sábado, 21 de junio de 2008

La Maravilla



© Alexey Titarenko

Sábado, 21 de junio de 2008.


Esta mañana una maravilla me hizo llorar. Suena irónico, contradictorio, incongruente. Pero así fue. Revisaba el link de un fotógrafo llamado Alexey Titarenko, una serie de fotos agrupadas bajo el nombre de “Havana serie”, y de pronto di con “La Maravilla”. Fue como una especie de posesión espiritual, los vellos de los brazos se me erizaban y empecé a repetir como un obseso “ay Dios mío, ay Dios mío”. En la habitación descansaba mi compañero y le llamé porque simplemente quería compartir con alguien la maravilla de la maravilla. Yo mismo me levanté y fui en busca de la foto de Enrique y Gisela. Y empecé a explicar a mi compañero que hacía muchos años “La Maravilla” era un café tradicional de la Habana vieja, justo esquina a la calle de Villegas. Sin duda, su época de esplendor andaría por la primera mitad del siglo XX. Pero en los altos, entrando por Villegas, una escalera (“del siglo XVII”, apuntaba, o apuntalaba, Enrique; “y esa casa en ruinas, de la otra esquina, es del siglo XVI”, añadía para rematar) que crujía como cien fantasmas, nos conducía a lo que sin duda fue una casa señorial, devenida todavía con decencia y amor en una casa que compartían varias personas sin familiaridad alguna pero con un comportamiento común que se definiría como humano. Allí vivía Aurora Sánchez, la madre de Enrique Bedoya; y desde allí Enrique saldría hacia El Mariel para no volver jamás (se suicidó en Miami en el año 82); allí el amigo Janusz acudiría a pertrecharlo en los días de espera; allí tomábamos té con Aurora, gran conversadora, mujer de carácter fuerte; allí comenzaría mi amistad con esta hermosa y elegante señora que, nacida en España, la guerra civil le había pillado del lado de acá mientras daban un viaje de asueto.

Yo le señalaba a mi amigo los balcones encima del rótulo de La Maravilla, o el esqueleto de esos balcones y de esas ventanas en las que todavía se podía apreciar algunas tablas de los postigos, y empezaba a llorar mientras mi compañero me abrazaba ligeramente como se toca a alguien que no se comprende pero que te conmueve, y me asomaba junto a Enrique y Aurora a aquellos balcones, y reíamos, y sonreíamos en algún rincón de la memoria, al mismo tiempo que me preguntaba cómo era posible que todo aquello hubiera terminado por la locura de un hombre, por la tozudez de un mesiánico, y les decía a ellos que no había castigo posible para quien provoca la ruina por la ruina, sin que nada provechoso sobreviviera para los que vendrían detrás, porque todo se queda en el maravilloso recurso del recuerdo que pone de nuevo carne a las sombras, pintura a las paredes, brillo al sol. Y eso es un aporte ajeno a la locura del Mesías.



©2008, David Lago González








1 comentario:

Al Godar dijo...

Y tan poco que costaría volver a poner carne a todos esos sueños!
Saludos,
Al Godar