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a Luisa Mesa, Liborio, Juan Abreu
y muchos otros comentaristas de un post
que he leído en el blog de Zoé Valdés
(Perdón si ya he contado esto anteriormente o de alguna manera ha salido en otro texto, pero he leído tantas barbaridades en los últimos días a partir de la llegada de los ex reclusos cubanos a Madrid y como “mi desgracia es mi memoria” y al mismo tiempo considero que es muy conveniente, no puedo reprimir el establecer la asociación llegada-hostal sin que ello me traiga buenos y malos recuerdos.)
Mi madre y yo llegamos a Barajas el 8 de marzo de 1982, a las 7 de la mañana, con una temperatura exterior alrededor de 1º. Yo había avisado a dos personas: mi amigo Oscar (R.I.P.) y un antiguo vecino de García Rouco que, además, nos había hecho algunas gestiones aquí en los últimos momentos antes de salir de Cuba. Este último señor no se presentó, por lo cual si no hubiera sido por mi amigo Oscar León, supongo que habríamos terminado en algún albergue o casa parecida de la Cruz Roja o de alguna asociación humanitaria que, por aquel tiempo, no existían todavía en forma de ONGs.
Este amigo nos llevó para un pequeño apartamento en la calle de Maestro Guerrero, a un lado de la Gran Vía y de la Plaza de España, –nada suyo—, que compartía con su pareja, que había tenido la inmensa amabilidad de irse a dormir esa noche a casa de sus padres para que el apartamento no resultara tan minúsculo para todos. Mi madre y yo dormimos en el sofá cama del salón, y a pesar de ser todo pequeño, a mí las dimensiones me parecían enormes. Su pareja era (y es, porque no se ha muerto) español, y, por ese gesto y otros en el futuro, siempre fue muy amable con nosotros. Mi amistad con Oscar pasó por diferentes etapas en realidad vinculadas a su enfermedad (esquizofrenia) pero por entonces no nos dábamos cuenta de aquello o nadie quería admitirlo; lo que sí JAMÁS olvidé que gracias a aquella persona la llegada al nuevo Viejo Mundo no significó para nosotros una tragedia. Los tres hablábamos el mismo idioma y no me refiero al español, sino dentro de él otro distinto que nos hacía, si no especiales, al menos dí diferentes. Ya él había hablado con la dueña de un hostal que está en la penúltima manzana de la Gran Vía (en Madrid, toda la numeración de las calles nace a partir de la Puerta de Sol, considerada como el Kilómetro Cero), y quedaba a unos cien metros de su casa.
El hostal no era lujoso, claro está. Pero sí era lindísimo. Amplio, luminoso. Las puertas de las habitaciones todavía conservaban aquella costumbre tan hermosa de la puerta y la media puerta que permitía no tener que estar encerrado a cal y canto dentro de la habitación. El comedor era francamente enorme, muy luminoso también, y la comida fue inmejorable. Y el baño*, amplísimo, enorme, limpísimo, era común; y quizás eran dos, eso no lo recuerdo muy bien. Todo aquello lo llevaban magistralmente dos señoras que ya pasaban de los 65 –españolas, sí, también, de las mismas que le prendieron fuego al indio Hatuey, que no era cubano porque todavía el país no había sido inventado y lo inventaron nuestros horripilantes, terroríficos y bárbaros ancestros ibéricos (lo de los negros vino después)—, sumamente amables y conversadoras, a quienes siempre les quedé agradecido por quedarse platicando con mi madre cuando yo tenía que salir a alguna cosa y no era necesario que ella me acompañara.
Vivían allí todavía dos hermanos, cubanos, mujer y hombre, que pasaban ya los 60 y vendían tabaco ilegal en la calle, sobre una mesita plegable, casi inapreciables bajo los abrigos y unas mantas pequeñas que se echaba ella por los hombros. Habían formado parte de los 500 escogidos por el gobierno español de UCD cuando los sucesos de la Embajada del Perú en La Habana, inicio físico del Éxodo del Mariel.
Allí estuvimos unos diez días antes de seguir camino a Galicia y nos hicieron un precio tan simbólico que de los primeros y casi únicos 200 dólares que recibí de mi familia de Miami, aún nos sobró dinero.
Sin duda alguna, en los casi 30 años posteriores, habré pasado por ese portal un millón de veces. Alguna vez, al principio de volver de Galicia en aquellos tiempos, pensé visitarlas, pero yo tengo recuerdos muy puntuales y precisos de aquellos primeros días que no me gusta revisitar ni siquiera en la memoria porque llegan a dolerme incluso físicamente. Así que siempre pasé de largo.
Pero siempre he agradecido lo que tenía que agradecer, aunque muchas veces no lo exprese. Es un sentimiento que me impide expresarme en sentido contrario. A lo mejor es que yo no soy más que eso que, en el argot nuestro que conocía de antes, era conocido como “comemierda”, y ni los taínos ni los siboneyes ni los guanahatabeyes ni los negros africanos han intervenido en ello.
© 2010 David Lago González
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* o “cagadero”, como lo define Juan Abreu en su blog Emanaciones refiriéndose al baño común de los hostales
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2 comentarios:
David, con todo mi respeto una vez más a tus palabras. Me alegro que seas tu quien diga todo esto. Me refiero a que le aclare los puntos a unos cuantos, no al hecho de que hayas tenido que vivir todo eso...
Depremimente todos esos comentarios al que haces referencia...y lo dejo así para no insultar a nadie.
Besos
El camino...Largo y culebrero,la mente que no para de recordar, los recuerdos nunca son lo que fueron...afortunadamente.
Me gusto saberlo gracias. M.gina
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