sábado, 12 de septiembre de 2009

David Lago González - 11 de septiembre de 1978.

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PADRE

David Lago de la Fuente

(Freituxe, Bóveda, Lugo, 1898 - Camagüey, 1978)

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Mi padre morirá dentro de unas horas, alrededor de las once de la noche, hora camagüeyana, lo que aquí en Madrid sería ya en la madrugada del día doce.

Días antes mi madrina se hará un esguince en una pierna y viajará desde Wooden (Esmeralda) hasta la casa para ser atendida por un familiar médico. Ya sabemos, según la prensa de los países capitalistas y también de parte de los habitantes de estos países que nunca han vivido en la isla de Cuba ni conocido el comunismo más allá de la resonancia romántica de La República Española y la Guerra Civil, que la asistencia médica es óptima pero no sé por qué siempre es mejor una pequeña ayuda de mis amigos. Ignoraremos todavía la verdad radiográfica del dolor porque hasta el lunes siguiente no podremos hacer nada al respecto. Mientras, mi madrina se levantará penosa y dolorosamente del balance, poniendo eso tan cubano que llaman “el grito en el cielo”.

Esa noche barruntará tormenta, pero a pesar de ello yo me iré al cine. Caminaré San Ramón abajo y a través de otros callejones llegaré al cine América donde veré una película que nunca más recordaré. Al salir, dada la amenazadora imagen que presentará el cielo, decidiré esperar el autobús que, incomprensiblemente, tardará horas en llegar.

Mientras tanto, mi padre escuchará Radio Nacional de España en el comedor, pero estará inquieto, muy inquieto, y a cada rato vendrá a la saleta para preguntar una y otra vez “¿Dónde fue el muchacho?” (raramente me llamaba por mi nombre), cuándo volverá, por qué tuvo que salir en noche así... Mi madre se enfadará un tanto por la insistencia de las preguntas y por lo que parecerá entonces una absurda preocupación.

Luego pasará un rato en que mi padre esté por el comedor y mi madre y mi tía (madrina) estén sentadas en los balances de la saleta. Mi madre le llamará desde allí y él no responderá. Finalmente se levantará e irá al comedor, separado de la sala de la casa por un largo pasillo lleno de aromas de flores. Yo todavía estaré obstinadamente esperando el autobús frente al cine América porque sí, algunas veces uno se obsesionaba con vencer el destino político que nos hacía iguales a todos.

Mi madre le encontrará sentado en una silla y recostado contra el aparador donde estaba el radio. Los brazos haciendo un cojín donde reposar la frente. Ella le llamará varias veces y no tendrá respuesta. Entonces le tocará y se dará cuenta que ya está muerto. No podrá separarse de su lado entonces temiendo que el cuerpo caiga al suelo. Gritará a su hermana, sin explicarle lo que sucede, para que por la ventana se ponga a dar voces a los vecinos. Mi madrina por fin oirá lo que le dice y desde la ventana, siempre abierta todavía a esa hora de la noche, se pondrá a repetir los nombres de las vecinas más cercanas. No se les ocurre mencionar el de un hombre; por lo visto, la muerte de un marido es un asunto de mujeres.

Por fin la escuchará alguien y comenzará a acudir la gente. Llegarán algunos hombres y llevarán el cuerpo templado hasta el lecho, y por fin llegará Emilia Espinosa, nuestra casi santa de la cuadra, y las tres mujeres se dispondrán a asear el cuerpo, como para desprenderlo del sudor maloliente de la existencia y del trópico, y le vestirán con uno de sus mejores trajes, de aquellos que el comunismo había prohibido usar por considerarlos “un vestigio burgués del pasado.”

La casa se irá llenando de más y más personas, incluso desconocidas, y así me encontraré la sala y la saleta, después de mi retorno en “guagua” y pasar el primer aviso que me dará Ana María Peón al saludarla en su puerta con un acostumbrado “Annie”, y dejar atrás el segundo aviso, que me dará Belén llorando en su portal: “corre, Davi, que tu padre se ha muerto.” Ya desde la esquina anterior me extrañará la lámpara de la calle encendida y la excesiva luz que salía por la puerta y la ventana abiertas, y entonces cruzaré la calle corriendo para encontrarme con miradas que me miran con sorpresa y expectación.

Yo seguiré hasta la habitación de mis padres (la primera), aturdido por aquel silencio, mientras me interceptan Emilia y mi madre. Entraré a la habitación y me pararé contra la luna del escaparate. En el espejo enorme de la cómoda, al otro lado de la cama, veré los rostros de vecinos y curiosos. Alguien dirá que hay que llamar al forense. Creo que llamaré por teléfono —somos de los antiguos burgueses privilegiados y asquerosos gusanos que desde los años 50 teníamos teléfono en casa— y me negarán el servicio. No quedará más remedio que irse a urgencias del hospital más cercano, y mi madre insta, casi obliga a un vecino para que me acompañe. Recuerdo que tendremos que hacer una cola para el taxi en la Ferro-Ómnibus de la Avda. Finlay porque en las razones que por entonces se contemplaban para requerir un taxi a domicilio no se incluía aquel servicio. Aquel servicio que yo tampoco sabía explicar muy bien, pues siempre había que dar como una justificación oficial o sellada por algún organismo, y ningún organismo había aún admitido la muerte de mi padre.

Por fin llegaremos al “Amalia Simoni” y para colmo de males veré que tengo que vérmelas con un médico de apellido Arredondo, antiguo compañero de estudios de Los Maristas (cualquier otro compañero de la infancia, Kike Agramonte, Arteaga, puede identificarlo fácilmente en la memoria) que, por razones que ignoro, además de obviarme, manifiestamente me rechazaba durante el tiempo posterior en que coincidieron nuestros estudios. Estará en compañía de una doctora joven, la sala de urgencias vacía, y yo tendré que esperar pacientemente —y con un estupor que aún me paraliza— que se jugaran a los chinos quién debía sacrificar su apacible noche de guardia para llevarle a casa a emitir el certificado de defunción. Desgraciadamente le tocará a él. Durante todo el tiempo haremos como si nunca hubiéramos compartido años en una misma aula.

Más tarde se trasladará el cuerpo a la funeraria y se velará toda la noche, como exige la tradición y el sentimiento. Ya en la funeraria por fin comenzará a descargar la tormenta. No parará hasta que al día siguiente comenzará a ser depositado el ataúd en la bóveda de los Lago en el cementerio de La Esmeralda.

Alguien, no sé quién, dirá entonces que cuando un hombre bueno muere, llueve mucho.

© 2009 David Lago González

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4 comentarios:

Ernesto G. dijo...

Muy bello y sentido homenaje a tu padre. Saludos.

Zoé Valdés dijo...

Bellísimo, oh Dios, al menos del horror el hombre de corazón inteligente saca una perla. Cuando mi madre murió también se desató una tormenta. Gracias por este texto tan hermoso. Gracias a tus padres.

David Lago González dijo...

Gracias a los dos.

Sí, he sido (y soy) una persona muy afortunada, y ellos me facilitaron la posibilidad de crecer y formarme sin rencor.

Margarita Garcia Alonso dijo...

Muy hermoso David, me ha estremecido hasta las lagimas. Un abrazo.