lunes, 7 de junio de 2010

DAVID LAGO GONZÁLEZ - El beso más peligroso

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intimacyA

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para Tania Quintero,

y todos los homófonos

que se esconden tras las puertas de los armarios del corazón

Pues yo no me acuerdo qué año sería, pero estábamos en plenos años duros de Jesús Díaz, transitando por aquellos contornos que tantos estúpidos todavía llaman “exóticos”. Éramos jóvenes, éramos siempre jóvenes, y aunque no fuéramos en vaqueros, imaginariamente estábamos forever in blue jeans, así, bien americanosos y extranjerizantes, y extravagantes, como nos llamaba el stablishment cubano. Seguramente todavía yo era uno de esos “peluses” que no se merecían la felicidad de vivir, y el otro ni se diga: ¡ya hasta había pasado por la cárcel! Así que cuánto más molestáramos y dañáramos a la imagen serie y responsable, “de hombrecito”, de los ujcs, pues mucho mejor, aunque también he de aclarar que no había ninguna premeditación y alevosía en nuestros actos sino que eran fruto de la más absoluta y sincera naturalidad.

Sergio y yo bajábamos por la calle que iba a dar exactamente frente a donde estaba entonces la Cruz Roja, en la tercera manzana de la Avenida de los Mártires, en Camagüey. Era por la tarde, ya sobre las cinco, pero todavía seguía siendo pegajosa y sucia como es el clima tropical. Creo que era un domingo, porque la acera de enfrente de esa calle estaba toda ocupada por un garaje y taller de mecánica y estaba cerrado. Veníamos de alguna cervecería. Seguramente de la cervecería del antiguo Club Ferroviario, que fue el único club social al que se atrevieron a inscribirse mis padres cuando eran burgueses, para no ir nunca, creo que algún domingo temprano (recuerdo algunos hombres jóvenes vestidos de impoluto blanco jugando tenis en una cancha) y un baile infantil de disfraces en el que yo compartí salón como un cowboy (mi colt a la cadera) con la pizpireta Tati Rubio, disfrazada de hawaiana (aloha!).

Íbamos medio jugueteando, como esforzándonos en aparentar estar más borrachos para así tener la posibilidad disimulada de rozarnos y pellizcarnos las manos. Y de pronto Sergio se para en seco y, volviéndose hacia mí, dice: “¡Dame un beso!” Yo me quedo petrificado y al segundo recupero la razón y compostura, lo cual me fuerza irremediablemente a ponerme tieso como si hubiera acabado de tragarme un palo. Anduvimos unos cincuenta metros forcejeando (¿ideológicamente?) entre la petición de Sergio y mi negativa, pasándonos de uno al otro la pelota caliente del deseo. Por supuesto que como máximo pretexto esgrimí la más que posible posibilidad de que iríamos presos, y el otro contrarrestó con un valiente e inconsecuente “no importa: vamos los dos juntos para dentro”. Y seguíamos con el bésame y con estás loco mientras el deseo aumentaba, nos hacía sudar más y nos empinaba las braguetas. Y en eso yo me lanzo a cruzar uno de los carriles de la avenida a pesar de los coches y Sergio queda rezagado. Pero tengo que detenerme en el quitamiedo y él me alcanza.

Ya sabía lo que iba a pasar cuando le miré en ese momento. Me cogió la cabeza fuertemente para que no me escabullera y en pleno y divino martirologio me dio en la boca el beso más largo, peligroso, desafiante y político que he recibido en toda mi vida.

Por supuesto que más de un coche paró y nos gritaron insultándonos. Nos amenazaron con la policía. Y como ya empezaron a ponerse pesados, salimos corriendo y no paramos hasta perdernos en la casbah de Florat, donde, en definitiva, Sergio era El Rey.

© 2010 David Lago González

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