domingo, 8 de febrero de 2009

Comida china (1)

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NOTA DEL BLOGGER:  "Comida China" es el nombre del libro de "Confesiones" de un amigo entrañable y, parafraseando a Ginsberg en sus aullidos y perrerías, una de "las mejores mentes de mi generación".  Le admiro, le respeto y le quiero muchísimo.  Por ahora omito su nombre, aunque no, no le busquéis en los censos oficialescos pues no pertenece a los ilustrísimos ni pasó por la fiebre de los poetas loadores ni por la del periodismo independiente.  Y no quiero seguir hablando, no vale la pena.

 

 

III

Desde mi infancia más remota tengo costumbre de viajar a La Habana. Antes, porque en la capital vivían dos hermanas de mi padre, y también porque se había quedado la costumbre o al menos la disposición para viajar desde cuando Virginia estuvo en lo de Crespo. Nos íbamos en el ómnibus Santiago-Habana de las 6pm. Doce horas. A mi me fascinaba ese viaje, y si era con mi madre, más.

Tuve un perro enorme llamado Lobo, manso y consentidor como él solo. Lo mismo me montaba en su lomo que le halaba los pelos. Jamás gruñó ni mordió: pero mis padres determinaron que representaba un peligro y lo regalaron. Precisamente al agente de los Expresos Unidos de Cuba en Contramaestre, por donde pasaba la Carretera Central. Yo tenía la ilusión de que el ómnibus se detendría en esa ciudad y entonces aprovecharía para visitar a mi querido Lobo. Cuando el Santiago-Habana pasó por Contramaestre, jamás paró, pero minutos después atravesó Baire. Donde comenzó la Guerra de Independencia, etcétera. Y como mi admiración por Chibás había encendido en mi un registro discursero, empecé a echar una arenga patriótica sobre el Grito de Baire. En la guagua se hizo un silencio sepulcral –a todo el mundo le hizo gracia- . Hablé el tiempo que me dio la gana. Yo estaba concentrado en mi mundo de patriotas, caballos y sables desnudos: cuando acabé me aplaudieron a rabiar. Me dio tanta vergüenza que me ovillé en el regazo de mi madre y me dormí. Paramos en Holguín a cenar: recuerdo que era un hotel con mamparas de cristal nevado, patio y un gato criollo, barcino.

Mi tía Abigaíl vivía en la calle Hornos, que va a dar muy cerca del Torreón de San Lázaro. Era invierno y el carnaval habanero caía por esos días. Una noche me llevaron a ver las carrozas.

El carnaval de La Habana es un espectáculo, no como el de Santiago, donde la gente se involucra más. Además, son dos estaciones: La Habana, en invierno y Santiago en la candela de julio. Me gustó mucho porque tenía fuegos artificiales y había una carroza con escobas –símbolo de la ortodoxia, para barrer la corrupción- y el lema “chibasista” Vergüenza contra dinero. En Cuba siempre se ha hecho propaganda política en cualquier oportunidad. Me dieron por la vena del gusto.

Mi tía Abigail era una mujer simpática pero completamente impredecible: lo mismo se deshacía en cariños que te insultaba a toda voz. Su “amigo” era un señor de edad apellidado Angulo, al que trataba tiránicamente. Al menos, esa era mi impresión. Tenían un par de perros spitz blancos como la nieve, Mota y King. Abi era fanática de los perros y construyó un panteón para cuando murieran -¿dónde quedaría el cementerio canino de La Habana?-, lo cual ocurrió no mucho después. Su casita no era grande, pero estaba sobrecargada de bibelots, fotos, cuadritos y una estufa de mentira con un bombillo rojo en el sitio del fuego. Entre los perros, los adornos y las discusiones con Angulo, era un ambiente cualquier cosa menos sosegado, pero que me encantaba. La historia personal de Abigail es apasionante, pero como se supone que la estrella de este texto sea yo, tenemos que dejarla para otra ocasión. Seguramente que un día la escribiré. Nada, que cuando Mota tuvo perritos, mi madre cargó con un cachorro dentro de un cajón y le sacó pasaje Habana-Santiago. Se llamó Motica y la quise mucho.

Como ya contaba casi cuatro años, me pusieron al kindergarten -que así se llamaba el Pre-escolar- en la misma casa donde había visto a Chibás. Rosa Dumont acababa de graduarse de maestra, no tenía trabajo, era encantadora y su casa quedaba junto a la de mi abuela. Y como todo lo hacíamos en grupo, a la toda manada de primos nos mandaron al mismo kinder. No sé si nosotros arrastramos aquella cantidad de niños o si fueron ellos los que nos arrastraron a nosotros, el caso es que el kinder de Rosita resultaba muy distendido. Además, los Dumont eran una familia fuera de lo corriente: el esposo tenía una casa de instrumentos musicales y distribuía las películas de la Paramount Pictures. Como había sido bombero voluntario en su juventud, guardaba capa y sombrero negros tras la puerta de la habitación matrimonial: a nosotros nos encantaba contemplarlos. La esposa, Aída Palma, era maestra de piano en su casa y tocaba órgano en la capilla de Cuabitas: tenía una chiva llamada Dorotea. Por las mañanitas, antes de clase, mientras Aída ordeñaba a Dorotea para el desayuno, me relataba el asalto de la bruja la madrugada pasada: esa mala mujer quería llevarse a la chiva, y las marcas de la puerta no se debían a la vejez de la madera ni al comején, sino a las uñas de la hechicera. Yo hallaba muy natural que una bruja batallara noche a noche por secuestrar a la chiva: escuchaba los relatos muy atentamente pero sin gota de miedo. Samuelito era el varón más joven: vivía en un cuarto pequeño que daba al salón de clases. Tenía las paredes tapizadas de retratos de mujeres en cuero o con las tetas al aire, aparte de no se cuantos almanaques de pin ups. La muchacha menor de la casa se llamaba Violeta. Era una adolescente rubianca e inconforme. En aquel tiempo había un personaje de comic llamado Penny: Violeta era su viva estampa. Como en esa casa a todos les gustaba el trato con niños, se estableció entre todos un ambiente maravilloso.

Rosita disfrutaba el enseñar a los niños. Tenía un novio norteamericano, oficial de la Base Naval de Guantánamo. Varias veces el americano vino a ver a mi maestra: un dirigible se paraba sobre el patio, caía una escala y por ella bajaba él. Demasiado fuerte para nosotros, que idolatrábamos a Rosa y a su familia. Para las Navidades inventaron una representación bastante loca, como todo lo de ellos. Yo hacía el papel de Santa Claus, que pasaba repartiendo regalo cerca del pesebre donde el Recién Nacido –Tonito Llorca- lloraba en brazos de la Virgen –Mireya la hija de Silvina- y al pie de San José –Paquito Nariño-: la representación fue un verdadero éxito que resultó memorable para todos. Los Dumont tenían un gran jardín de dalias frente a su casa: por Navidades gustaban plantar un gran arbolito nevado y dos renos de cartón piedra blancos también, atados al árbol con cintas plateadas. El conjunto estaba iluminado por reflectores y sonaba música de villancicos: totalmente kisch pero espectacular, mágico y, única y exclusivamente, por el gusto de hacerlo. En esos años muchas personas hacían cosas sin cálculo alguno: los que bailaban en el carnaval era por gusto, los que se iban a la Sierra era para luchar, los que iban a la iglesia era por devoción y si te pedían dinero prestado era para devolvértelo. Quizá se diga que era cuestión de prestigio personal: puede, pero si algo te disgusta, es difícil que lo hagas sólo por prestigio. A los Dumont les encantaba su arbolito, su trineo y sus villancicos. Es que eran muy locos. Rosa era aficionada a exhibirme; una vez la visitaron unas amigas y ella me llamó. Me hizo echar el cuento de Cristóbal Colón y cuando acabé exclamó ¡Este niño es un genio!: confundí genio con mal genio y durante años no la comprendí.

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He arrastrado ese problema con las palabras. A veces no comprendo. Tenía la costumbre de meterme en la cocina a mirar: mi madre señalaba una olla humeante y me decía eso es vapor de agua y yo no entendía pues para mí vapor de agua era un buque de vapor que navegaba.

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