viernes, 15 de febrero de 2008
"El Niágara en bicicleta" (Rolando H. Morelli) y "La recompensa del poeta" (David Lago González)
El Niágara en bicicleta
Quien haya contemplado alguna vez, (particularmente desde el lado canadiense) el panorama indescriptible que ofrecen las cataratas del Niágara, habrá podido compartir la profunda conmoción y el sentimiento de pasmo, que embargaba al poeta José María Heredia al expresar aquello de «(…) siento / en mi alma estremecida, y agitada / arder la inspiración. (…)». Ahora, como entonces, y en cualquier tiempo, las cataratas son un espectáculo grandioso y conmovedor. Pero a diferencia del cantor del Niágara, ante ellas no echaba yo de menos una palma perdida entre los rápidos del paisaje, bien que había venido (con una y mil coartadas, y aún sin ellas) a buscar la palma de Heredia: la irradiación de su presencia. Buscaba, a falta de otras evidencias, una plaquita cuasi funeraria que en algún momento dedicara a la memoria del poeta el gobierno de la República de Cuba. Para un cubano exiliado, visitar las cataratas tiene por fuerza algo de peregrinaje. Resulta imposible separar de ellas la presencia de Heredia. (A punto estuve de escribir: su esencia). Estoy seguro de que, si a cualquier cubano familiarizado desde niño con los versos de la célebre “Oda” se le preguntara por la tumba del poeta, pocos podrían dar noticias aproximadas del lugar donde reposan sus restos, que como es conocido de los más enterados, se perdieron irremediablemente, años después de sepultados en tierra de la capital mexicana. Si, por otra parte, se me preguntara a mí, cuál habría sido la tumba ideal del santiaguero universal, no vacilaría en responder: las cataratas del Niágara. Porque allí debió morir el poeta. Ni antes, ni después, ni en otro sitio. Luego de concebir su “Oda” inmortal. Pero la historia, o el destino, dispusieron otra cosa. Heredia, después de refugiarse en los Estados Unidos donde visitó algunas de las principales ciudades del país tales como Philadelphia o Nueva York, lugares en los que residió temporalmente, —y naturalmente, de visitar las cataratas— halló al fin un asilo más acogedor según su deseo de encontrar un clima menos frío en México. Establecido en este país donde casó y tuvo descendencia, murió de tuberculosis sin haber podido regresar a la patria de sus añoranzas, mas que durante un breve intervalo, merced a un permiso especial —muy trompeteado por las autoridades coloniales de entonces— para ver a su madre, enferma a la sazón, por última vez. Poco después de este viaje que le granjeó toda clase de epítetos infamantes de parte de muchos compatriotas, y aún la incomprensión y el rechazo de antiguos amigos que se negaron a recibirle, Heredia murió —como ya se ha dicho— en suelo mexicano. Su errabundear por esas tierras, y pese al aprecio que halló en muchos mexicanos de calidad, no estuvo exento de sinsabores a causa de su condición extranjera, y de su vocación liberal. He ahí, en un apretado resumen, la historia conocida del bardo romántico, el primero en nuestra lengua según ha llegado a demostrarse. Más que de la tisis de que sufría, Heredia murió de su interminable exilio en una tierra a la vez próxima y distante. Los propios descalabros y desasosiegos de la naciente república, cuyo establecimiento coincide precisamente con la estadía de Heredia en suelo mexicano, se convierten por un proceso de ósmosis en una carga adicional que el desterrado lleva sobre los hombros. Al Niágara, pues, me fui a buscar a Heredia, o lo que es lo mismo, a Cuba, por otras vías. Hice el recorrido en automóvil. Me hubiera gustado poder hacerlo tal y como debió hacerlo el vate en el siglo XIX, es decir, siguiendo el sistema de canales que desembocaban en el lago Erie, y al cual deben su prosperidad original ciudades como la de Buffalo, en el estado de Nueva York, pero dicho sistema de canales ha desaparecido en gran parte, o por lo menos ha caído en desuso. Salimos —mi compañero de andar por la vida, y yo— un domingo por la mañana, desde la ciudad de Philadelphia, conocida por mí antes de que yo mismo me estableciera en ella, gracias a las descripciones que de la misma hiciera Heredia en correspondencia dirigida a su amigo Domingo del Monte, y que fueran recogidas con posterioridad en uno de los volúmenes correspondientes al Centón Epistolario delmontino. Siguiendo la carretera número diecisiete nos dirigíamos al Niágara cuando nos encontramos, literalmente hablando, con Cuba, para grata sorpresa nuestra. Se trata de un pueblito donde Cuba es —para decirlo con una locución inglesa— “a big name”. Ferreterías, heladerías, farmacias, un cine, y hasta una estación de bomberos proclaman este nombre con letras enormes, como si fuera ésta la única garantía de aparecer en el mapa o de que el viajero tome nota a su paso, y tal vez desacelere y quiera informarse. La palabra Cuba multiplicada connota y resume la circunstancia única de este pueblito rural americano en el estado de New York, camino de las cataratas del Niágara. ¿Existía ya en el momento en que se produce el viaje de Heredia? Seguramente su existencia data de algún tiempo después, cuando el país de este nombre, última de las posesiones españolas en América, ha entrado ya a formar parte del imaginario norteamericano por diferentes vías que convergerán en la guerra contra España. Pensando en todo esto mientras nos hallábamos en «Cuba» pensé en Cuba, con mucha nostalgia, como corresponde a un cubano que va al Niágara en busca de Heredia, es decir, lo sabido. Como era domingo, el local de la «Cuba Historical Society» estaba cerrado, y de momento me quedé sin saber a qué factores se debe la fortuna de contar con otra isla de Cuba, poco o nada conocida de los exploradores, al oeste del estado de Nueva York. (Como es sabido, las otras islas de este nombre se hallan, respectivamente en el mar Caribe, y en el mar Árabe, ésta última, según da cuenta el oportuno Dictionary of Imaginary Places (204-205)).
Después de una sesión de fotos en Cuba, New York, continuamos mi compañero y yo nuestro camino hacia el Niágara, que en verdad constituía nuestro destino, aunque de allí siguiéramos luego hacia Toronto. Durante horas recorrimos el parque del lado norteamericano, intentando dar con la placa conmemorativa de Heredia, sin que pudiéramos encontrarla. Ni siquiera las pesquisas a través de varios funcionarios encargados del parque y sus monumentos dieron resultados. Uno de ellos recordaba, o creía recordar algo relacionado con el poeta y su famosa “Oda”, pero no tenía información alguna sobre la existencia de una placa, a pesar de haber fotografiado —aseguraba— cuántas existían en el parque. Ilusionados con que podríamos encontrarla seguramente del otro lado, mi compañero y yo incursionamos entonces en la rivera canadiense. La vista de las cataratas desde esta margen es aún más espectacular que del lado americano. A describirla aciertan apenas las palabras de Heredia, sin dudas arrebatado por su estro poético ante la contemplación de un fenómeno cuya magnitud es sólo equivalente a su belleza. ¡Qué pequeño se siente el ser que las contempla! Y a la vez, cuán grande dicha ésta de poder contemplar algo semejante ante lo cual, decir que faltan las palabras deja de ser un lugar común para acercarse al pasmo ante lo insólito. El aire vibra, alrededor nuestro, eléctrico, electrizado, vaporoso. Con razón se levanta aquí una estatua colosal dedicada al gran Tesla. El elemento líquido está en todas partes a la vez en suspensión y animado por un atomizador invisible. Vuela, corre, se desliza sobre las rocas, hiende el suelo, tunde el aire, golpea, cae, aterra, se despedaza en la avalancha de su fuerza incontenible; flota en una gasa vaporosa y leve que al entrar en contacto con la luz crea la ilusión de un prisma poliédrico o se alza en un triunfal arco iris sobre cualquiera de los saltos de agua, como si la hercúlea tarea de pasar al otro lado fuera la menor —sin dudas la más grata— de las tareas posibles encomendadas a cualquier héroe epónimo. En algún inconspicuo rincón, como ocultándose en medio de la turbamulta del agua que se vuelca infinita, la corriente parece amansarse —deslizarse del agua-río sobre el agua-limo— y filtrar por entre rocas una gran colada que penetra en la tierra hasta muy dentro para abrazarla y desceñirla de su dureza granítica.
Horas después de buscarla infructuosamente, nos rendimos a la que parecía una evidencia indiscutible: la placa conmemorativa de Heredia no apareció. Como si dijéramos, pensé, la grandeza palpable y cierta de Heredia frente a las pequeñeces de la historia como menoscabo y erosión de aquello que la enfrenta y a cuánto de valor produce una tierra de nadie. Porque, digámoslo de una vez, es posible que la tarja se encuentre todavía en algún lugar del parque que bordea las cataratas, o es posible que los efectos de la erosión se la hayan cobrado, y por ninguna de estas cosas habría que responsabilizar a nadie tal vez, pero la incuria por lo cubano es tanta (dentro o fuera de Cuba), que sería preciso dejar nota de semejante estado de abandono para que tal vez comencemos a ocuparnos del alma de lo nuestro. En Philadelphia, Boston, Nueva Orleáns o Nueva York, (para sólo mencionar unos pocos lugares de los Estados Unidos) vivieron —y en incontables casos murieron— cubanos como Varela, Heredia, del Monte, Martí, o más próximos en el tiempo, Ernesto Lecuona, Lino Novás Calvo, Emilio Portell Vilá, Emilia Bernal Agüero, Lydia Cabrera, y tantos y tantos otros, y a veces los cubanos pasamos sin saberlo frente a las fachadas de las casas o edificios donde vivieron y sufrieron por Cuba dolores semejantes a los nuestros aquellos compatriotas. Ni una tarja siquiera, conmemora el lugar. Salvo en contadísimos casos nadie ha preservado la memoria de un ilustre huésped. Este desdén por lo nuestro (no se me ocurre otro modo de llamarlo) es a la vez que reflejo, una de las causas del castrismo. Castro es encarnación y glorificación —querámoslo o no— de nuestros peores hábitos y cualidades como pueblo, sin nuestras virtudes. Al pie de las cataratas con su estruendoso tumbo, experimenté un sentimiento de tragedia pura, que siendo muy personal, era también nacional. Y, tal vez, por un juego de asociaciones fáciles, recordé esa frase cubana que describe a la perfección una situación difícil por la que se atraviesa: pasar el Niágara en bicicleta . Y con la frase, me acordé asimismo de un chiste asociado con las cataratas que, aunque parezca solo eso, constituye el testimonio de unos amigos cuya madre consiguió del gobierno cubano, al cabo de muchos años de intentos frustrados, una visa humanitaria para salir de su país a visitar a los hijos exiliados. (Huelga señalar el paralelo de este viaje con el realizado por Heredia para visitar en Cuba a su madre, vieja y enferma, al que ya antes se ha hecho referencia). Esta señora cubana de ochenta y seis años, de visita frente a las cataratas a donde la llevaron sus hijos, resumió la gran tragedia cubana con una frase lapidaria que era al propio tiempo un chiste. Impasible, o simplemente pragmática en su cinismo, frente a lo que veía y oía, dijo a sus hijos que lo que más la alegraba era que tal maravilla no estuviera en Cuba, porque —tal dijo— “si aquel loco les pone la mano, las seca”. ¡Secar el Niágara undoso del poeta! Portento siniestro de la ingeniería más diabólica que pueda concebirse. Hipérbole y realidad. Porque eso, es Cuba y la herencia del castrismo: cauce seco arrasado por un don de aridez como hay pocos. Tuve que reír frente al chiste y a las cataratas y reflexioné, sin llegar a conclusiones que fueran demasiado conclusivas, si ese hábito del cubano que va de trivializar lo trágico a simplemente desconocerle sus alcances, era virtud o defecto. Repensando ahora las palabras de la señora sigo sin saberlo. Pienso que si aquéllas no hubieran sido dichas por ella, a posteriori de tanto hecho conocido —al menos de los cubanos— hubieran podido ser apocalípticamente proféticas, pero si alguna vez lo fueron en su isla, lo terrible es que nadie puede ser profeta en su tierra. Ahí esta Cuba (isla del mar Caribe) para corroborarlo, y es simplemente una pena que esta anciana haya tenido que venir al Niágara para no ser escuchada, y sus palabras tenidas en cuenta apenas como una broma comprensible para sus hijos exiliados. A esa señora, a su sabiduría, y a sus palabras, debería alguien erigir un monumento, frente al Niágara de nuestros (t)errores. Un monumento que nos recuerde siempre, la devastación espiritual y material de esta época: la hora cero del fidelato, para que esa hora cero predecible, no vuelva nunca a repetirse. Que la lección derivada por la octogenaria señora cubana de lo ocurrido en Cuba nos sirva también en el futuro.
Las huellas de Heredia en el destierro evocan demasiado las de la diáspora cubana bajo el castrismo para que el régimen de Castro quiera o pueda ocuparse de dedicarle un monumento, a pesar de las excelentes relaciones con el Canadá. Sería como si el mismísimo Tacón accediera a rendirle ese homenaje. Somos pues, los cubanos de afuera, los que reparando olvidos y ofensas, deberíamos de levantar un monumento digno del poeta, frente a las cataratas que tanto lo conmovieron e inspiraron, porque en ellas vio Heredia materializarse entre brumas su alma atormentada por Cuba. Sea éste un monumento a nosotros mismos. Digno recordatorio de los que fueron nuestros pioneros, y en particular de la estatura poética y cívica del gran exiliado, y al pie del mismo inscribamos algunos de los versos con que cierra la celebrada “Oda”: «¡Duren mis versos cual tu gloria inmortal! [Y] pueda, piadoso / viéndote algún viajero,/ dar un suspiro a la memoria mía”.
(C)Rolando D. H. Morelli
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La recompensa del poeta
a mi madre
Una estancia amplia, desolada, en la luz profunda y dolorosa del atardecer.
En un extremo, una niña ensaya la declamación de unos versos en honor al Niágara.
Frente al espejo, separa los brazos de su torso y alza una mano hacia lo alto,
como si una cascada de gotas invisibles esperara allí
para mojar su piel con la transparencia del poema.
Como el sol la atraviesa por la espalda traspasando su cuerpo de organdí,
da la sensación de estar mirando una mariposa multicolor con las alas abiertas,
iluminada por el día que se escapa.
Será mañana el día, sí, será mañana, cuando ante sus compañeros le toque recitarla
y deberá asegurarse de la entonación de cada verso
y, más que todo, de la solemnidad de cada silencio.
Su silencio debe resonar en ese espacio de tiempo
en que podrá oírse el ruido del agua y el sonido de su pecho corriendo al unísono,
cuando el poema pasa de ser una palabra a ser una imagen y se convierte en recuerdo.
"Este recuerdo a mi pesar me viene...
Nada ¡oh Niágara! falta a tu destino,
ni otra corona que el agreste pino
a tu terrible majestad conviene."
Ochenta años después vuelve el espejo en el horizonte
con su antorcha ungida en la voz de la memoria,
a iluminar ácidas tardes de balnearios sedientos
cuando arde la carne a la sombra de los pinos, y a los pies de la mecánica andante
se escucha el ruidito de una garganta que gorgotea, como una lenta cascada que fue
y que se agota, el lenguaje incomprensible de los mirlos.
Cuatro o cinco momentos ―escaso galope fugaz― marcan las preguntas de la vida,
las oscuras preguntas que nos hacemos en torno a la luz y a la ausencia.
Unos versos en un atardecer de niñas campesinas,
ciudades sin tregua para la cercanía y la distancia,
barrancos que dejan su imagen al borde del vacío,
labios que besan por vez primera,
hijos que vienen de un espacio infinito entre la noche y el fuego.
Todo ello es un rumor raído; un vuelo incendiado por el aliento, en el que el insecto ―esa mariposa que fue y sigue siendo, pasión, materia, ebriedad de la luz―,
queda apresado por una flor que en torno a ella
cierra sus cinco pétalos y la entrega al enigma, al misterio.
Vuelves una mañana, luego, al cabo de tanto tiempo,
a ensayar los versos de Heredia para el fin del curso,
y es una extraña mañana, en que de mañana ya atardece,
como si el día, apenas comenzar, estuviera vencido.
"Este recuerdo a mi pesar me viene..."
Y entre las nubes claras de las primeras horas oscurecen las ciudades del destino,
como si se trataran de una misma llama compartiendo un solo pulso.
Tu temor era infundado por vanos fantasmas;
tu éxito, absoluto: siempre diste con el tono del poema;
siempre lograste transmitir el vaho del agua
brotando de las meras palabras que un poeta reunió
ignorando que un siglo después servirían de música al vaivén de una vida.
¡Qué gran recompensa ha tenido!
Siento mi camisa pegada al cuerpo;
es agradable y molesta esta fina llovizna,
y doloroso y tenue este velo,
y esta niebla en la que suave, quedamente, te adentras como los antiguos griegos,
para quienes la palabra "muerte" era sólo oscurecer,
una mañana, una extraña mañana con atisbos de infinito.
(Madrid, 18 de Noviembre de 1995)
(C) David Lago González
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