sin responder las exclamaciones de alivio del coro griego. Desenganchó la puerta de la calle y la dejó abierta. ¡Que la hermana María la cerrara!
(Madrid, 22 de junio de 2001)
Copyright © David Lago González, 2001.
lunes, 3 de diciembre de 2007
CORAL REEF, de Rolando H. Morelli
(Nota del Blogger)
Este relato, escrito por Rolando H. Morelli, en mi opinión es el mejor que he leido sobre la tragedia del conocido como "éxodo masivo de El Mariel" (Cuba, mayo de 1980). En su momento fue incomprensiblemente rechazado por Reinaldo Arenas para su publicación en la Revista Mariel, pero tal arbitrariedad puede entenderse al leer el relato y comprobar cuán bueno es. No he leido otro en que el autor logre tal distancia de unos hechos tan trágicos y tan autobiográficos, redundando en una mayor calidad del texto. Me atrevo a decir que es, incluso, uno de los mejores textos de Morelli.
Posteriormente sirvió de título y de cabecera para una selección de sus cuentos publicada en las ediciones artesanales "Timbalito" [Madrid, 2001 - "Coral Reef (Voces a la deriva)"]
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Coral Reef
Coral Reef es un nombre flamante. Si no fuera nombre, podría ser bandera. Sería la bandera que el Reef llevara. Pero el Reef no es un bote de recreo para gastar en adornos de ninguna clase, sino un viejo camaronero de proa a popa. Es decir, lo que aún queda de él: un brazado de tablas milagrosamente solidarias, que cruje y se lamenta al dar contra las olas y las corrientes sumergidas del Golfo. Coral Reef no tiene nada, salvo pasado. Parece incapaz de soportar una tempestad más en medio del océano, pero es venerable en su miseria como un viejo pescador que mira al mar desde la orilla. Tiene ese aspecto del hombre exhausto, pero conocedor del camino que conduce a los grandes bancos de pesca. Viejo y destartalado como es, sigue siendo un coloso a escala. Después de rendir una faena de la que muchos hombres jóvenes se resienten, aún puede transportar en sus entrañas varias toneladas de camarones del mismo color rojo azafranado de la piel de los hombres que componen su tripulación regular. Y Reef está orgulloso de esta hazaña, que en su natural reservado, calla.
A bordo huele siempre a alcohol, como si la brisa levantara este olor de ras del mar y lo transportara sobre cubierta. El capitán, un gringo corpulento y coloradote, que más que nada parece ser el cabecilla de los camarones entre los que anda sobre cubierta, –esto es, cuando se pescan camarones– va de un lado a otro pisando con fuerza. A ratos la seguridad del Reef parece amenazada por este andar a trancos largos. Luego de haberlo visto andar sobre las tablas, termina uno de perder completamente la confianza, como si el Reef, –herido de muerte por uno de sus traspiés– roto irremediablemente bajo su peso, fuera a abrirse de pronto. Uno siente la tentación de asirse al primer madero y piensa: –Si el Reef se hunde...
Luego, como sigue un mar turbulento y se trata de una idea engorrosa, comienza uno a darle vueltas, y a deshacerse de ella con un rodeo:
–...sería un verdadero desastre. ¡Un desastre!
No, el Reef no podría hundirse –se llega a pensar eventualmente, contagiados de la fe que le tienen sus marineros– sólo porque un poco de viento se haya levantado de pronto y el mar arrecie con sus zarandeos demasiado bruscos. Pero cuesta creer que este brazado de tablas resista la embestida de los elementos ahora que el viento se ha lanzado fuertemente contra el mar, y el mar se lanza contra el viento y el Reef está entre uno y otro como un miserable sombrero boca arriba, azotado, deslizándose hacia delante y hacia atrás, a punto de hundirse en cualquier momento. En verdad, sólo sus tripulantes siguen teniéndole fe, y no es por otra cosa que el Reef está aún defendiéndose. La fe puede mover montañas. Y no es poca cosa ésta de hacer a un lado verdaderas montañas de agua negra que se nos echan encima a cada paso. Pero alguno a quien la fe debe haber abandonado la emprende a gritos contra el Reef. Y no es para menos. Dan ganas de patear la madera del barco sin importar que sus tablas puedan soltarse, dan ganas de gritar insultos como lo hacen algunos. Pero son demasiadas ganas juntas y la más imperiosa es la que siento de vomitar sobre mi propio vientre, que se ha vuelto también como un pequeño océano tormentoso que llevara por dentro de mí, y se deshace, como está a punto de ocurrirle al Reef, a flote sólo por la enorme fe de sus hombres. Y está arriba unas veces. Bien alto sobre la grupa de una ola. Y otras está abajo, lanzado a una sima de aguas negras como sin fondo. Ahora sobre el viento que lo zarandea, quiebra y desgarra al mismo tiempo. Coral Reef. Su nombre flamante y sus varias toneladas de carga cobrada en El Mariel. Y es por eso también, –sin dudas– que el Reef está luchando. Su viejo cuerpo de marino avanza hacia el punto del infinito donde habrá una playa. Se trata de un desesperado intento por hurtar su carga al mar. A veces habrá pensado (es imposible que un mal pensamiento no hubiera acertado a pasar en algún momento por él), en deshacerse de toda su carga con un tumbo, pero ha sido un caer de niño sobre sus gastadas tablas, un grito cualquiera, un crujir de dientes, el llanto de tantos, incluso las blasfemias, y a ratos (más apagado, pero audible) una oración que no consigue apagar el fragor del mar. Su viejo cuerpo exhausto se estremece, amenazan con saltar sus pulmones a causa del esfuerzo, pero sigue con el último aliento hasta llegar. Se arrastra hasta los espigones de una playa cuya existencia adivina. Reef sabe que después sobrevendrá la muerte (su muerte) entre un boscaje de mástiles nuevos que se dan al mar. Y será, un poco de nostalgia que se siente al marcharse. Mas para un viejo marino como el Reef, lo único que ahora cuenta es haber llegado. Ahí delante, se divisa ya la playa, y sobre el muelle –y en la costa– se agitan brazos y pañuelos; multitud de brazos.
(Philadelphia, mayo de 1980)
Copyright Rolando H. Morelli
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