Esta mañana logré escapar bastante temprano por la mañana. Me confundió el que hoy fuera día feriado en todos los reinos de la muy noble España por la celebración del Corpus Christi (que mayormente se celebra en Toledo con toda pompa, jolgorio, aburrimiento y agotamiento), pensé que en vez de jueves era viernes y me compré El País, que no me tocaba, ni siquiera por La Libreta de Abastecimiento (de mi bolsillo). Desayuné en Wooster, tomé el metro y emergí a la superficie en Rubén Darío… ¿en busca de qué? En busca de esto que pueden apreciar en la foto:
Un banco “humano”, de los de siempre, anti-Gallardón, cómodo, con respaldo, y hecho de delgados listones para que circule el aire y refresquen culo y espalda del mortal que tenga a bien sentarse en uno de ellos. Pues sí, señores, hay que irse al barrio de Salamanca –to the rich side of town— para no sufrir encima de un potro de tortura que El Cejijunto y sus asesores urbanísticos (admiradores ciegos de la arquitectura soviética) han desparramado por cuanto nuevo parque –más bien, explanada tipo Plaza de la Revolución, Plaza Roja, Tiannamen— se le atraviesa en el cogote a este señor alcalde que tenemos. Parece que a su edad todavía no ha aprendido que el dinero viene y va, pero que el buen gusto y sentirse uno mismo confortable nada tienen que ver con la pobreza, la nobleza, la riqueza de cuna o la del narcotráfico y el tráfico de influencias y la corrupción urbanística.
En fin, me senté en varios bancos a lo largo de mi paseo, pero recalé en La Fábrica y me tomé una cerveza holandesa o alemana, carísima y riquísima. Me dio la gana. Y me leí el cuadernillo que llevaba de Anna Atmátova (Algo acerca de mí), con poemas, textos, opiniones y cartas. Me di cuenta que ella escribe como mi querida Pucha que, en un mensaje fugaz y repentino o en una carta, te dice concluyente “por aquí, todo como ya te puedes imaginar” o “lo demás, igual que como lo dejaste pero peor”. Y ya está. Atmátova escribe desde Leningrado como si siguiera en el San Petersburgo que casi la vio nacer. Su maestría consiste en que el dolor apenas si está esbozado, pero ese simple trazo mucho más silencioso que murmurado alcanza para comprenderlo en toda su futilidad, su trágica y aberrante inutilidad y gratuidad.
Lo mágico me resulta porque en el texto que exactamente se llama “Algo acerca de mí” comienza diciendo “Nací el 11 [antiguo Calendario Juliano] (23) de junio de 1889 en Bolshói Fontán (alrededores de Odesa).” Y entonces me pregunto, y paso a preguntarle a un camarero qué día era el de hoy. “23 de junio”, me dice. Y en fin, me alegra esa química, tonta y sin importancia, pero me hizo sentir en comunión con ella.
Reproduzco un extracto de este cuaderno, llamado
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Una palabra sobre Pushkin
Mi antecesor P. E. Shegolev concluye su trabajo sobre el duelo y la muerte de Pushkin con la consideración sobre por qué los representantes de la alta sociedad odiaban al poeta y lo expulsaron de su medio como a un cuerpo extraño. Ahora ha llegado el momento de darle la vuelta a este problema y decir en voz alta no lo que ellos hicieron con él, sino lo que él hizo con ellos.
Después de todo un océano de suciedad, traición, mentiras e indiferencia de los amigos, de las tonterías de los partidarios y los no partidarios de Poletika*, uno de los familiares de los Strogonov, de los idiotas oficiales de caballería de la guardia zarista que hicieron de la dantesca historia une affaire de régimen [un problema de honra del regimiento], de los salones hipócritas de Nesselrod, y otros de la excelentísima corte, que miraban por los ojos de todas las cerraduras, de los grandes consejeros secretos, miembros del Consejo Estatal, quienes, sin ninguna vergüenza, ordenaron vigilancia policial secreta al genial poeta, resulta triunfal y maravilloso ver cómo este engreído, desalmado (“cerdo” como decía el mismo Alexandr Serguéievich) y, por supuesto, iletrado Petersburgo, se transformó en testigo de aquello, y al escuchar la fatal noticia, miles de personas se lanzaron a la casa del poeta y se quedaron allí para siempre, junto a toda Rusia.
Il fant que j’arrange ma maison [Tengo que ordenar mi casa], dijo Pushkin moribundo.
A los dos días, su casa era sagrada para la Patria, y el mundo no ha visto una victoria más plena y radiante que aquélla.
Toda una época, no sin ruido, por supuesto, poco a poco ha sido llamada pushkiniana.
Todas las beldades, damas de honor, dueñas de salones, damas de oficiales, altos miembros de la corte, ministros, generales en jefe y no en jefe, progresivamente comenzaron a llamarse contemporáneos de Pushkin, para luego simplemente quedarse sepultados en los ficheros e índices onomásticos (con sus fechas de nacimiento y muerte alteradas) de las ediciones de los libros del poeta.
Pushkin triunfó sobre el tiempo y el espacio.
Dicen: “La época de Pushkin”, “el Petersburgo de Pushkin”. Y esto no tiene relación directa con la literatura, esto es otra cosa.
En las salas de los palacios, donde ellos bailaron y chismearon sobre el poeta, están colgados sus retratos, se conservan sus libros, mientras las sombras lastimeras de ellos han sido expulsadas de allí para siempre. Sobre aquellos suntuosos palacios y mansiones dicen: “Aquí estuvo Pushkin”, o “Aquí no estuvo Pushkin”. Lo demás no interesa a nadie. Su Majestad, el emperador Nikolái Pávlovich, se pavoneaba ante la fachada del Museo Pushkin, vestido con blancas pieles de alce; manuscritos, diarios y cartas comienzan a valorarse si aparece la palabra mágica “Pushkin”, y lo más terrible para ellos es que pudieran haber oído al poeta:
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No respondáis por mí,
podéis dormir en paz por ahora.
La fuerza es derecho y sólo vuestros hijos
por mí os maldecirán.
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Inútilmente la gente piensa que decenas de monumentos hechos a mano pueden sustituir al único aere perennis.
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26 de mayo de 1961
Komarovo
Anna Atmátova
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