lunes, 9 de mayo de 2011

ROLANDO H. MORELLI - Algunas fronteras

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Philippe Salaün

Philippe Salaün

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Para José Joaquín, presente siempre.

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Al entrar en el puente las ruedas del automóvil producen al rozar la superficie ese sonido de eje dislocado —un cimbreo de metal suelto o por soltarse— que contrasta con el otro sonido de las ruedas sobre el pavimento o la tierra pelada, siempre igual, ése que ha venido prodigándose hasta aquí. (El mismo, que volverá a escucharse más allá del puente).

—Éste debe ser el primer puente que pasamos, ¿no? —observo, desperezándome un poco en el asiento trasero. Naturalmente que éste no podría tratarse del primer puente desde que salimos, de manera que el hombre sentado detrás del volante se queda en silencio unos instantes, desconcertado.

—Éste es el puente del Jatibonico… —dice entonces

—¡Ah!  Entonces, ya estamos entrando en Camagüey.

Después de otro silencio no menos desconcertado, el conductor se anima a responder.

—Eso, claro, era antes. ¡Hace mucho tiempo! Ahora, estamos entrando en la provincia de Ciego de Ávila.

—¡Ah, sí! Se me olvidaba... Es que para mí Ciego sigue siendo Camagüey. Como sabe ése era antes el límite occidental de la provincia. A uno se lo enseñaban en las clases de Geografía de Cuba, y esas cosas, generalmente no se olvidan.

—¡Ya usted sabe que a esta gente le ha gustado siempre cambiarlo todo! ¡Cambiarlo por cambiarlo! ¡Ponerlo todo patas arriba!

Observo acaso una prudencia desmedida ante las palabras del chofer.

—¡Ahora el límite es Camagüey! ¿Su tierra, no?  Ahí, está la frontera.

Esta vez soy yo el desconcertado. Por unos instantes me quedo sin otras nociones que mi propio desconcierto.  El hombre debe haberse dado cuenta de esta turbación.

—Ahí se acaba Cuba, y empieza Oriente.  ¡Otra cosa!  ¡Otra gente!  De las Tunas pa’ allá, ya no hay más pueblo, como dicen.  ¡La tierra de nadie es eso!

Hemos salido del puente. Ahora el silencio se adueña de nosotros como si el individuo que está detrás del volante dispusiera arbitrariamente que así fuera. Todavía no hallo qué decir, aunque sea imperativo decir algo.

—Perdone. No comprendo lo que quiere decir. ¿¡Otra gente!?

—Usted… Digo, por causalidad no es oriental, ¿verdad? Digo, si… Disculpe si lo ofendí, no tenía la intención.

—No —digo—. No soy oriental…

—¡Ah, entonces será que usted seguramente lleva muchos años afuera! Mire, para que vaya sabiendo a lo que me refiero… Aquí los orientales se han hecho dueños de todo. ¡La Habana es puro Oriente!  ¿Y qué han hecho con La Habana?  ¿Usted vio como está La Habana? ¡Destruida que da miedo! Y donde quiera que van es lo mismo. En Cienfuegos también han acabado. ¿Y las fajazones? Porque a bravucones y engreídos no hay quien les ponga un pie delante. Ahora, que ellos no se pelean como los demás hombres, no señor. ¡A puñaladas y a machetazos! Peleas a machetazos ha habido entre ellos mismos, o entre ellos y los hombres de una zona, que han tenido que movilizar las Fuerzas Especiales para acabarlas. Ya oirá los cuentos. Y en su tierra también los encontrará por todas partes, como una plaga. Ya verá que no la reconoce cuando llegue allá. ¡La verdad es que son una fuerza de ocupación extranjera en todo el país! ¿Lleva mucho tiempo afuera?

—Veinte años.

—¿Y es la primera vez que vuelve? —inquiere, interrumpiendo de este modo el flujo de mis pensamientos. Hay en su voz un cúmulo de ansiedad reprimida de la que antes no me diera cuenta.

—Sí  —confirmo su cálculo o lo que aquello fuera—. Hasta ahora no había sido posible

Al decir posible intento restar a la palabra todo relieve, con lo cual logro tal vez conferirle una distinción contraria a mis propósitos.

—No se preocupe —dice él mientras los ojos buscan una expresión en la semipenumbra, a través del retrovisor— que no se perdió mucho.  Pa’ lo que hay que ver aquí… ¿Le queda aquí mucha familia?

—Casi toda la familia —digo—. Mis padres, seis hermanos, algunos sobrinos... ¡Amigos muy queridos!

—¿Vive en Mayami?

—No señor, en los Estados Unidos, pero al norte.  Mucho más al norte.

—¿Eso, queda cerca de Nuyersi?

—Sí, más cerca de New Jersey.  Al oeste de Jersey.  En un pueblito.

—Ah, porque mire qué casualidad, unas medio primas mías… Bueno, parientas de mi esposa que estuvieron aquí de visita, por esa zona de allá arriba es que viven. Pero en Miami es en donde parece que más cubanos hay.

—Tiene usted razón, Miami es una ciudad cubana en muchos sentidos.

—Yo desde que lo vi ahí parado, me di cuenta de que… Vamos, me dije que seguramente andaba buscando una máquina que lo llevara para alguna parte, y como uno se deja caer por el aeropuerto como quien no quiere la cosa a ver si se presenta alguna carrera de éstas precisamente…

—Sí, ya me habían dicho que así era como funcionaba el asunto.

—Eso, hasta que a esta gente le dé la gana. Ya sabe usted que son como el perro del hortelano, que si no pueden comer ellos, tampoco dejan que coman los demás.

—¿Y de qué otro modo iba a ser si no hay taxis o transporte público disponible con lo de la crisis?

—Aquí nunca salimos de una para entrar en otra. La crisis permanente es esto. Pero como le digo: ¡El perro del hortelano!… ¿Y qué le parece lo que ha podido ver? Digo, si con la oscuridad y el apagón éste

—Usted lo ha dicho, apenas he podido ver nada —evado la respuesta, si bien es cierto que en el tiempo transcurrido desde mi llegada al aeropuerto al momento de abordar el vehículo que me lleva a la casa de mis padres, apenas he tenido la oportunidad de observar nada.

—Deje que llegue a Camagüey para que vea a la luz del día. ¡Para que vea! Todo el que viene de allá afuera dice que no puede creer lo que ve aquí con sus propios ojos. Las parientas de que le hablaba antes hasta se enfermaron, y a una de ellas la tuvieron hasta que ingresar en cuanto llegó allá a su casa en Nuyersi. Parece ser que no era nada: los nervios, la impresión que se llevó cuando vio esto… Espero que usted no se vaya a enfermar. Usted, claro, es hombre, pero hasta a nosotros los hombres… Tiene que ser fuerte, como si se le hubiera muerto alguien muy querido, Dios no lo quiera así. Claro, eso es para ustedes los que se fueron de aquí hace ya algún tiempo, y se perdieron lo mejor del paseo éste. Nosotros los que nos hemos tenido que aguantar aquí, o los que se fueron hace menos tiempo estamos todos curados de espanto, como dicen. ¡El día tras día hace maravillas con eso de aguantarse uno! Yo creo que uno se acostumbra a todo, si no tiene manera de cambiar nada o de quitarse de encima lo que le cayó del cielo, o del infierno… No menos aguanta el burro, aunque se tranque a veces y no quiera caminar.

A pesar de la fatiga, y de la ansiedad que me dominan por igual, me esfuerzo por escuchar al hombre mientras intento sofrenar el cúmulo de emociones, miedos, cálculos y no sé cuántas otras cosas que me asaltan.

—Camagüey dicen que era muy bonito. (No, y todavía, con todo y la plaga que nos ha caído encima, se mantiene bastante). Yo diría que es de lo mejorcito que nos queda todavía… La vieja mía, que en paz descanse, tenía algunas amistades de ahí mismo. ¡Mucha carne y mucha leche!  ¡Y mucha prosperidad y señorío!  Oiga, y las mujeres más lindas de Cuba, sí señor. ¡Y mire que la cubana es bonita sea de donde sea!  Yo, soy natural de Niquero.  Pero me crié prácticamente en La Habana.  Mi familia toda es de esa zona. De Niquero. ¡Una familia larguísima! Tengo parientes en toda la provincia de Oriente.  Por eso sé muy bien lo que le digo. ¡Orientales buenos, muy pocos! Sobran los dedos de una mano para contarlos:  Maceo, y tres más.  Yo no sé si es la tierra que es mala, o qué cosa será.   Pero fíjese bien:  ¿qué nos ha da’o Oriente en los últimos cincuenta años a los cubanos?  ¡Fíjese bien!  —Las manos del chofer se liberan momentáneamente del timón para ilustrar lo que dicen las palabras—:  Primero Batista y sus canchanchanes, y después, para darnos el tiro de gracia, este hombre y su gente.  Los dos son hasta del mismo municipio, creo yo.  ¡Ahí sí que tiene que haber algo en el suelo, en el agua, o en el aire...! ¡Algo muy malo!  ¿No le parece?

Oyéndolo decir esto último, y a pesar de que ya he decidido dejarle a él toda la locuacidad que seguramente requiere para mantenerse despierto tras el timón, arriesgo algunas palabras.

—¡De ahí también es el Padre de la patria! —digo—. De la provincia de Oriente, quiero decir. ¡Y Guillermón Moncada!  ¡Y los Maceos todos!  Y Rosa, la bayamesa. Y José María Heredia. ¡De allí son Boti y Poveda! ¡Emilio Bacardí! ¡Los Matamoros! ¡Y el son de la loma, no?

El chofer, que ya antes ha buscado una expresión cualquiera en mi rostro en medio de la oscuridad, vuelve a escrutar mi rostro a través del retrovisor con los ojos fijos, seguramente aguzados, como prendidos al espejo. Esta vez soy yo quien logra imponerle un silencio ajeno a su natural locuacidad.

—Mi intención no era ofenderlo.  Discúlpeme si lo he ofendido en algo.  Fíjese que, después de todo, yo también soy oriental. Ya se lo dije: nacido allí en Niquero, y criado en La Habana. Lo que pasa es que hay mucha gente mala de allí que viene y va, y lo malea todo. ¡Óigame, usted tendría que verlo con sus propios ojos para creerlo! Y lo verá, sin dudas. ¡Cómo lo destruyen todo! Yo no exagero. ¡Usted lo verá y se lo oirá decir a cualquiera! (¡Hasta a ellos mismos!). Todo lo destruyen, y lo que no pueden llevarse para trapicharlo o Dios sabe qué, lo rompen y lo dejan que no se puede remediar. Esos no quieren a La Habana, ni a Camagüey, ni a Cienfuegos, ni a su propia madre. Si usted viaja para Oriente allí mismo lo podrá ver. ¡Esos no quieren a Cuba! Viven como los animales: ahí donde los coge la noche se guarecen, pero no se encariñan con nada ni tienen respeto por nada. Usted tendría que ver las casas que les han dado, o que se han cogido ellos por su linda cara, ahí en La Habana. ¡Mansiones! Mejor que ni las vea como las han dejado. Ah, pero eso sí, no hallará ninguno otro tan fidelista. ¡¿Y la policía?! Cualquier machacahuesos  de esos, que lo para a usted en la calle, sin ningún motivo, y que por quítame ahí esas pajas lo deja a usted lleno de verdugones, tenga la plena seguridad que es de Oriente. Aquí la policía toda está en manos de esa gente. Todos los cubanos somos sus rehenes. ¿Cómo no les vamos a tener mala voluntad? ¿A ver, dígame, usted?

El auto enfila ahora por una recta, a cuyos lados proyectan sus siluetas árboles corpulentos, que contrastan con la deforestación de la llanura que hemos venido atravesando. Furtivo, nos sale al encuentro un letrero con sus letras descascaradas.

—¿Ciego? —pregunto a mi interlocutor.

—No, señor, a Ciego ya lo dejamos atrás hace rato. Le pasamos por el lado. Ése era Florida. Ya ‘horita estamos en Camagüey.

—A Vertientes, ¿cuánto?

—Si nos vamos por la Vallita, menos. Así se ahorran un montón de kilómetros.

—Usted conoce bien todo esto.

—Oiga, desde que empezaron los viajes de la gente de afuera, no he hecho otra cosa que dar viajes pa’ to’as partes. Hasta a Baracoa he ido a dar a veces. Llevo en esto, como cinco años.  Si uno no tiene dólares en este país, se muere de hambre, créame bien que se lo digo yo.

—¿Y el que no los tiene?

—Al que no tiene dólares, le sobran dolores. De barriga, de pecho, de espaldas. ¡De barriga sobre todo! Aquí el que no tiene dólares no tiene ni donde caerse muerto, porque hasta pa’ que lo entierren a uno decentemente, hay que contar con los americanos.  ¿¡Quién nos lo iba a decir?!

El sonido del viento al batir contra la lona que llena el hueco de una ventanilla me distrae un instante de la conversación.

—Este carro,  ¿es ruso? —pregunto.

—¡Un Moscovich! —asiente el chofer—. Lo más parecido a un carro americano que fabricaron los soviéticos. Como imitación no es tan malo. Éste es de un compañero mío que no maneja. Yo no tengo carro. Con éste nos defendemos los dos. Usted sabe como dice el dicho que una mano lava la otra, y las dos lavan la cara.

—Ese refrán parece ser pura doctrina cristiana.

—¡Qué va!  Y perdóneme que lo contradiga.  Eso es puro sociolismo.  ¡Mah deh in Cuba! La necesidad hace parir mulato, créame. Yo, antes del Período Especial éste..., (¡Especial ya usted sabe!... Aquí, a lo malo, se le llama especial) era ingeniero especialista en locomotoras Diesel. ¡Vivía!  Más o menos, como casi todo el mundo. ¡Mejor que muchos; no tan bien como muchos otros! En fin, que se iba tirando. Era hasta militante del Partido. Me procesaron y tuve que aceptarlo. De lo contrario me señalo y no hubiera podido hacer mi trabajo. ¡Fíjese usted eso! Pa’ que una locomotora pudiera funcionar yo tenía que ser además de ingeniero, militante comunista. Ésas son las locomotoras socialistas, de tecnología capitalista. Pues en ésas estábamos, cuando se acabó la mamadera de los rusos y llegó el período especial éste. Eso, naturalmente, tenía que pasar. Más tarde o más temprano… Esa teta tenía que secarse algún día. ¿En qué cabeza podía caber que fuera de otro modo?

El hombre se interrumpe un instante que no se sabe cuánto habrá de durar, y no me atrevo a intervenir con una frase cualquiera, por temor a que desista de esta suerte de confesión que se me antoja la nota más alta de todo cuánto ha dicho durante el viaje.

—Yo lo que más quisiera es ver otra cosa. Irme de aquí, no, sino ver. Ver otra cosa, conocer otros países; viajar un poco. Usted seguramente conoce muchos países, ¿no es así?

—Para serle franco, ya casi no viajo. Prefiero mi casa. Creo que me cansé de los viajes, además de que todo se ha ido haciendo caro, el tiempo escasea y uno tiene muchos otros intereses. ¡Al menos en mi caso!

—Sí, pero al menos ha podido viajar. Allá afuera la vida debe ser muy distinta.  Uno puede hacer planes, ¿no es así? ¿Usted en qué trabaja?, y dispense la curiosidad.

Los faros del vehículo que circula en dirección contraria con las luces apagadas se encienden de repente e inundan el interior del auto, encegueciéndonos. Mi interlocutor hace entonces lo único que está a su alcance, lanzar un improperio dirigido al otro conductor en tanto se aferra al volante con ambas manos, los ojos, fijos en el borde de la carretera. El carro se detiene finalmente agotado su impulso primordial y el conductor aprovecha un último empuje para orillarlo cuanto es posible al borde de tierra, alejado de la carretera

—Hoy aquí, cualquier comemierda maneja, con las carreteras como están, que usted las ha visto, y no es cuento mío. Por eso es que hay tantos accidentes diariamente.  Aquí, carros no habrá muchos, pero accidentes, todos los que quiera. ¡Figúrese usted, sin buenos frenos ni nada por el estilo!

No siento deseos de decir nada, pero me parece que hace falta su buena dosis de palabras para llenar el vacío que se me ha hecho en el estómago. Por suerte, es nuevamente el chofer quien primero habla.

—Hay que cambiarle el agua a los pececitos —dice, pero se está aún un rato largo detrás del volante como si este acto requiriera de una determinación que a él le falta. Por último consigue desprenderse del timón y sale del automóvil.

Desde dentro, donde permanezco, se escucha prodigarse el chorro al golpear sobre el asfalto. Oyéndolo se despiertan también en mí las ganas de “cambiarle el agua a los pececitos”. A lo lejos ya ha comenzado a clarear. El hombre termina y espera por mí sin impaciencia, en el interior del auto al que ha regresado.

—¿Fuma? —me ofrece un cigarrillo cuando también yo he vuelto a acomodarme en el asiento trasero.

—No, gracias

—Yo tampoco —dice, devolviendo la cajetilla a ese espacio plano que hay entre el parabrisas y el volante—. Nunca en mi vida. Ni fumado, ni bebido. ¡Esos son dos vicios que no tengo! No es que sea virtuoso, si usted me entiende.

De la base del retrovisor cuelgan dos fotos plasticadas que a la media luz reinante no me es posible distinguir con claridad, y una estampita que por tratarse de una imagen archisabida reconozco como la de Santa Bárbara.  El hombre me sorprende mirándolas y no dice nada al comienzo, luego sí.

—Mi mujer y mi hija —dice—. Ahí era todavía una niñita de doce. ¡Que ahora ya me va para quince! En mes y medio los cumple. No vaya a creer que es de amigos eso. Y todavía hay que ir pensando en celebrarle los quince. No por ella, no crea. Ella está en eso más clara que su madre. Pero así es la cosa. Y que si el qué dirán y si patatín y si patatán.  Mi mujer sigue viviendo en otra época. Como mucha gente aquí. ¡En el siglo XIX! Aquí la gente se muere de hambre si no navega con suerte, pero los quince de las hijas se tienen que celebrar a como de lugar. (¡Morirse es poca cosa!) De todos modos, si no se los celebras te tienes que morir lo mismo. Y que te mueres, porque la mujer te hace la vida imposible, y a lo mejor hasta se divorcia. ¡O se te corre con otro, por aquello del despecho, y la vanidad herida!

El auto ha vuelto a ponerse en marcha y emboca ahora por un terraplén deslavado por las lluvias de mucho tiempo atrás, lleno de baches de todos los tamaños. Para sortearlos, el conductor se ha visto forzado a aminorar la velocidad.

—Seguramente ya estaremos muy cerca —comento.

—Por aquí, nos ahorramos un montón de kilómetros, aunque la carretera está peor —dice el chofer.

Un poco más adelante, surge de debajo del polvo un trecho de pavimento milagrosamente intacto, y el auto recobra su velocidad por lo que dura aquella franja negra, de un negro descolorido —observo— blanqueado.

—Ya estamos llegando. En nada estamos en Vertientes. Ahí está esperando su familia. ¡Ansiosos por verlo llegar!

Mi interlocutor comprueba por el retrovisor mi ademán de asentimiento. A lo lejos, creo divisar las torres del central por sobre los campos de caña muy rala y esmirriada que crecen en la lontananza.

—Estas cañas no deben dar mucho azúcar —observo en voz alta, un poco a mi pesar o contra mi intención de hacerlo.

—¡Ah! ¿Ya ve usted la caña de este año? Puro caguazo, si usted me entiende. ¿Qué azúcar ni qué nada va a dar eso? Ésas son las variedades de caña del Comandante.

De entre el campo sembrado de cañas, sale inesperadamente al medio de la vía una vaca asustada por su propia sombra. Ha saltado la cuneta que la separa del terraplén para caer en medio de éste, y se queda plantada delante del auto, como sembrada allí. Me da tiempo a ver los ojos desmesurados del animal, sus omóplatos vacíos. Es una vaca magra de carnes, pero rellena de su propio susto. El hombre maniobra para evitar la colisión, y el auto, sometido a la picadura de esta espuela inusitada se desboca, y embiste ese espacio que se abre por delante de nosotros, nos arrastra en su impulso hasta pegar contra una roca. El formidable golpe la arranca de cuajo, y la arroja por el aire. Fragmentos de roca, granos de arena y tierra golpean contra el cristal delantero, astillándolo, pero sin que las esquirlas lleguen a soltarse para herirnos.  El auto se ladea, primero hacia la izquierda —el lado que ocupa el conductor— y luego hacia la derecha. Una de las ruedas salta de su eje, se interna en el cañaveral a toda velocidad y desaparece entre el verde del follaje. Sin abandonar el volante, el chofer intenta evitar que el auto vuelque o se desplace del terraplén hacia la cuneta. Finalmente, el vehículo acaba por detenerse después de una espera infinita. El hombre y yo nos miramos para asegurarnos mutuamente de que aún estamos con vida. A lo lejos, sin moverse de su sitio en medio del terraplén, la vaca parece contemplar la escena con el vacuno desgano de su mirada infinita.

—¡Menos mal! —dice el hombre, observándola por el retrovisor—. Anduvimos con suerte, que si no… ¡Tanta culpa tiene el que mata la vaca como el que le rompe una pata! —añade ahora con una expresión conocida un tanto recompuesta por él—. Entre diez y quince años de cárcel.

Las manos parecen soldadas al timón y es preciso que lo ayude para que pueda soltarlas. Un temblor incontrolable se apodera de mis piernas, que en vano las manos tratan de someter. Entonces me percato del rasguño en el muslo izquierdo. Alguna cosa ha penetrado la tela del pantalón, rasgándolo allí y produciéndome este corte. No consigo saber qué puede haberlo producido, pero observo que el rasguño no es profundo. Todo lo contrario de la herida que el hombre tiene sobre una de las cejas.  Le paso un pañuelo para que restañe la sangre.

—Por mí no se preocupe —dice entonces, seguramente que tratando de darse valor a sí mismo—. ¡Estamos vivos, que es lo más importante! ¡Vivos de puro milagro! Y ya sabe usted lo que dicen, que “más, se perdió en la guerra”. Lo importante es que estemos vivos. ¡Vivitos y coleando!  —Dice todo esto con una suerte de vértigo en la voz, o con la urgencia de quien en medio de una gran pérdida irremediable pasa balance al haber de su alma. Luego, como si pudiera decir esto sin asomo de ironía, sonríe—: ¡Bienvenido a su tierra! ¡Ya estamos ahí mismo, como aquel que dice!

© Rolando H. Morelli

2 comentarios:

Elio dijo...

AMEN!!!!!!!

Zoé Valdés dijo...

Morelli escribe unos diálogos extraordinarios, qué regalo de cuento. Muy bueno.