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© Elisa Gulminelli, 2011 (Fotoérase)
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Acabo de soñar con mi madre. No sé por qué razón no estábamos viviendo juntos. Se había consumido mucho, como le pasa a la gente en Cuba. Y no sé cómo yo había ido allí.
Estaba compartiendo el pisito de Pico Cejo, en Vallekas –donde pasamos tantos horrores, muchos más de los que se quejan Los Honorables Patriotas Desterrados— con una chica joven, bastante maja. La muchacha era puta y recibía sus clientes en una habitación contigua al salón, detrás de una cortina blanca de encaje plástico. Mientras yo estuve allí, recibió a dos clientes: un chico joven y un señor mayor. Mi madre parecía no enterarse o no importarle en lo absoluto. Bueno, ella siempre fue bastante “vieja dama indigna” pero con quién ella decidía otorgarle licencia; tal vez a esta muchacha se la había dado.
No sé por qué estábamos separados, y yo quería llevármela a mi casa. Ella accedió desde el primer momento, como un corderito. Pero el sueño se dilataba y se dilataba dando vueltas en torno a sí mismo, mientras yo repasaba que los muebles no eran los mismos y todas las (pocas y malas) fotos que colgaban de las paredes eran de la chica en posiciones ridículamente pornográficas.
Por fin, no sé cómo, nos decidimos. Yo le recogí sus pocas cosas en una pequeña maleta como de los años 40, y de pronto ya estábamos subidos a una especie de jeep cherokee, cruzamos un pequeño riachuelo que era el poblado en el que Carlos Alonso me ha recordado la memoria que cuando trabajábamos en la Presa Najasa y pasábamos por allí, los lugareños y los trabajadores que íbamos encima de la cama del Berliet, nos enzarzábamos a pedradas y escupitajos… Bueno, y ya después, no sé si nosotros o el sueño, desaparecíamos. Supongo que eso quiere decir que llegábamos aquí, pero al levantarme veo que mi madre no está. Otro sueño más.
Evidentemente, sigo con las fiebres.
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© 2011 David Lago González
(Madrid, 21 de julio de 2011)
1 comentario:
Siempre que sueño con mi madre sueño con que estamos allá, en el infierno, tratando de huir.
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