sábado, 22 de mayo de 2010

Jack, hay que ver... (BROKEBACK MOUNTAIN, revisited)

.
Anoche me quedé viendo Brokeback Mountain por segunda vez. Ni siquiera quise mirar la hora cuando ya terminó la película --justo con esa frase que utilizo de cabecera y que se me escapó cómo se decía en inglés-- y me dispuse a dormir. Por suerte, con la TDT podemos ver ahora todas las películas y series en su idioma original y con subtítulos en español. No es que lo hagan por afán de que el vulgo se cultive sino que está hecho para los sordos, de modo que al asunto se añade cierto toque surrealista porque subtitulan también los ruidos, el sonido del llanto o el de la risa, gemir de placer o de dolor, o cualquiera otra cosa. O sea, que gracias a los sordos la población "in" podemos disfrutar de la voz real de los actores y actrices y no de que varios de ellos y ellas compartan una misma voz, o que el doblador se muera a mitad del proceso de doblaje y tenga que ser sustituido por otro vivo que termine el trabajo inconcluso y al personaje en cuestión le cambie la voz a mitad de película. Jack, hay que ver...

No he leído el libro, un amigome ha dicho que es mejor en algunas cosas. Pero la película, paramí, es una pequeña obra maestra en el sentido más clásicamente cinematográfico de la definición. Resulta bueno que podamos admirar un drama tan bien llevado, tan sopesado, de la misma forma que podemos apreciar, agradecer, sensibilizarnos y recordar por siempre una película de características similares donde la relación pasional se establece entre personas de sexo opuesto. Una visión, una óptica, tomada desde la más pura actitud humana de una atracción que va más allá de justificaciones y razonamientos, que no cae en clichés de ninguna vanguardia gay ni en anatemas de cómo los normales observan ese mundo infinito de los hombres, cuyas historias acontecen con mucha más frecuencia de la que todos (los normales) pueden imaginarse. Quizás lo mejor de todo es que la película no explica lo inexplicable porque así justamente es la realidad, y salva muy dignamente que aparezca por alguna parte una condena, una burla, una especulación de cómo se presentan las cosas. Como bien dice Jack en un momento determinado: "te extraño tanto que me duele y no puedo soportarlo". Quien no ha tenido la dicha de haber experimentado ese dolor, no puede calibrar que la película en sí también se convierta en algo doloroso, en el recuerdo de una pena a la que se le pasa la mano porque lo subjetivo pasa a ser tan físico y vulgar como un dolor de huesos. Y soy un hombre muy dichoso por comprobar que de nuevo anoche sentí en la abstracción ese mismo dolor intenso y profundo, que arde como una quemadura, y que, la mayor parte de las veces, ni la otra persona llega nunca a conocer.

(C) 2010 David Lago González


-o-


Cielo azul violado


Quiero ser veraz, la historia que narra el cuento es ésta:
dos hombres se aman en tardes furtivas,
en frías estancias de un motel de carretera,
donde hasta el color de las paredes habla con un eco sin nombre.
En el tiempo en que están juntos, son como
dos caballos sin doma que se dan mordiscos y coces de fuego,
la piel encendida por una dentellada de hierro,
el muslo temblón y tenso, los falos saltando como carbones en la niebla.
El agua fresca les refrigera, un último roce magnético
bajo las gotas de lluvia que dicta el atardecer.
--Bésame, hasta la próxima vez--.

Llevan tiempo viéndose de esa forma, transparente e invisible;
palpan sus rostros en el aire desordenado del recuerdo,
pero sus ojos no tamizan su color, se quedan pálidos,
como calados por la rápida intensidad con que sucede todo.
El resto de la semana es un círculo de apuntes de negocios,
de conjuros silenciosos, piedras lanzadas al enemigo,
sudor de cristal tallado por la artillería de la subsistencia,
y la sombra sin sol de las esposas, amadas como un bosque embrujado.
Los hijos crecen puntiagudos como cipreses
y las tardes furtivas no reducen la luminosidad con que tiran de ellos sus manos,
aunque alguna rama se venza alguna vez hacia poniente:
qué vamos a hacerle, lo inevitable termina siempre por ocupar su lugar.
Y entre tantas horas, alguna gaviota cruza el mar a lo lejos,
la piel responde al fuego de la memoria,
bajo esta axila una tea quemaba el vello,
sobre las nalgas la palabra se corta, la enlaza un dedo,
y la estrella se abre y sus cinco puntas apresan el crepúsculo.
El misterio del relato, que luego se hace libre y obra por sí mismo,
no ha podido revelarme si aman a sus mujeres con tanta rabia
como cuando aman a sus hombres,
pero en ambos casos no son otros sino ellos mismos,
los mismos que besan a sus hijos cuando llega la noche,
los que vociferan en las reuniones,
los que en los bancos miran la línea ascendente con una sonrisa,
los que se quedan solos en un momento hondo
y no hay borrascas interiores ni marea crecida.

No viene al caso detallar el rumbo de la historia,
que se enreda y se deshace como el meandro de un río.
Uno de los hombres sobrevivió al otro y pasado el tiempo accedió a contármelo.

Ya tú habías muerto.
Sabiéndolo y escribiendo este poema he querido acercarme a ti,
he querido adentrarme en el pecho de un hombre que nunca conocí.
La muerte nos da la libertad de hablar y oir palabras imposibles.
Tal vez aquella noche en que el cielo azul violado
era un manto tenebroso prendido al firmamento por alfileres de acero,
esperabas mi vuelta para decirme algo... --aunque no lo creo;
las cosas así quedan dentro, y sólo cuando se ve volar
alguna gaviota sobre el mar, a lo lejos, nos viene el recuerdo.

(C) 1995 David Lago González (Tributos)
(Madrid, 31 de agosto de 1995.)
.

No hay comentarios: