jueves, 27 de noviembre de 2008

READER DIGEST’S SELECTIONS - Mi personaje inolvidable (2)

 

El Capitán Fidel Pérez.

El Capitán Fidel Pérez fue asignado como director de la Empresa de Construcción de Presas con el objetivo de sustituir al jefe anterior, de apellido Contreras y también castrense, y posiblemente con el encargo de investigar, controlar y eliminar la corruptela existente entre los altos cargos, de forma que durante cierto tiempo tuvimos una cierta saturación de mandos.

Esto debe haber sucedido alrededor del año 1975. Por entonces yo había sido designado pomposamente como Jefe de Planificación de Proyectos de la Construcción, jefatura por la cual no cobraba absolutamente nada pues éstas se consideraban como motivo de honor para el elegido (que, en este caso, era yo). Había sustituido a un señor entrañable, de apellido San Gabino, que había sido alcalde de Sibanicú (creo recordar) y del que aprendí a trabajar con una meticulosidad de orfebre, imitando a mano los caracteres tipográficos Underwood y repitiendo informes que casi eran una obra de arte. La realidad, pura y dura, es que yo no planificaba ni proyectaba nada en lo absoluto (de hecho, la gestión era piramidal, como toda la estructura empresarial comunista), y me limitaba a anotar estadísticamente el desarrollo de distintas obras, ajustar los gastos desorbitantes a algo parecido a una programación cada cierto tiempo, bajo indicación directa del ingeniero de obras; realizar informes semanales, quincenales y mensuales que absolutamente nadie veía ni tomaba en cuenta pues todos los interesados participaban activamente en la mentira y se aprovechaban de ella; y, finalmente, cada cierre de mes viajar a la sede nacional en La Habana llevando en mano aquellos valiosos datos para evitar que el enemigo —ese imperialismo yanqui escondido detrás de cualquier antifaz imaginado— no se hiciera con aquellas cifras secretas. Esto último era la mejor parte del trabajo, ya que me permitía pasar un fin de semana con amigos y familiares, hospedarme en el Hotel Colina (máxima aspiración para un dirigente administrativo de tan poca relevancia), saborear la crema de queso del restaurante El Conejito y tomar un paseo por el lado salvaje de la vida de los bares patibularios del puerto —sí, cada cual tiene su droga, su Alice in Wonderland.

Pero llegó “nuestro hombre en Camagüey” y las cosas cambiaron. Creo que por una simple identificación natural, el capitán Fidel Pérez y yo compaginamos como dos gotas de agua. Mi trabajo comenzó a ser tomado en cuenta, incluso en mayor consideración que las justificaciones del ingeniero y demás mandos, y sin darme cuenta fui convirtiéndome en su hombre de confianza. No podía imaginar entonces los serios problemas que aquella deferencia me traería posteriormente. Intrigado por la empatía, una tarde me colé en el departamento de personal, husmeé en su expediente laboral y me llamó la atención comprobar que era egresado de la Escuela de San Alejandro. ¿Qué hacía este hombre entre palurdos militares?

Es bueno sentirse útil y así comenzó para mí una fructífera y satisfactoria etapa laboral en la que sentía que trabajaba por algo. Indiscutiblemente, al mismo tiempo iba acumulando toda una miasma ponzoñosa alrededor mío. Pero yo era feliz trabajando muchas veces hasta las once de la noche y sábados porque mis números servían para controlar el desvío de camiones de áridos, de toneladas de cemento y materiales de construcción, madera para el encofrado y cementeras y concreteras que se utilizaban en la construcción ilegal de viviendas particulares.

Por su parte, el capitán Pérez continuaba con su investigación. La camarilla que había sido causa de su entrada en la empresa estaba formada por el director, un militar —ya dije— de apellido Contreras, déspota y prepotente, que no se dignaba saludar a ninguno de los trabajadores y usaba un sombrero Stetson y los bajos de los pantalones metidos en sus botas, algunas veces botas de campaña, altas, que llegaban casi a las rodillas, reciamente enlazadas (las que iban a media pantorrilla por lo general mostraban sus lazos no abrochados del todo —que la empleomanía lectora recuerde que fue una “imagen” de dirigente típico altamente repetida por esa época). Por supuesto, qué es un hombre de este tipo sin una pistola: la suya colgaba siempre con cierta desgana del cinturón a la altura de la cadera. Otro miembro despreciable de aquella camarilla que puedo recordar era un tal Enriquito que vivía en mi barrio y había cumplido prisión por intento de salida ilegal del país. Como en aquel tiempo no se llevaba lo del periodismo independiente, decidió todo lo contrario y logró hacerse con la jefatura de Abastecimiento, cargo clave y poderoso. Había otros cuantos más, pero recuerdo con sumo desagrado y prácticamente con asco a un ser creo que llamado Héctor, cuya función imagino que era la de informar a todos los niveles y tenía la facultad de sobrevivir a todas las camarillas y defenestraciones. El director de la sede provincial a la que pertenecía la empresa era conocido familiarmente por el diminutivo de su nombre: Robertico, Robertico el del DAP (Desarrollo Agropecuario del País).

Recuerdo que mi héroe revolucionario me transmitía una gran dosis de honestidad, y también de dolida impotencia ante las cosas que iba descubriendo y que todavía él suponía que podía eliminar quizás. Una tarde, sentados en su jeep, me dijo: “David, sé tanto, tanto, sobre estos hijoeputas que podría meterlos en la cárcel para toda la vida.” Pero pocos días después, “Robertico” mandó a parar todas las investigaciones que estaba haciendo, así, sin más, y sin otra consecuencia que el traslado inmediato del capitán Fidel Pérez a la dirección de un departamento medio perteneciente al DESA. La camarilla siguió impune por alguna parte de la isla de corcho. El que era vecino mío años después salió por El Mariel. Quizás el resto también “hace patria” desde Maiami.

Para sustituir a mi pequeño héroe de la honestidad mandaron otro diminutivo, de apellido y tamaño, que respondía por el nombre de “Leoncito”. Caetano Veloso tiene una vieja y hermosa canción llamada “Leoncinho”, pero éste más bien se asemejaba al Vladimir Putin que por entonces no sabíamos que existía. En fin, otra historia que casi me cuesta la cárcel.

© 2008 David Lago González.

Etiquetas de Technorati:

No hay comentarios: