sábado, 28 de febrero de 2009

LECTURAS FUNDAMENTALES

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EL MUNDO DE AYER, de Stefan Zweig.

Lecturas terribles. Lecturas esenciales. Lecturas definitivas. Los nombres que se les podrían dar son muchos, pero en todos abunda sobradamente la rotundidad del hecho de que, en cualquier medida que sea, en quienes los consideramos así cambia algo en nuestro interior después de haberlos conocido.

Nunca más lo he vuelto a leer. La autobiografía de Stefan Zweig cambió ciertos rumbos en mis pensamientos, no recuerdo si en los late ‘60’s o muy a principios de los 70. Como en el caso de La Montaña Mágica de Thomas Mann, amplió enormemente el horizonte de comprensión del ser humano y del propio mundo. Y a pesar de lo tremendo de todo cuanto se dice en él, dejó en mí sed y voracidad por saciar más y más la visión de aquel mundo que su autor nos brindaba con tanto dolor. No hay nada como vivir con intensidad desenfrenada y carnal toda la profundidad humana. Dar y percibir todo en cada gesto propio y ajeno no es una opción ni una elección política, social o vitalmente correcta o incorrecta, sino la manifestación de una naturalidad que no todos poseen ni todos son capaces de recibir. Hay algo suicida en este acto; indudablemente los que así piensan y actúan no van a contribuir con su longevidad a sostener las columnas de ninguna academia: para eso hay otras personas que no son menos importantes, pero no podemos aspirar a escribir un poema y al mismo tiempo fabricarnos los zapatos.

La edición cubana de ese libro —creo que de la editorial Huracán, aquella que, al leer sus libros, nos iba dejando la página leída en la mano— “la perdí” en Cuba. Es quizás de esas pocas cosas que lamento haber dejado, pues verdaderamente lo de “perder” es un poco exagerado ya que se suponía que un libro tan conocido podría conseguirlo fácilmente del lado de acá. Pero una vez acá no me fue fácil porque ya a nadie le interesaba leer a Stefan Zweig. Fue gracias a un cliente de un restaurante donde trabajé durante varios años y con quien establecí una espontánea amistad durante años (él también era tan contradictorio como siempre lo he sido yo), que pude recuperar la autobiografía del austriaco y un día se me apareció al comedor con la sorpresa del regalo. Siempre le estaré agradecido: algunas coleccionan esmeraldas, yo colecciono sufridores que me ayudan a sufrir de mejor manera y a tornar el dolor en conocimiento.

Para Carlos Victoria también su lectura representó mucho, en aquel primer momento en que con algún desfase coincidimos en su conocimiento. Pero mucho más años después. Esto quizás no lo sepan muchos, tal vez Nikitín, Emilia, Rafael, no sé si Elio. Durante aquella etapa febril —¡cómo iba a ser de otra manera!— de los viajes de La Comunidad y de los gusanos devenidos en mariposas (continuación en el tiempo de los venceremos, los areitos, las personalidades representativas de la comunidad cubana en el exterior —en que tanto tendría que ver el felizmente difunto Jesús Díaz— y que terminaría, como todos sabemos, en la toma de la embajada del Perú y en el éxodo del Mariel (no hay nada nuevo bajo el sol, como nada espontáneo bajo la revolución), volvió a Jayamá una tía suya que vivía en OpaLocka. A su regreso a los Estados Unidos comenzó a hacer gestiones para, mediante la Cruz Roja internacional, sacar de Cuba a su hermana y a su sobrino. Era un tiempo muy raro para nosotros los que nos considerábamos un poquito inteligentes y sensibles, veíamos el desastre de la falsa reunificación y danzábamos enloquecidamente encima de una cresta de inconciencia y casi cretinidad. En realidad nadie pensaba en salir en aquel momento, y mucho menos nosotros que valorábamos en lo que nos habíamos convertido ambas mitades. Pero, en fin, las gestiones de su tía comenzaron a dar frutos, y Carlos y Estrella estaban en la vía posible de obtener resultados migratorios. Y entre tanta confusión, Carlos volvió a leer “El Mundo de Ayer”. Después fue a la Oficina de Emigración y renunció a la salida suya y de su madre.

© 2009 David Lago González

Stefa Zweig's Official Site -  http://www.stefanzweig.org/

viernes, 27 de febrero de 2009

SUICIDAS (2)

 

Pilli

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a Osvaldo Lugo

Pilli era el apócope de Pilliner. Y Pilliner era un negrito (en el sentido más cariñoso de la ausencia de color) guasón, muy muy desgarbado, que llevaba la sección de atrezzos del Teatro Guignol de Camagüey (que por entonces dirigía un siempre esquivo Mario Guerrero) y del Conjunto Dramático de Camagüey (que, por ese entonces, tenía dos directores principales: el argentino exiliado Pablo Verbitsky, y Pedro Castro). Usaba una perilla canosa, nada copiosa. Su imagen recordaba la de un cantante de jazz de New Orleáns o la de una sombra chinesca en un vodeauville de principios del siglo XX en algún teatrucho de Chicago.

Vivía en una casa muy humilde —de ésas que en la primermundista España llamamos “chabolas” y allí no sé si tenían un nombre determinado—, creo que con su madre. Recuerdo una fiesta en aquella casa, aunque la algarabía tenía más bien lugar en la puerta y en un espacio de tierra que se asumía algo así como un portal. Aguardiente de caña a pulso, cómo se llamaba... ¡Coronilla! Los primeros palos siempre me entraban a fuerza de arcadas. Bueno, allí vivía Pilli, pero, en realidad, su cuartel general era la Casa Teatro (calle Cisneros esquina a General Gómez), una noble casona antigua de las que alguna vez fueron palacetes coloniales. Estaba en la misma acera y manzana del Juzgado y desde la balconada interior, por encima de los hermosos y frondosos patios camagüeyanos, veíamos desenvolverse el juicio por el caso de la Fiesta del Barbero, que puso de moda, ya para la posteridad, el término “fiesta de percheros”, erróneo y absurdo como todo lo inventado con intención malévola. Carlos Victoria narra esta escena en su novela “La Travesía Secreta”: “mira a Benny”, “aquél es Larita”, “ése se parece a Papo” y nosotros tratando de escuchar lo imposible. Para los más jóvenes de nosotros, aquel juicio fue como la presentación en sociedad, nuestra puesta de largo, nuestra fiesta de quince, y todos quedamos silenciosamente traumatizados. No podíamos imaginar que a aquella gran farsa seguirían para todos otros escarmientos más severos, incluso para los protagonistas de aquel guiñol de pacotilla.

La imagen de Pilliner me es inseparable de un “carnaval” en el callejón del Jaime que se alzó espontáneamente como “zona gay”. Uf, madre, hablar de Cuba es abrir una caja de Pandora llena de paréntesis, puntos suspensivos, corchetes, incisos numerados, aclaraciones, referencias, explicaciones miles, porque, como nada es lo que es, si sobre el papel o sobre el éter dejo por sí solas esas dos palabras (“zona” y “gay”), ya aparecerá de inmediato una loca de Shangay que lo esgrima para defender la Revolución y decir que nunca existió la represión. Lo que quiero decir pero no me sale porque es tan difícil y tan simple de explicar como una mirada de identificación entre dos hombres, es que todo el mundo sabía lo que pasaba pero nadie hablaba de ello. Por supuesto, también lo sabía la policía. Pues nada, simplemente asocio los recuerdos de Pilliner y de aquella calle porque una de esas noches el suicida realizado remataba todo lo que se hablara con la frase “Distancia y categoría”, viniera a cuento o no, y los que todavía no nos habíamos suicidado nos tronchábamos de risa. La memoria es tonta, ya lo sabemos, además de insondable.

En algún momento de aquellos años, un chico llamado Edel se incorporó a la Casa Teatro, también como attrezzista. Edel era medio vecino mío y frecuentemente pasaba frente a mi puerta emergiendo de Florat, el barrio marginal que quedaba a espaldas de mi casa. Además de compañeros de trabajo, se hicieron grandes amigos él y Pilli, prácticamente inseparables. Pero lo que ninguno de los dos podía imaginar por entonces era que la búsqueda de la libertad por parte de uno de ellos llevaría al otro a buscar su muerte.

La empleomanía del patio que pasa ligera ante este escrito, tal vez recuerde que en los años 70 se comenzó a premiar el buen comportamiento de los ciudadanos (que, en este estado de cosas, eran merecedores de ser llamados “compañeros”) con viajes a los países socialistas —los llamados “países satélites de la Unión Soviética”, según el léxico de la guerra fría— que podían costearse en moneda nacional (e inservible en cualquier otra parte del mundo que no fuera Cuba). No era necesario colaborar como informante del Ministerio del Interior o de la Seguridad del Estado, ni ser presidente de vigilancia del Comité de Defensa de la Revolución, ni escribir un poema a la Federación de Mujeres Cubanas ni, en fin, llegar tan bajo como cientos y miles de personas lo han hecho antes de pasar a residir en Miami o en Madrid. No, simplemente había que portarse correctamente: ser un buen trabajador, con iniciativa y disposición, hacer trabajo voluntario, ir a cortar caña, hacer las guardias del comité o de lo que fuera... en fin, aparentar que aquello te interesaba un poco. Entonces te daban esa oportunidad; y como salir de Cuba era “salir de Cuba” no era cuestión de pensárselo dos veces. Por otra parte, y no por última menos importante, el avión de Cubana o de Aeroflot (lo que sea) hacía escala técnica en Gander, Canadá. Como otros muchos, Edel, que aparentaba ser bobo pero que nunca lo fue, pidió asilo político en Canadá.

Y allí comenzaron los problemas para Pilli.

La Sécurité de l’Etat camagüeyana, con sede en Villa María Luisa, comenzó a hostigarlo sistemáticamente. Hubo una especial intensificación de visitas y “paseillos” al hermoso barrio de La Zambrana, donde quedaba la villa, a cualquier hora del día o de la noche. Muchos asistimos a aquella trama sabiendo y no sabiendo, adivinando, intuyendo, no preguntando, mirándonos en silencio. Querían que admitiera que él sabía de los planes de su amigo Edel para convertirse en glorioso desertor de la Revolución. Una noche fueron a buscarle sobre las diez de la noche y lo soltaron unas horas después. Volvió a la Casa Teatro. Se cortó las venas, se bebió una botella de salfumán y se tiró por uno de los balcones que da a la calle Cisneros. Todavía duró unos días, a pesar de que el ácido le había corroído completamente los órganos interiores.

Nada mejor que aplicar aquí el dicho de “matar dos pájaros de un mismo tiro”, certero disparo de los que siempre serán anónimos responsable. Nunca supe qué fue de Edel, pero estoy seguro de que su libertad siempre habrá tenido un desagradable sabor a sangre.

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© 2009 David Lago González

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jueves, 19 de febrero de 2009

ROGER SALAS - "Iván" (Óleo sobre tabla, 1990)

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(C) Guillermo Muñoz Vera

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“Iván” (Óleo sobre tabla, 1990)

[Un soneto inconcluso sobre un cuadro de Muñoz Vera]

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Probablemente Iván está muerto y de él sabemos

Lo justo para dedicarle una última mirada, esa

Ojeada que cubre el crimen y borra el instinto.

Iván no quiere nada, no busca, no reclama ni espera.

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No hay suelo más frío que el de la piel culpable

Donde habitan y se rebelan los haces del instinto.

Iván no duerme sino que, inocente, ensueña la caída

Con la elegancia de un hermoso último perdedor.

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Tiene el triste escorzo de un héroe que aún respira

Y conoce todas las rutas del brutal sacrificio, pero

Nada conduce más allá de las columnas truncadas

donde él mismo es y será el centro de la imaginación.

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El canto es tan puro dolor y cruel aviso: deseo

encontrar y abrazar, destruir, el frío que te habita.

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Roger Salas

Madrid/II/2009

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martes, 17 de febrero de 2009

MOLESKINE (7)

 

La familia y el circo

cap En diciembre pasado, de pronto yo heredé una familia. Cayó del cielo, sobre Barajas, y yo participé del re-encuentro (gracias a Dios, NO “de la cultura cubana”) discretamente, aunque para satisfacción personal he contribuido inicialmente a él de una forma sólida y continuada, incluso en contra de la lógica de otros amigos que me veían peligrar por consecuencias asociadas. La gente puede pensar que yo voy a estos reencuentros y recibimientos con gran alegría, al menos con la alegría de personas que no están aquejadas de separaciones colaterales, pero ello no es cierto. Soy una persona seriamente enferma; quizás siempre lo fui pero ahora soy mucho más sabedor de ello. Digamos que el muerto que llegó en el año 82 del siglo pasado a ese mismo aeropuerto no es el mismo de ahora y que ahora estoy ya absoluta y terminantemente convencido de que no podría volver a vivir otra vez con la responsabilidad y la alegría que puse entonces en cada gesto.

De forma que, con todas sus satisfacciones y consecuencias, en el testamento vital del paso de la vida me venía asignada una familia. Casi numerosa. Marido, mujer y dos niños, y aún falta una perrita que volará —si Dios lo quiere— en el próximo mes de marzo. ¿Adivinará la perrita quién es “el tío David”? Bien, el caso es que, pasadas las fiestas navideñas, de vuelta de otras reuniones en torno a la mesa del manjar, esa terrible e intransferible sensación de infinito cansancio se hacía palpable una y otra vez al regresar a casa. A veces podía remediarla el sueño de una noche (aunque no fuera “de verano”), otras necesitaba también el día siguiente, y el otro, para reponerme. Pero para reponerme de qué.

Pues, simple y llanamente, del desarraigo.

El desarraigo conduce al extrañamiento. En teatro existía aquello de “extrañamiento brechtiano” que en un momento de mi vida, y de ciertas vidas, estuvo muy de actualidad (y no pluralizo del todo la experiencia porque, como otras, siempre es factible la negación de la existencia que uno ha conocido y —valga la redundancia— vivido, y ante argumentos de esa índole sólo cabe el suicidio o el homicidio). El “momento extrañamiento” se produce cuando yo salgo del cuerpo donde habito —no, no es el argumento de la transexualidad— y me sitúo a un lado, o en una esquinita, observando la escena de la cual formo parte. Situación onírica y metafísica en que uno se volatiliza y es capaz al mismo tiempo de participar y enjuiciar o valorar o comparar, o sea, en fin, pensar un poco. Eso me pasa también en las manifestaciones políticas: dentro de la muchedumbre nunca puedo abstraerme de que, por encima de todo, soy un individuo. Creo que verdaderamente es más bien una especie de maldición.

Eso me sucede también en el circo. En el circo, ése, de toda la vida (independientemente de las aportaciones de la época). Y he aquí donde se unen las dos cosas: ayer tarde mi familia me llevó al circo. No logré sobornar a ninguno con anterioridad y fui conducido hacia las carpas bajo la más absoluta ignorancia. No recuerdo qué clase de público acudió a la ocasión en que pude ver el Ringling Brothers Circus en Camagüey en la década de 1950 y la única imagen que guardo de ello es que, para gran regocijo infantil, un paquidermo defecó sobre la arena, pero por lo general a los circos siempre va lo que por entonces en Cuba llamábamos “gente de reparto”, que no se refería a que estuvieran compitiendo en un casting sino que “el reparto” era siempre “el barrio” utilizado en un sentido marginal. La noche de anoche no fue una excepción.

Al circo me llevaba mi padre. Mi madre hizo una única excepción, y ya podréis adivinar en qué ocasión. Y mi padre creía que a mí me gustaba el circo. Es una idea bastante generalizada asociar circo con infancia, pero, aunque nunca se lo dije, la verdad es que yo detestaba la tramoya. Tal vez influyó algo el tener acceso cada domingo matinal al horripilante Circo de Valencia en la televisión, con la también horrible familia Aragón que capitalizaba toda la elementalidad del payaso. No sé. Lo cierto es que mi padre se deshacía en reclamos de atención que yo no podía comprender, y mi apatía (que largamente me ha acompañado en las buenas y las malas y tantas consecuencias ha tenido en ese algo llamado porvenir que se suponía que yo tenía) provocaba en su semblante una mezcla de impaciencia y perplejidad, que, tal vez era la sombra adelantada de una pregunta que no quería realizarse: “¿por qué tengo yo un hijo tan raro?” Una tarde, en la Plaza de Villa Mariana, ya él cayó en franca desesperación cuando después de una de las actuaciones de los payasos, yo estallé en sollozos cada más vergonzantes (para él), y no sin cierta rabia me arrastró al exterior de la mano. Es que los payasos siempre me han parecido muy tristes y nunca he podido comprender de qué se ríe la gente.

En Brasil están prohibidos los animales dentro de los circos. En un país donde a diario se matan entre sí miles de personas, la humillación animal es punible. Si en diferentes ocasiones políticas, colectivas o individuales, el individuo es sistemáticamente humillado hasta hacer de él una piltrafa, en los circos del mundo los animales son degradados a una cruel elementalidad humana. Quécirco_dancing-bear tristes, sobre todo, los osos, haciendo de porteros de football; el contoneo de caderas de una rumbera; el movimiento de hombros de una zíngara; y el más grande de todos corriendo en las dos patas traseras, lo que los deja con un culo bajo que casi arrastran por la arena, y una especie de malla que le colocan en todo el hocico hasta el collar que les aprieta el cuello y se lo estira a la manera de alguna tribu africana, rematado todo ello con el caramelito que le dan al final como premio. Qué descafeínado un posible león albino, tal vez tratado con algún decolorante para lograr la evocación, evocación de la sábana salvaje en más de tres tristes tigres y leonas que parecían moverse en cámara lenta. Qué humillante la cabeza gacha de los elefantes, cuánta pena en esos rostros.

El único animal al que me pareció ver sacar dignidad de su cautiverio fue el caballo. Sabía tornar la doma en maestría, como diciendo “yo te doy arte a cambio de lo que tú, hombre, crees que es espectáculo”, “yo, estúpido, te enseño a ser digno, te digo cómo ser Un Hombre.”

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© 2009 David Lago González

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martes, 10 de febrero de 2009

Rolando H. Morelli - Eternidad del Árbol o El Otro Árbol (revisited)

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(Para David Lago).

 

A través de la ventana, inmóvil, desde su lecho veía recortarse el mundo. Porque el mundo era, sin dudas, este recorte colocado frente a sus ojos con algún propósito. Podía tratarse incluso, estaba dispuesto a admitir: de una fotografía —siempre la misma— ocasionalmente animada por el movimiento de las hojas en los árboles, el fulgor que arrancaban al follaje unos instantes los rayos del sol, o el paso de algún automóvil sobre la vía de asfalto antes de que el paisaje volviera a su absoluto inmovilismo. ¡Una instantánea! No habían dudas. Una o varias. La sucesión de un mismo fotograma conseguía la ocasional impresión de movimiento —se dijo—. En modo alguno, la contemplación le evocaba, tal y cual esperaba su madre que sucediera, la de aquel otro paisaje antes buscado instintivamente por él cada mañana al levantarse; aguardado desde la orilla del último sueño, aquél que había de lanzarlo a un nuevo día, a una nueva jornada, palabra en la que hallaba él repercusiones demasiado próximas a todas las quemazones que uno podía anticipar con absoluto realismo. Aquel árbol que a través de la ventana de su cuarto re-descubrían los ojos cada día, no por nada tenía también —se le antojaba entonces— nombre de incendio, de llamarada: «Flamboyán», y el aspecto de una inmensa hoguera cuyo fuego benigno ardiera siempre sin apagarse, y cuyo calor era como una sombra fresca en medio de la conflagración del verano más ardiente. Siempre había oído decir él que a un fuego se antepone otro fuego que lo detenga y absorba. No otra cosa había sido su árbol en las mañanas, al abrir de par en par las ventanas de su dormitorio en el segundo piso, cual nido allí calentándose y refrescándose a un mismo tiempo, a la sombra del árbol; pendiente del susurro del viento entre sus ramas, y del parloteo de los pájaros de diferente plumaje. Pero ahora, ahora ya todo aquello era pasado. Se aferró a la contemplación del recorte brillante como una pantalla de televisor, cuyo parpadeo lo atraía, sólo porque la habitación le resultaba ya demasiado conocida, y además, tendría el resto del tiempo para observarla. Prolongaba de este modo una sensación de reposo, de bienestar casi, cuya duración podía ser importante por alguna causa o por ninguna. En eso estaba cuando la enfermera se acercó al lecho, allegándole la dosis de pastillas que le correspondía tomar a esta hora, y con una sonrisa que se proponía no ser triste le indicó lo obvio: te tocan.

Había estado fuera toda la semana, desempeñando aquellas tareas productivas, que no lo eran en modo alguno —voluntarias, aunque fueran obligatorias— cuya finalidad consistía más que de producir cualquier cosa, de agotar a todos y cada uno en un constante ajetreo ineludible, y al regresar a casa, la tarde del domingo, se distrajo de tal manera que al saltar del camión que lo devolvía a su espacio, no acertó a ver nada de aquellas cosas que aguardaban por él para ser vistas. Cierto que el flamboyán quedaba al fondo de la casa, al otro lado, y había sido colocado allí indudablemente sólo para ser contemplado desde la ventana de su cuarto, abierta de par en par. Parecía inamovible, es decir, firme, y estable como pocas cosas debían ser. Había crecido año tras año hasta alcanzar las dimensiones de su espacio llenándolo de pequeños sobresaltos como de agua recogida en un cuenco de umbroso continente. Si al llegar uno se fijaba, podía darse cuenta de inmediato de que dos de los árboles que antes crecían junto a la vía, habían sido cortados de raíz. En su lugar se alzaba ahora una enorme pancarta. Pero la precipitación y la fatiga conque llegaba impidieron que él lo notara, y aquél que realmente importaba no estaba a la vista para ser notado al llegar a la casa, sino que aguardaba —debía aguardar como tantas otras veces, como siempre— con una impaciente melodía de trinos, a que se abrieran de par en par las ventanas de la habitación, lo mismo que si pudiera tratarse de una cajita de música colocada allí, a su alcance. Una caja de música en cuya maravilla le fuera consentido penetrar a él como penetra la abeja en la oquedad del panal con un vuelo estático.

—Una más. —Dijo la enfermera. Se veía por la expresión que hubiera querido tomar los medicamentos en su lugar, bien se tratara de hacerle más fácil la tarea, de simple simpatía hacia él, bien porque ella misma estuviera consciente de necesitar alguna pastilla que la aliviara de su propia tristeza—. Ya verás como muy pronto te sientes mejor. En cuánto este coctel empiece a surtir su efecto te vas de vuelta a tu casa.

Él no hubiera querido volver nunca más —se dijo, con una determinación impensable, insensata— ahora que el árbol no estaba. Por más extraño que la idea pudiera resultar a otros tal vez, la casa ya no era la misma sin el árbol de fuego cuyo crepitar en silencio consumía el ascua exasperante del mediodía como un agujero negro, metódico en su contrafuror de sombras. A medida que faltaban los árboles, desaparecidos en circunstancias si no misteriosas al menos muchas veces inexplicables, parecía como si el flamboyán del fondo se instalara cada día un poco más en su sitio, tentando con las ramas un espacio propicio que le sirviera de contrapeso y equilibrio. La circunstancia de hallarse al interior de la cerca que rodeaba la casa, si bien junto a la acera, había conseguido preservarlo hasta ahora de azotes innumerables. Incluso cuando el último huracán hubo desarbolado un sinnúmero de sus pares a un lado y otro de la calle, y otros habían sido cortados con el pretexto de evitar los daños que aquel podía ocasionar a las viviendas, el flamboyán había resistido a pie firme la arremetida de vientos y lluvias incesantes, apenas recostado un poco al apoyo natural que le ofrecía el alto muro de la tapia.

—No debes dejar de tomar nunca, todos tus medicamentos —dijo la mujer. Parecía que hablaba con él, pero seguramente hablaba para sí misma, se dijo. Ella parecía necesitarlos igualmente, tal vez incluso más que él a quien le habían sido prescritos. No debes dejar de tomar nunca, todos tus medicamentos —repitió él para sí, repasando mentalmente la extrañeza o peculiaridad de aquella frase: no debes dejar de tomar nunca, todos tus medicamentos. Volvió sobre las palabras deber, nunca y todos con particular fascinación. No habría podido explicarse, mucho menos explicar de qué se trataba exactamente, pero aquellas palabras ejercían una suerte de seducción extraña —extrañada— sobre él. Un como goteo de cera tibia, alcanforada, sobre su rostro, que lo iba moldeando y confinándolo a un espacio en el que no conseguía moverse. A esto podría acaso haberse llamado reposo, quietud, inmovilidad, nombres que tenían que ver con el efecto que sobre él obraban las medicinas, pero no paz. No sentía paz alguna en su espíritu.

Él no había estado allí para impedirlo. Suponía que de hallarse no habría podido fuerza alguna en el mundo detenerlo, interponerse entre él y los designios de aquellos que tenían como finalidad suprimir el árbol. No había estado tampoco siquiera para despedirse de él. No habría podido resistirlo, seguramente, pero de todos modos le hubiera gustado estar presente, habría sido su deber hallarse allí, acaso ser talado lo mismo, desmembrado y arrollado luego para no estar obligado ahora, al levantarse, a contemplar la presencia obstinada del árbol como desdoblado en un negativo persistente en medio del resplandor de la mañana, antes de que la presencia sustituta del enorme cartel al lado opuesto de la acera se instalara como otro árbol, muerto ya al nacer, con su monólogo ajeno al gorjeo de los pájaros que a veces todavía venían en busca de su otrora morada y revoloteaban un vuelo errático y desconcertado antes de emprender la fuga hacia otras ramas distantes, aún posibles. Las palabras todas de aquella frase fulgurante, que resplandecía al sol y lo obligaba a cerrar los ojos, lo golpeaban asimismo en medio de la frente como pedradas que aguardaban el instante de abrir la ventana de su cuarto para bombardearlo: futuro, luminoso, humanidad, socialismo. Instintivamente cerraba entonces la ventana para protegerse, para guarecerse de la pedrea y del efecto cegador del sol sobre la valla. Una sensación de abandono, de pérdida, de inesperado naufragio lo asaltaba de hora en hora, de día en día sin que supiera bien de qué se trataba, sin que pudiera hacer algo —hacer nada— para impedirlo.

—Tú estás deprimido, niño —le dijo su mejor amiga—. Tienes que salir de ese hueco en el que has caído. Total, si se tratara de otra cosa, bien que lo entendería, pero por causa de un árbol más o un árbol menos… ¡Qué va! Tú estás muy mal de la cabeza.

Así era, en efecto, ni más ni menos. Por un árbol. Por causa de un árbol más, derribado, talado, borrado al paisaje con tal de hacer lugar a otro objeto, o sin objeto alguno, simplemente porque cortar un árbol resulta empleo fácil y de efecto inmediato. Había en la desolación provocada por la caída o desaparición de un árbol algo de satisfacción inexplicable, como si se tratara de barrer el suelo y dejar limpio de obstáculos el camino.

—Muerto el perro se acabó la rabia —se decía entonces, como si la rabia radicara en el árbol, en la sombra ubicua de sus hojas y ramas; en la alegría de sus flores; en la promesa indudable de sus nuevos brotes—. Hay que erradicar todos los focos posibles de mosquitos.

La posibilidad radicaba en el árbol, ciertamente, pero se equivocaba intencionalmente su carácter; se desvirtuaba la naturaleza benigna y útil de la misma. Se le adjudicaba un cariz contrario, perjudicial, altamente nocivo, o cuando menos prescindible. La tapia a cuyo abrigo creció hasta superarla en altura le había servido inicialmente de protección, y de apoyo más tarde. Guarecido a su amparo había terminado por guarecerla con su sombra vasta y opulenta. Cuando hubo necesidad de disponer de una parada en el recorrido que hacían las dos rutas de autobuses a lo largo de la calle, casi sin pensarlo se dispuso que aquélla se instalara a la sombra generosa del flamboyán magnífico. Había sido una decisión sabia. Y de repente, luego, alguien había dado en objetarle ramas, sombra, hojas, volumen, cuerpo, prestancia, y ordenado recortar todas aquellas cosas para conformar un ente. El árbol resistió con su plétora de nuevas ramas, seguro del apoyo que le ofrecía la tapia, y alzó un puñado de flores más altas y vistosas sobre la acera. Para que no pudieran culparlo de desencajar el piso hundió más sus raíces en la tierra y la halló acogedora, presta a compartir su riqueza. El árbol pudo verse a sí mismo, sujeto allí entre esos dos espacios complementarios que lo acunaban; observar su gozosa simetría de cielos: uno arriba y otro abajo; el uno hecho de aire y luz, con nubes y ocasionales centellas, el otro con su densidad rumorosa y húmeda, y un oscuro palpitar de estrellas negras, delirantes de oscuridad. Tal vez tuviera entonces también alguna revelación que le apuntara al porvenir. En suspensión, entre el cielo y la tierra, o más precisamente entre el cielo de arriba y el de abajo; el que abrazaba sus raíces y el que envolvía sus ramas, tal vez sintió la premonición de su muerte y comprendió cabalmente la razón de su vida. Mientras que el cielo de aire y luz guardaba ahora como una memoria imborrable el fantasma de su fronda, casi como si se tratara de lo mismo transparentado en espíritu sutil, el cielo mineral de abajo preservaría su huella fósil circundándola de misterios no menos sutiles que su espíritu a la luz de arriba.

Tal vez también él tuviera aquella revelación. La presunción a la que se aferró al comienzo, de que su árbol —eso, sí, su árbol— desdoblado, multiplicado, desencarnado y vivo, se refugiaba en los confines seguros de aquellos territorios mágicos, y deseó con fuerza viva —intensa— descabellada, hundirse en la posibilidad de un encuentro con su árbol más remoto, el menos accesible: aquél cuyo pasado aún era tangible con sólo escarbar sin descanso.

—Tú estás verdaderamente mal de la cabeza —le dijeron entonces—. ¿Deprimirse así por un árbol?

Semejantes palabras buscaban seguramente consolarlo. No podía ser de otro modo, aunque pareciera extraño. (Terapia de shock). Sonaban las alarmas a su alrededor para que todas las defensas entraran en movi-miento con oportunidad y eficacia, especialmente las que él mismo debía movilizar.

¡Un árbol! ¡Un árbol! ¿Qué poder insólito, inconcebible conceder a un árbol para que de este modo cayera con su muerte sobre la vida?

—Debes estar chiflado.

¡Chiflarse así por un árbol!

Cuando las evidencias pesaron lo suyo, incontestables, los pocos amigos —los mismos— renunciaron a enjuiciarlo como habían hecho hasta entonces, atribuyéndole lapsos de juicio. Ahora venían a verle aunque no consintieran visitas; acompañaban a su madre o aguardaban por ella a la salida del hospital, y con ella le hacían llegar saludos, cartitas camufladas, versos, una foto, precarias manifestaciones de su preocupación por él, y de su solidaridad. Tal vez de su comprensión, porque seguir queriéndolo ahora debía significar comprender, aunque fuera sin entender del todo.

—Cuando vuelvas a la casa —le decían—. Cuando te den de alta…

También le insistía en ello la enfermera.

—Seguro que muy pronto…

Sin concebirlo, se fue acostumbrando a aquella voz, que era una no-voz cualquiera, sin relieves propios, sin aristas; a esperar su charla insulsa, sus palabras iguales:

—No debes dejar de tomar nunca todas tus medicinas.

Por eso la echó en falta cuando dejó de venir un día tras otro, de repente. Lo mismo que su árbol había desaparecido sin explicaciones. ¡Como su árbol! Al principio se resistió a la comparación. Un abismo mediaba entre ellos indudablemente. Sin poder explicarlo —explicárselo— lo comprendía, y sin embargo…

—Tómate las pastillas —le indicó hacer la nueva, pese a que él no hubiera dado muestras de resistirse a aquello, sin responder a su interrogante.

La voz cansina de la que ahora no estaba seguía acompañándolo. Como su árbol, también ella estaba y no estaba. Pero era la suya una presencia dolorosa, fantasmal.

—Averigua qué ha sido de ella —le rogó a su madre—. Temo que algo le haya sucedido.

Un amigo consiguió averiguar algo por intermedio de un conocido suyo que trabajaba en el lugar.

—Ha tomado su descanso —le explicó la madre—. Parece ser que le tocaba hacía tiempo...

—Sí —pensó él—. Andaba muy triste. La tristeza acaba por pegarse como una lapa.

Cuando lo dejaron volver a casa aún la recordó algún tiempo. Luego terminó olvidándola. Asimismo se le fue olvidando su árbol, el árbol. Era preciso que así sucediese. Los amigos no perdían ocasión de recordárselo con sutilezas o sin ellas. A veces, un golpe de viento imprevisto traía hasta él a través de la ventana, el susurro de unas ramas o un olor a resina inexplicables, lo mismo que si un ánima que volviera del más allá lo rondara un instante de su eternidad para consolarlo de penas que él ni siquiera sospechaba. Entonces iba hasta la ventana no para asomarse a ella como solía, sino para cerrarla de un golpe que sonaba definitivo como un portazo. La rutina de los días, sólo interrumpida por las tareas de choque, los sábados combativos y los domingos rojos, que también venían a formar parte del repertorio de circunstancias previsto, volvió a absorberlo y, en cierto modo, a ofrecerle certezas que tal vez ahora fueran más necesarias. Pero también alrededor suyo se sucedían los intentos de escamotear a la rutina obligada sus fueros incuestionables, y estos eran coronados a ratos por el éxito: La celebración de un cumpleaños; un motivito cualquiera —el empleo del diminutivo era exacto— hacían posible cosas: emociones, encuentros, sentimientos, alegrías pospuestos, relega-dos, dejados de la mano.

La había olvidado ya del todo cuando volvieron a encontrarse. En un primer momento, ella no consiguió reconocerlo. ¡Tanto había cambiado él, o ella, o quizás ambos!

—Enrique… —balbuceó él, convencido de que no hacía falta decir más— Enrique Beltrán. ¿Te acuerdas de mí?

—¡Ah! Ya. Veo que se conocen —dijo, sin más ceremonias, la amiga que los presentaba—. Este mundo es así de pequeño. Todo el mundo se conoce.

Le pareció que ésta lo decía con un aire decepcionado, mientras se alejaba de ellos.

La enfermera había engordado. No es que estuviera precisamente gorda, sino eso, más repuesta.

Ahora trabajaba en la taquilla de un cine.

—No creas, que no me fue fácil cambiar de trabajo. Tú sabes. ¡Como soy enfermera!

—Verás muchas películas.

—Aprovecho el tiempo muerto que tengo entre las manos para leer. Es lo que más me gusta hacer.

A partir de esta vez coincidieron nuevamente, en varias ocasiones y circunstancias, como si en algún lugar estuviera escrito que así sucediera.

—¡Vaya! Tú por aquí…

—¡Qué pequeño es el mundo!

Eran algunas de las frases que podían cruzarse.

Para el día que cumplía veintidós años, y habiéndole invitado sus amigos a un motivito organizado en su honor, le sorprendieron estos con una verdadera fiesta de cumpleaños incluidos los bocaditos y un pastel conseguido Dios sabe de qué modo.

—Enrique, quiero presentarte a Sergio.

—Mucho gusto.

—Me han dicho que eres escritor.

Sergio era obviamente el novio. Ambos parecían felices y no dejaban de sonreír, como si mediara entre su felicidad y la sonrisa constante un flujo que ninguno osara interrumpir por causa de un temor supersticioso.

—Te he traído un regalito.

En un primer momento se sintió sorprendido, molesto incluso con la idea y enseguida, desconcertado ante la contemplación de la maceta en cuyo centro esplendía un pequeño brote con apenas dos hojas:

—Es un flamboyán —se apresuró a decir ella, que observaba su confusión—. Puedes ponerlo cerca de una ventana, donde le dé el sol. Es mi árbol favorito. Cuando florece parece un incendio. Pero no te preocupes, que ni quema ni se propaga. El agua es su alimento.

 

© Rolando H. Morelli

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NOTA DEL BLOGGER:  Qué casualidad, Rolando.  No creo haberte dicho nunca que mi amante de Cuba se llamaba Sergio.  Y sé que tú no le conociste.  Estas  trans- ferencias telepáticas siempre me resultan inquietantes.

lunes, 9 de febrero de 2009

La isla, el amor y la fragosidad, de Amaury Cabrera Rey

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El amigo Amaury Cabrera Rey (PapelBit y TextoBit, blogs) me envía un mensaje por e-mail anunciándome la publicación de su libro.  A continuación pego aquí el link para que los interesados puedan acceder a comprarlo.

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http://www.bubok.es/libro/detalles/7056/La-Isla-el-Amor-y-la-Fragosidad

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¡Buena suerte, Amaury!

domingo, 8 de febrero de 2009

Comida china (1)

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chinesefood_that wasn't chiicken 

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NOTA DEL BLOGGER:  "Comida China" es el nombre del libro de "Confesiones" de un amigo entrañable y, parafraseando a Ginsberg en sus aullidos y perrerías, una de "las mejores mentes de mi generación".  Le admiro, le respeto y le quiero muchísimo.  Por ahora omito su nombre, aunque no, no le busquéis en los censos oficialescos pues no pertenece a los ilustrísimos ni pasó por la fiebre de los poetas loadores ni por la del periodismo independiente.  Y no quiero seguir hablando, no vale la pena.

 

 

III

Desde mi infancia más remota tengo costumbre de viajar a La Habana. Antes, porque en la capital vivían dos hermanas de mi padre, y también porque se había quedado la costumbre o al menos la disposición para viajar desde cuando Virginia estuvo en lo de Crespo. Nos íbamos en el ómnibus Santiago-Habana de las 6pm. Doce horas. A mi me fascinaba ese viaje, y si era con mi madre, más.

Tuve un perro enorme llamado Lobo, manso y consentidor como él solo. Lo mismo me montaba en su lomo que le halaba los pelos. Jamás gruñó ni mordió: pero mis padres determinaron que representaba un peligro y lo regalaron. Precisamente al agente de los Expresos Unidos de Cuba en Contramaestre, por donde pasaba la Carretera Central. Yo tenía la ilusión de que el ómnibus se detendría en esa ciudad y entonces aprovecharía para visitar a mi querido Lobo. Cuando el Santiago-Habana pasó por Contramaestre, jamás paró, pero minutos después atravesó Baire. Donde comenzó la Guerra de Independencia, etcétera. Y como mi admiración por Chibás había encendido en mi un registro discursero, empecé a echar una arenga patriótica sobre el Grito de Baire. En la guagua se hizo un silencio sepulcral –a todo el mundo le hizo gracia- . Hablé el tiempo que me dio la gana. Yo estaba concentrado en mi mundo de patriotas, caballos y sables desnudos: cuando acabé me aplaudieron a rabiar. Me dio tanta vergüenza que me ovillé en el regazo de mi madre y me dormí. Paramos en Holguín a cenar: recuerdo que era un hotel con mamparas de cristal nevado, patio y un gato criollo, barcino.

Mi tía Abigaíl vivía en la calle Hornos, que va a dar muy cerca del Torreón de San Lázaro. Era invierno y el carnaval habanero caía por esos días. Una noche me llevaron a ver las carrozas.

El carnaval de La Habana es un espectáculo, no como el de Santiago, donde la gente se involucra más. Además, son dos estaciones: La Habana, en invierno y Santiago en la candela de julio. Me gustó mucho porque tenía fuegos artificiales y había una carroza con escobas –símbolo de la ortodoxia, para barrer la corrupción- y el lema “chibasista” Vergüenza contra dinero. En Cuba siempre se ha hecho propaganda política en cualquier oportunidad. Me dieron por la vena del gusto.

Mi tía Abigail era una mujer simpática pero completamente impredecible: lo mismo se deshacía en cariños que te insultaba a toda voz. Su “amigo” era un señor de edad apellidado Angulo, al que trataba tiránicamente. Al menos, esa era mi impresión. Tenían un par de perros spitz blancos como la nieve, Mota y King. Abi era fanática de los perros y construyó un panteón para cuando murieran -¿dónde quedaría el cementerio canino de La Habana?-, lo cual ocurrió no mucho después. Su casita no era grande, pero estaba sobrecargada de bibelots, fotos, cuadritos y una estufa de mentira con un bombillo rojo en el sitio del fuego. Entre los perros, los adornos y las discusiones con Angulo, era un ambiente cualquier cosa menos sosegado, pero que me encantaba. La historia personal de Abigail es apasionante, pero como se supone que la estrella de este texto sea yo, tenemos que dejarla para otra ocasión. Seguramente que un día la escribiré. Nada, que cuando Mota tuvo perritos, mi madre cargó con un cachorro dentro de un cajón y le sacó pasaje Habana-Santiago. Se llamó Motica y la quise mucho.

Como ya contaba casi cuatro años, me pusieron al kindergarten -que así se llamaba el Pre-escolar- en la misma casa donde había visto a Chibás. Rosa Dumont acababa de graduarse de maestra, no tenía trabajo, era encantadora y su casa quedaba junto a la de mi abuela. Y como todo lo hacíamos en grupo, a la toda manada de primos nos mandaron al mismo kinder. No sé si nosotros arrastramos aquella cantidad de niños o si fueron ellos los que nos arrastraron a nosotros, el caso es que el kinder de Rosita resultaba muy distendido. Además, los Dumont eran una familia fuera de lo corriente: el esposo tenía una casa de instrumentos musicales y distribuía las películas de la Paramount Pictures. Como había sido bombero voluntario en su juventud, guardaba capa y sombrero negros tras la puerta de la habitación matrimonial: a nosotros nos encantaba contemplarlos. La esposa, Aída Palma, era maestra de piano en su casa y tocaba órgano en la capilla de Cuabitas: tenía una chiva llamada Dorotea. Por las mañanitas, antes de clase, mientras Aída ordeñaba a Dorotea para el desayuno, me relataba el asalto de la bruja la madrugada pasada: esa mala mujer quería llevarse a la chiva, y las marcas de la puerta no se debían a la vejez de la madera ni al comején, sino a las uñas de la hechicera. Yo hallaba muy natural que una bruja batallara noche a noche por secuestrar a la chiva: escuchaba los relatos muy atentamente pero sin gota de miedo. Samuelito era el varón más joven: vivía en un cuarto pequeño que daba al salón de clases. Tenía las paredes tapizadas de retratos de mujeres en cuero o con las tetas al aire, aparte de no se cuantos almanaques de pin ups. La muchacha menor de la casa se llamaba Violeta. Era una adolescente rubianca e inconforme. En aquel tiempo había un personaje de comic llamado Penny: Violeta era su viva estampa. Como en esa casa a todos les gustaba el trato con niños, se estableció entre todos un ambiente maravilloso.

Rosita disfrutaba el enseñar a los niños. Tenía un novio norteamericano, oficial de la Base Naval de Guantánamo. Varias veces el americano vino a ver a mi maestra: un dirigible se paraba sobre el patio, caía una escala y por ella bajaba él. Demasiado fuerte para nosotros, que idolatrábamos a Rosa y a su familia. Para las Navidades inventaron una representación bastante loca, como todo lo de ellos. Yo hacía el papel de Santa Claus, que pasaba repartiendo regalo cerca del pesebre donde el Recién Nacido –Tonito Llorca- lloraba en brazos de la Virgen –Mireya la hija de Silvina- y al pie de San José –Paquito Nariño-: la representación fue un verdadero éxito que resultó memorable para todos. Los Dumont tenían un gran jardín de dalias frente a su casa: por Navidades gustaban plantar un gran arbolito nevado y dos renos de cartón piedra blancos también, atados al árbol con cintas plateadas. El conjunto estaba iluminado por reflectores y sonaba música de villancicos: totalmente kisch pero espectacular, mágico y, única y exclusivamente, por el gusto de hacerlo. En esos años muchas personas hacían cosas sin cálculo alguno: los que bailaban en el carnaval era por gusto, los que se iban a la Sierra era para luchar, los que iban a la iglesia era por devoción y si te pedían dinero prestado era para devolvértelo. Quizá se diga que era cuestión de prestigio personal: puede, pero si algo te disgusta, es difícil que lo hagas sólo por prestigio. A los Dumont les encantaba su arbolito, su trineo y sus villancicos. Es que eran muy locos. Rosa era aficionada a exhibirme; una vez la visitaron unas amigas y ella me llamó. Me hizo echar el cuento de Cristóbal Colón y cuando acabé exclamó ¡Este niño es un genio!: confundí genio con mal genio y durante años no la comprendí.

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He arrastrado ese problema con las palabras. A veces no comprendo. Tenía la costumbre de meterme en la cocina a mirar: mi madre señalaba una olla humeante y me decía eso es vapor de agua y yo no entendía pues para mí vapor de agua era un buque de vapor que navegaba.

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sábado, 7 de febrero de 2009

EUTANASIA, BERLUSCONI, VATICANO, DERECHOS, DEBERES Y CANSANCIO.

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Eluana Englaro

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al Dr. José Luis Casado

a mi madre

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El tema de la eutanasia vuelve a ser noticia de primera plana gracias a las decisiones y opiniones en torno a una bella ragazza dall 'Italia que ha pasado la mitad de su vida vegetando encima de infinitas camas que deben haber consumido la apabullantemente hermosa sonrisa de las instantáneas al hilo de la sospecha de una existencia que no se ha mostrado al público. Vive gracias a los avances de la ciencia, pero la ciencia es todavía incapaz de afirmar —“a ciencia cierta”— si en su estado sufre o no sufre, y si algo cruza por su mente física y científicamente declarada en “muerte cerebral”. Ese cerebro, su muerte y su vida y todo lo que transcurre entre medias, es el gran misterio, la gran frustración y la gran impotencia de La Ciencia, que nunca ha llegado del todo a él.

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Eluana Englaro

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Esa misma Ciencia, a la que sistemáticamente La Iglesia ha venido oponiéndose y ha quemado a más de un osado en sus hogueras, ha dotado al mundo de numerosos avances. Esa misma Ciencia, incapaz aún para muchísimas cosas, nos ha dado incluso la posibilidad de prolongar la vida más allá de lo que cien años atrás habría sido tal vez una muerte inmediata. Esta consecuencia puede constituirse en una carga para muchos: económica, sentimental, física, social, política, ética. ¿Hasta dónde llegar? ¿Hay que renunciar a los resultados beneficiosos y a los efectos adversos de la Ciencia? ¿Cuántos siglos tenemos que retroceder para volver a ser éticos con respecto a la vida y a la muerte? Presta está la gran maquinaria del etiquetado mundial para estampar los sellos sobre los supervivientes que, más allá de los dolientes, pululan alrededor tirando de un lado y de otro del cuerpo del medio muerto-medio vivo entre tantas sábanas cloradas, tubos y aparatos de precisión. Nos quejamos y nos alarmamos de que en África mueran millones por carecer precisamente de los avances de la Ciencia que en los primeros mundos se han convertido en una maquinaria monstruosa para mantener la responsabilidad con la vida y también con la muerte.

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Eluana Englaro

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¿Alguien comprende, acaso, lo que pensamos y hacia dónde vamos?

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Eluana Englaro

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© 2009 David Lago González

Ya no reino en esas noches orgullosas...

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Extremo duro, extremo vívido y vivido más allá de la razón y de la vida.  Concha Buika tiene que ver con lo que canta y con cómo lo canta.  Es como un chute: un subidón que nos eleva y luego nos baja hasta el fondo de nuestros infiernos.

(C)2009 David Lago

CONCHA BUIKA canta "Miénteme bien".

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Miénteme bien

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Si me mientes susurrando a fuego lento
justo aquí bien pegadita a mi boca
no sabré si golpearte con mis pechos
o si dejarme arrastrar noche abajo de nuevo
hacia otra madrugada bohemia,


reconozco que me enloquecen tus carnes
reconoce que te enamoran las mías,
así que si me mientes casi dentro de mi boca
te regalo el resto de mis días,


y es que hay mentiras que sientan tan bien
que parecen verdades ocultas
con secretos que endulzan la hiel
de las noches más tremendas y más oscuras,
así que si me mientes
miénteme bien.
porque hoy quiero engañarme de nuevo.


Ya no reino en esas noches orgullosas
en las que acabo amaneciendo triste y sola.

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viernes, 6 de febrero de 2009

The Menstruation Story

 

Forget Bambi and Dumbo

This is the best thing the folks at Walt Disney's ever did...

Viendo este spot comercial realizado en los Estudios Walt Disney para los productos Kotex  --de ahí que a las compresas en Cuba se les llamara popularmente "cotes" creo que al menos todavía en 1982--, no se puede evitar sentir cierta compasión hacia las generaciones posteriores que crecieron viendo "los muñequitos rusos" y comprender el trauma neuronal que esas moralejas doctrinales pueden haberles causado.

Gracias, Walt Disney, por haber existido.

David Lago González

martes, 3 de febrero de 2009

Tertulia Literaria Hispanoamericana Rafael Montesinos presenta a Manuel Rico

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Tertulia Literaria Hispanoamericana

Rafael Montesinos

Curso LVI La Directora de la Fundación de Colegios Mayores MAEC-AECID

y la Directora de la T. L. H. Rafael Montesinos

se complacen en invitarle a la

sesión 1614ª

Martes, 3 de febrero de 2009 - 19´30 horas

Manuel Rico leerá poemas del libro en construcción Ciudad a dentro.

El poeta se autopresentará

 

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Tertulia Literaria Hispanoamericana Rafael Montesinos

Colegio Mayor “Nuestra Señora de Guadalupe”

Avenida de Séneca, 4 28040-Madrid

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Frente a la intacta luz, que es fruto huero.

Frente a la luz de hielo, que es vacío,

que jamás será tacto o beso, nunca río,

manchada luz dispongo en el tintero.

La que atesora el vino, no el acero.

La que tiene de ti no sólo el frío

enigma de la forma, sino el brío

de la vida o la noche en su agujero.

La que nunca en el arte tuvo amparo.

La pureza teñida, el falso faro

de su viejo disfraz: su duro sello.

Claroscuro. Ciudad. Pared o llama.

Claridad o penumbra en amalgama.

Un corazón herido en el destello.

 

Manuel Rico

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Tertulia Literaria Hispanoamericana

Rafael Montesinos

Fundada en 1952

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