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Paul Tremblay
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(PROHIBIDA la reproducción de este texto salvo permiso escrito del autor.)
EL SUTIL EXTERMINIO DE LOS MUERTOS VIVOS
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Cuando tratamos de repudiar el pasado, éste tiene,
como ya sabía Horacio, un modo disimulado de volver
sobre nosotros bajo una forma apenas disfrazada.
Arnold J. Toynbee
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A MODO DE INTRODUCCIÓN
Creo que cursaban todavía los años 80 del siglo pasado cuando una tarde, recorriendo la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión que ocupaba la mayor parte del Paseo de Recoletos, en Madrid, hube de dar con un libro de tapa dura gris en cuyo lomo se leía “Literatura Rusa Clandestina”. Sin pensármelo mucho, decidí birlar a mis deberes la para algunos exigua cantidad de 500 pesetas (algo más de 3 euros de hoy) y hacerme con el libro de marras. Era una recopilación de relatos escritos por patronímicos desconocidos, que han seguido siéndolo a lo largo del tiempo transcurrido y a pesar de las sorpresas históricas acontecidas posteriormente. Habían sido editados artesanal e inicialmente en los célebres Samizdat, “publicaciones clandestinas” que circularon en la Unión Soviética y cuyo nombre era una abreviatura de la Gosizdat, que correspondía a la Editora Estatal soviética.
Años después vendría la lectura de los demoledores testimonios de los “Archivos Literarios de la KGB”, compilados por el historiador ruso Vitali Shentalinski, pero esos relatos ya me habían impresionado lo suficiente como para sentirme reflejado en el espejo de esos artistas que prácticamente perdieron sus nombres, sus obras, y hasta sus vidas, y también el significado de las mismas bajo el anonimato impuesto por una ideología bestial y sutil a la vez y que me ha hecho hermanarme a sus destinos. En ellos pienso también cuando escribo este trabajo.
El Autor.
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I (UNO)
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Aprendes a moverte por el mundo de la censura sin perder el equilibrio, y tú, desdichado, lo tomas entonces por un juego divertido. A veces te dan palmadas en el hombro por tu “valentía”.
Aun así, no diría que emprendí abiertamente el camino de la rebelión, pues nunca había sido yo un espíritu rebelde; sólo aumento mi asco. Sí, el asco se encargó del resto. Quien no ha vivido en el mundo de las causas ininteligibles, quien no se ha despertado nunca con el sabor de este asco en la boca, quien no ha sentido nunca cómo se extiende por su organismo y lo domina, por último, esta epidemia de la impotencia universal, no sabe de qué estoy hablando.
Imre Kertesz
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Matar no es la única forma de eliminar. Existen otras muchas artes para hacerlo, y una de ellas es anular a la persona. La Revolución Cubana (que llegó al poder en 1959 tras las sublevaciones iniciadas en 1952, ostentándolo hasta el día de hoy) ha sido un gran laboratorio en el que se han experimentado y aplicado numerosas técnicas de exterminio --insisto en que no me refiero a las que conllevan delitos de sangre--, que no solamente han afectado a las cobayas de laboratorio sino también a los químicos que, por ser los ejecutores del ensayo, han creído inocentemente haber quedado a salvo, o cuando menos al margen.
Me refiero a generaciones y al mismo tiempo hablo de grupos indistintos, de colectividades y de individuos. Establecer márgenes generacionales estrictos para lo que en este texto intento exponer es algo sumamente difícil. Los números (y acaso las estadísticas) ofrecen una perspectiva demasiado rígida, y esa rigidez se adapta mal a la evolución creativa, y también a la propia involución del creador cuando su vida y sus circunstancias, más allá de las generales y comunes a toda una nación, transcurren íntimamente ligadas a su posición y proyección éticas.
Vida y obra se encuentran relacionadas mutuamente, entrelazadas sobre todo en el caso de los poetas, pues la una y la otra se alimentan entre sí, se reflejan la una en la otra y casi llega a suceder esa simbiosis que se da caprichosamente entre los perros y sus amos cuando ambos terminan pareciéndose, si no fusionándose, sin poder determinar a posteriori quién fue el primero en semejarse al otro.
Tal vez por eso quizás sería mejor proponer una barrera, una línea divisoria que, aparte de la edad de las partes concurrentes, establezca esa aproximación a la diferenciación que se escapa a lo generacional cuando el creador —y especifico “el creador”— es un ente que, aún de manera inconsciente o subconsciente, trata siempre de superponer su albedrío a las reglas de mercado, a las normas de conducta y/o a los intereses políticos que lo rodean y de los que, a su pesar, forma parte.
Por ello, es aconsejable intentar proveer de un cierto orden a la improvisación vertiginosa, para poder expresarme con mayor claridad —y, espero, que con mejores resultados—. Partamos entonces la Revolución Cubana en dos. Obviemos esta cola última de dos o tres años que superan al medio siglo, quedémonos con la cifra redonda de cincuenta años (1959-2009), y hagamos dos mitades.
El año 1980 en Cuba constituye una buena y palpable referencia para establecer diferencias, definiciones y prolongaciones, ya sea de forma general o en el caso particular que nos ocupa: los artistas --incluyendo poetas y escritores, y cualquier otra disciplina artística-- y el poder. Hay un antes y un después del año 1980 que nos trajo una cascada de acontecimientos demarcatorios: trágicos en lo social y palpables físicamente; bochornosos en lo ético-social; ominosos en lo humano; y también, en cierta forma, compensatorios, o consoladores, en la medida que los actos oficiosos de rechazo y hostigamiento político populares totalmente planificados, generaron respuestas humanas de manera natural y espontánea; y ese breve y violento paréntesis en una vida que se desarrollaba bajo una abulia resignada se erigió en lindes absolutamente definitorias para unos bandos y otros respecto al porvenir a corto, medio y largo plazo, tanto en la proyección que protegiera una subsistencia como en lo referente al compromiso personal de cada cual consigo mismo. El periodo de mayor intensidad de estos sucesos se extiende desde últimos del mes de abril a casi los últimos días de del mes de mayo (unos treinta a grosso modo), como ya he dicho, durante el año 1980, y constituyen nuestra Noche de los Cristales Rotos. Por esa corta y a la vez larga noche, en medio del desorden que caracteriza a esas latitudes del mundo, desfilaron las más bajas pasiones. Institucional, legal o jurídicamente, hay allí en Cuba muchas cosas que antes de esa fecha eran tratadas de una forma y, después de mayo de 1980, pasaron a ser tratadas de otra; por ejemplo, la consideración de muchos correctivos políticos y la clasificación delictiva de numerosos actos que hasta entonces así se consideraban (por ejemplo, intentar escapar del país cruzando el Estrecho de La Florida, comprar carne de vacuno de contrabando, hablar “mal” de la Revolución o de alguno de sus dirigentes, etc.) pasaron a la categoría de delitos comunes. Otros simplemente se “institucionalizaron” bajo otras justificaciones rocambolescas y arbitrarias, así la pesada carga política que constituía la tenencia de dólares y de moneda anterior a la Revolución (sobre todo, los primeros), “delitos” que eran castigados con el paredón de fusilamiento o con largas condenas penitenciaras dependiendo del monto de las divisas, pasaron a ser admitidos y con posterioridad sometidos a un “caprichoso” baremo estatal de canje monetario imprimiéndose papeles-billetes que denominaron CUC, a semejanza de aquellos vales que los grandes latifundistas usaban con el personal que trabajaba en sus plantaciones de caña de azúcar o en las bananeras.
Una vez que ya hemos partido la Revolución a la mitad, debe apuntarse que en esos primeros 25 años se guillotinó a muchas maríaantonietas y los bucles quedaron a la deriva, rodando desordenadamente por el suelo. Más allá de limitarse a dos mitades, se fraccionaron en disímiles fragmentos muchos conceptos y formas de ser y estar, ideas y gestos en –y de-- los que habíamos nacido y crecido antes de la Revolución, y que conformaban en nosotros “el fuerte” de nuestra cultura social, en el que se apoyaba o se apoyaría lo que luego seríamos, el sustrato del que, de una forma u otra, floreceríamos, o del que floreceríamos en unas formas o en otras.
Para defender este propósito —incluso sin percatarnos de lo que hacíamos—, una vía era mantener nuestra esencia personal y nuestra individualidad, nuestra libertad para decidir cualquier cosa en cualquier aspecto de nuestra vida, nuestra innegable e irrefrenable necesidad de selección y nuestra exigencia por determinar, establecer, fijar, definir —es necesario que los mencione todos, aun cuando resulte cansino o repetitivo—, sentar, adoptar, optar, elegir, tomar e incluso, si podíamos, declarar el YO que había en nosotros, por encima de ese “TODOS” (compuesto por Cuba, Revolución, pueblo, José Martí, Camilo Cienfuegos, Che Guevara, Fidel Castro, unidad, antiimperialismo, espíritu internacionalista, militarización obligada, energía, dinamismo forzado y siempre manifiesto, disposición positiva a cualquier tema que se nos comunicara (que se nos comunicara simplemente como una orden más, no que se nos preguntara como opción), y un gran y casi infinito etcétera del colectivismo que nos tragaba, nos anulaba y quería sustituir lo natural (y orgánico) del ser humano con la imposición de unos excelsos valores de hojalata, plomo y manual para principiantes. El fenómeno histórico lo logró: nos tragó. Como la ballena a Jonás. Y después de digerirnos, nos devolvió al exterior. Y somos lo que somos: final de algo que nadie gusta de reconocer, o que alimenta y mantiene a algunos otros.
La otra forma de comportarnos era capitular ante el aplastante poder de la fuerza, ante la subyugadora fuerza del poder, y ser brizna arrastrada por esa corriente, pero simulando ser esa misma corriente (nunca la brizna) y llevándonos a nuestro paso cualquier impedimento, ambición, afán, premio, caramelo o persona, que encontráramos en el camino. Y ambos, la Revolución y nosotros, lo logramos, cada cual en su medida: ella nos tragó, nosotros nos creímos que nos la habíamos tragado (simplemente porque pensamos erróneamente que la habíamos esquivado, y que, al hacerlo, nos dejaría en paz, y no exigiría más de nosotros). Y, como en el párrafo anterior, después de digerirnos, nos devolvió al exterior. Y somos lo que somos, y por mucho que nos reciclemos siempre vamos a ser lo que somos, que es decir “lo que ellos hicieron de nosotros.”
Quizás hay un punto intermedio entre las exposiciones de los dos párrafos anteriores: el que se lo creyó y/o el que quiso, ha querido y quiere dar la imagen de que se lo creyó. Esta proyección va acompañada de una entelequia: las ideas son puras y no traicionan, son las bocas y las manos las que tuercen estas ideas al ejecutarlas. Pero, no obstante, las ideas las genera el hombre, no son una suerte de milagro externo o ajeno a la condición humana. La Biblia fue escrita por los hombres, no la escribió Dios.
En un estado totalitario y represivo, sutil o brutal, lo anteriormente dicho se materializa, pues, en tres clases de individuos:
1) el consecuente consigo mismo,
2) el arribista, y
3) aquel otro
que, llevado por el humano y lógico afán de subsistir, accede íntimamente –presumiblemente, de manera dolorosa-- a ceder parte de sus convicciones a favor de una proyección pública que lo contradice, pero que le resulta tolerable porque puede sobrellevarla con una cierta asepsia. O eso cree él. El problema está en que el tiempo avanza, los años vuelan y las dictaduras —específicamente aquéllas que nos han sido reservadas para algunos escogidos para la gloria: las comunistas— exigen cada vez más terreno individual a favor suyo. Cuanto más avanzan en el tiempo, más viscosas y enrevesadas, e inteligentes y maquiavélicas, se hacen. Por supuesto, también se expanden casi infinita, insaciablemente, en el terreno colectivo, pero no es ése el tema de estas palabras tan malamente reunidas para dar forma a un desgarro tan, tan subjetivo que infiere el más profundo y paralizante dolor.
La Revolución Cubana lleva ya más de medio siglo de vida. Sin duda alguna, en su primera mitad los métodos de convencimiento y atracción fueron diseñados de manera más cruelmente sutil, angelicalmente diabólica, brutalmente refinada, porque tenían que vencer y convencer a un abanico de pensamiento mucho más amplio. Ya muchos de los “apresados” en aquella horquilla histórica, eran hombres hechos y derechos cuando triunfó la Revolución. La misión de convertir (o llevarlos a su redil ideológico) a estos era dura. La labor de convertir a aquellos otros cuyas ideas recién habían comenzado a brotar de entre su sustrato personal, individual y único, fue, sencillamente, criminal. Jugaban con la infancia. Torcían sus manifestaciones, encorsetaban sus libertades, incriminaban sus pensamientos espontáneos, y, por supuesto, velaban y observaban muy de cerca, y con cierto empeño policial (más que didáctico o pedagógico), sus gestos y ademanes naturales. Una buena parte de la población tuvo que buscar sus caminos sometida a estas coyunturas. Para algunos, estas particularidades se hicieron y fueron definitivas y los marcaron de por vida, inutilizándolos. En otros actuó como propulsión de una ola de oportunismo que barría todo lo que hallara a su paso. Entre ambos, están los del montón, los del “no pero sí”, los del aparentado, los del “hay que vivir”.
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II (LA EXPRESIÓN OBVIADA)
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Perteneció a esa generación de artistas que como gorriones de Mao, la Revolución obligó a volar lejos de su hábitat, hasta reventarlos. No tuvieron respiro, ni pudieron llegar. Cuando entraron a la universidad, los expulsaron. Y cuando salieron a la calle, los encarcelaron. Después los deportaron, y los mandaron a ese campo de concentración que es Miami. El Exilio se presentaba como un inmenso arrozal donde, ya por costumbre o por miedo, evitaron posarse. Muchos artistas desahuciados y desconocidos deambulan por las calles de la ciudad: son como muertos vivos.
Néstor Díaz de Villegas
(In Memoriam Carlos Victoria)
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En el panorama cubano de la creación literaria y artística existen especialmente dos generaciones (grupos generacionales, grupos a secas, grupos circunstanciales) que han sufrido o experimentado, con mayor crudeza y consecuencias, el rigor represivo de La Revolución Castrista y su peculiar comunismo insular.
La primera “generación” fue el grupo identificado como EL PUENTE, que reunía espontáneamente a jóvenes artistas, mayormente literarios, que al triunfo de la Revolución habían alcanzado ya una definición en el primer paso de la evolución creativa. Es lógico y totalmente admisible que este conjunto de sensibilidades diversas, pero provistas todas del germen anárquico (y también contestatario) que todo acto creativo lleva implícito, se sintiera esperanzado y entusiasmado ante lo que les parecía —y aparecía— como “un cambio”, algo nuevo y fresco que política y socialmente estuviera más en la línea de su sentido de la irreverencia con respecto a los estrechos cánones de una sociedad burguesa, objetivamente obsoleta, que todos rechazaban. Muy pronto iban a saber cuán más estrechos aún eran y serían para siempre los parámetros de aquel cambio de dirección con que la Historia, y la terrible historia de las confusiones, comenzaba a cercenarles y a definir los destinos de sus vidas y carreras, y no solamente las suyas propias sino las de todo un pueblo, tanto para bien como para mal, a lo largo de los próximos 70 o 100 años futuros, por poner una cifra tentativa, ya fuera por contacto directo como por las consecuencias de por vida derivadas de una experiencia tan singular. Es de significar que esa “terrible historia de las confusiones” no iba a limitarse a las cotas jurisdiccionales de su pequeño e insignificante territorio nacional, sino que contagiaría a la mayor parte del mundo, sobre todo occidental, tanto desde lo más primario como hasta lo más intelectual y “biempensante” del momento e, incomprensible e irónicamente, de lo que entonces era futuro, y hoy es presente y continuamente pasado. Este absurdo serviría de muro de resonancias para la represión que ya comenzaban a experimentar en su propia casa. EL PUENTE simplemente no estaba previsto en el “stablishment revolucionario” (aún incluso no auto-declarado aún como comunista), y sucedía por iniciativa propia y personal de un conjunto de jóvenes que ese gran poder incipiente (pero excesivo y totalitario desde su cimiente) no había creado ni controlaba, y que, al intentar hacer (o imponer) lo segundo, dio al traste con el movimiento, dispersándolo y anulándolo a través de la represión y el terror, sirviendo de involuntarios e inocentes conejillos de Indias en los que experimentarían toda la amplia gama de los métodos posteriores de disuasión y control de la personalidad artística individual. La Revolución, lejos de ser un elemento aglutinador, es un monstruoso mecanismo de separación y anulación de la voluntad individual, así mismo como de manipulación colectiva, y de una tergiversación propagandística, amén de maquiavélica, convincente a los seguidores con una fe de base (irracional, como suelen ser todas las variantes de la fe). A los jóvenes de EL PUENTE les tocaría ser los primeros en estrenar toda los diferentes métodos de disuasión: exilio temprano, represión carcelaria, procesos por asociación con extranjeros y expulsión del país, métodos “correctivos” psiquiátricos (internamiento en clínicas, aplicación de electroshocks y provocación de shocks de insulina, aplicación de “curas” psicotrópicas contra la homosexualidad), sometimiento, auto-control, auto-censura, ostracismo, resignación acomodaticia y oportunismo voraz, pasando, claro, por todo tipo de traiciones y contradictorios lazos umbilicales mitigantes de la mezquindad que en ocasiones furtivas reúnen (todavía, aún a estas alturas) alrededor de una mesa (que no es precisamente “La Mesa de la Verdad”) situada en cualquier ciudad fuera del territorio insular a la que los “adaptados a representar al sistema comunista cubano puedan tener acceso, a comensales que la Historia y las decisiones personales convirtieron en antagonistas”. Todo un lamentable y tristísimo muestrario de lo que entonces se perfilaba como futuro inevitable.
La segunda generación a la que quiero referirme, y que es el objeto de este trabajo –o de este esbozo o proposición de una investigación futura más enjundiosa--, es la que atañe principalmente a personas que habíamos nacido alrededor del año 1950 y que al triunfo de la Revolución en Cuba estábamos entre la niñez y la pubertad, gente que en un momento vital de tránsito y formación del carácter, recibimos de lleno el impacto de un fenómeno político-histórico-social, único en sí mismo, que se permitió cambiar todo el orden establecido, con sus valores correspondientes, en apenas unas 24 horas que se hicieron eternas y dejaron desnudo —o al menos, sumamente confundido— al protagonista y receptor involuntario de tal transformación. Fue como hacernos hombres y mujeres en el transcurso de una noche, de una forma que de ninguna manera puede catalogarse como natural. Fue como una violación, en la que ni siquiera llegábamos a atinar del todo, no ya la comprensión, sino las formas borrosas, los contornos, de lo que había sucedido. Esta aceleración brusca de la historia nos ponía en la disyuntiva de aceptar o rechazar drásticamente lo que el paso natural de la vida anteriormente nos había ido enseñando, y abrupta -y puedo decir también que violentamente— debíamos dilucidar sobre lo bueno y lo malo, lo acertado y lo errado, que se escondía “malévolamente” en la educación, forma de vida, costumbres, tradiciones, que habíamos ido recibiendo desde nuestro nacimiento y en nuestros entornos particulares. Se nos forzaba a decidir cuando aún no teníamos la capacidad suficiente para hacerlo por nosotros mismos, teniendo que asumir con la rapidez de un relámpago un acto que era una labor y un deber que mayormente correspondía a nuestros progenitores, a nuestros mayores.
Al mismo tiempo fuimos culpados abierta, y públicamente, de lastres de los que no éramos conscientes. No fuimos los primeros “niños (naturales) de la Revolución”, sino los niños que la Revolución había heredado de lo que se dio en llamar poco después “la pseudo-República”, en alusión a que todo lo que no había sucedido bajo el catalizador de la pureza “revolucionaria” era en lo absoluto válido en el largo período del siglo XX que va desde las Guerras de Independencia (1868-1898-1900) hasta el 31 de diciembre de 1958. De modo que, a partir de aquel momento, nuestra educación en cierta forma pasó a ser un “correctivo” de supuestas desviaciones que acarreábamos de la influencia pequeño-burguesa y acomodaticias de nuestros padres y familias. Creo que nuestros mayores intentaron protegernos físicamente, humanamente, ante esta avalancha de insultos vedados que propinaban a su papel de educadores a través de una posición conciliadora hacia la conveniencia de que sus hijos y descendientes aceptáramos los nuevos cánones, aun a costa de la posibilidad de perdernos como hijos (como sucedió en muchos casos, de ahí aquello de que los hijos denunciaran a sus padres, etc.) Puedo intuir perfectamente el (razonable) pánico que un hecho de tal calibre despertaría en ellos, y, por consiguiente, aquella primera estampida hacia cualquier nación exterior que les acogiera, de familias enteras con el propósito de “salvar” a sus hijos de algo que no sospechaban en toda su magnitud y que de cualquier forma sospechaban mal y entonces por debajo de toda realidad. Fue la explosión de la posible pérdida de la patria potestad, que dicho ahora suena ridículo y anticuado pero que para ellos debe haber parecido simplemente atroz.
Todo esto ocurrió de forma generalizada con todos “los niños del 59”, pero se intensificó especialmente con aquellos de nosotros que comenzamos a experimentar “inquietudes artísticas”, y lo pongo entre comillas porque ello sirvió como motivo de recelo y persecución sistemática por la potencialidad del ingrediente homosexual supuesto en el arte así como el germen de desviación de una conducta recta (y, en fin de cuentas, igualmente burguesa, aunque se le aplicaran las etiquetas propias de la dictadura del proletariado y la descabellada obcecación pre-fascista encabezada por el Comandante Ernesto “Che” Guevara hacia la construcción de un prototipo ideal de hombre, el llamado “hombre nuevo” solo concebido en los guiones estalinistas y los celuloides de los Estudios Mosfilm); asimismo, la ideología maoísta cultivó su visión particular del “hombre nuevo” y a principios de los años 60 también influyó en los ambientes más ortodoxos cubanos). Este sistema de sospecha generalizada hacia todo el mundo fue propiciatorio para dedicarnos un seguimiento personalizado y policial. Todo parecía indicar que, más bien lejos de precaver que nuestra generación degenerara en un atajo de inservibles viciosos nada dispuestos a seguir la senda del “hombre nuevo” perfecto únicamente posible en las mentes estrechas del Che Guevara y elementos afines, estuvieran, por el contrario, absolutamente deseosos e interesados en crearnos con todos los defectos posibles según este prisma, para así proceder a aplicar sobre esa parte de juventud “desviada” (a la fuerza o por decantación natural) más y más métodos de corrección en su afán de criba, perfeccionamiento y exquisitez del sistema represivo totalitario y la anulación total de la personalidad individual. No solamente querían crear “el hombre nuevo” sino también eliminar del todo cualquier vestigio que no nos permitiera convertirnos en robots y en modelos únicos de orfebrería exclusiva. ¿Era más importante la creación del “producto” Frankestein, o la eliminación total y definitiva del cuerpo que sirvió de base a un cerebro que finalmente fracasó en su propia mesa de operaciones? Incluso parecía planificado: éramos los que no íbamos a integrarnos de ninguna manera en la maquinaria del poder, ni siquiera como oportunistas y vividores a expensas de contribuir a la mentira con la propia mentira de nuestra falsa colaboración, que, por otra parte, siempre se entendía que debía ser lo suficientemente entusiasta y dinámica como para disfrazar convenientemente cualquier atisbo de razonamiento personal: debía, tenía que ser enérgica, en pie de lucha constante, única manera de aceptar y cubrir la apariencias de cuán bien se mentía, sin importar, u obviando, que El Poder siempre era tan omnipresente y todopoderoso para ser absoluto conocedor de la falsedad de tal simulación, reservándose el derecho de descubrirlo y aplicar el castigo que considera oportuno y ejemplificador cuando el oportunista de turno se sintiera lo suficientemente confiado como para creer que era más inteligente que La Revolución, lo cual siempre ha constituido uno de los pecados que menos clemencia han generado en jueces e inquisidores.
Al fin y al cabo, como todos esperábamos --y todos los puntos cardinales a los que miráramos así lo indicaban--, delinquimos. Si “delinquir” se entiende porque comenzamos a escribir, a pintar, a componer canciones, a existir, todo ello al margen de las organizaciones oficiales que se supone eran las encargadas, no solamente de enseñarnos a hacerlo, sino también de conducirnos por el camino correcto del reconocimiento y la aceptación; eludimos, despreciamos olímpicamente los talleres literarios, y eso no nos fue perdonado, ni por la Oficialidad ni por los que sí habían aceptado las reglas del juego, nuestros contemporáneos integrados en la maquinaria de aquella revolución cultural. Decidimos no auto-censurarnos, sino auto-marginarnos, intuyendo ya perfectamente la diferencia existente entre las dos acciones, y anticiparnos a la marginación que el stablishment nos aplicaría o, en su caso, al tratamiento que nos aplicaría en su labor de reconducir lo que escribíamos y producíamos a través de otros conceptos más acordes con la Revolución. No era en definitiva que hiciéramos nada abiertamente condenatorio del sistema, sino que lo que hacíamos no se ajustaba a lo establecido, ni en contenido argumental ni en proyección estética, ni siquiera en la forma de decirlo o darle forma. Había un divorcio total de formas y contenidos; y para ser “admitidos” (aun con reparos) en las sendas que nos condujeran a ser “alguien” (Brigada Hnos. Saínz, Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba, u otras sindicaciones adyacentes al control político de los artistas), teníamos que renunciar a ser nosotros para convertirnos en ellos. En esta disyuntiva no éramos los únicos: había personas claramente pertenecientes a otras generaciones anteriores que también decidieron dejarse excluir por razones semejantes o parecidas (por cuestiones que, simple y llanamente, tienen que ver con la dignidad personal). Pienso específicamente en un poeta cuyo nombre prudentemente omito, con el peso específico suficiente como para ser tratado con un respeto especial y que está muy por encima de cualquier poetastro de ocasión que, valiéndose de su producción al servicio del Estado y su ideología, haya sido reconocido —y “reconocido”— como algo a tenerse en cuenta tanto dentro de sus fronteras como más allá de ellas (esto produciría un capítulo aparte).
De modo que lo que bautizo en este texto como LA GENERACIÓN OBVIADA viene siendo más bien “un grupo circunstancial” de personas que nos mantuvimos al margen de los cauces oficiales cubanos (haciendo especial hincapié en que no existían ni siquiera “cauces oficiosos” pues, como en el repetido slogan de principios del Estado Revolucionario Cubano, se mantenía en todo la premisa de que “Con la Revolución, todo; fuera de la Revolución, nada”). En ese estrecho margen –por momentos, casi imperceptible e imposible--, hemos desarrollado, sobre todo, la iniciación personal, individual y desconocidamente colectiva dentro de nuestra única razón de ser (el arte y la literatura), mantenida en todo tiempo a pesar y en contra de cualquier nula posibilidad de reconocimiento. Como he querido sugerir hace un momento, esa marginación también en cierta forma ha viajado con nosotros dondequiera que hayamos ido y nos sigue acompañando en el llamado “exilio” (en definitiva, otra manifestación de “oficialidad”, con sus propias reglas del juego y su particular gama de valores, reconocimientos y exclusiones, y, paradójicamente, continuador y valedor del escritor y el artista oficial comunista (no sé si por inercia, por auto-validarse o por pretender una ley no escrita ni siquiera susurrada de punto final que les exima de toda responsabilidad de colaboracionismo y representatividad de un régimen dictatorial y totalitario, absolutamente imposible de justificar). Existe, por otra parte, una gran confusión orgánica en los espacios fuera del alcance físico del largo brazo revolucionario; dado el prolongado tiempo de ese exilio y lo sutilmente preparado —por no decir “alerta”— que hay que estar para detectar precisamente la sutileza de una ratificación a la que el escritor o artista proveniente de los organismos oficiales insulares aspira y al que La Revolución le ha hecho creer merecedor de tal derecho.
Como fue un grupo que, salvo en cada núcleo (“o individualidad: islas dentro de la isla”), se desconoció a sí mismo en el sentido de su extensión a lo largo de Cuba, teniendo en cuenta que entre nosotros sólo existía el lazo de las circunstancias temporales o accidentales, nunca existimos como “movimiento”, y mucho menos estuvimos organizados (como, curiosamente, la Seguridad del Estado se obstinaba en “ver” a toda costa en mis visitas obligadas a sus villas de interrogatorios y otras oficinas de requerimiento). Es posible que ésta pudiera ser una tarea a completar a partir de los diferentes momentos más o menos simultáneos en que fuimos accediendo a un margen mayor de libertad (de toda índole) a través, sobre todo, del éxodo masivo de los que abandonaron Cuba por el puerto de El Mariel durante los meses de abril-mayo de 1980, así como al incesante goteo de los que habíamos precedido o sucedido a tal acontecimiento. Estoy seguro de muchos nombres, pero carezco del conocimiento documental suficiente del pasado como para incluir con justicia a todo los que mantuvieron actitudes semejantes y específicamente a los que comprende ese periodo.
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III (TRES)
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Pero en ese medio siglo hay una segunda mitad. Para los últimos 25 años la Revolución Cubana tenía algo ya ganado: no tenía que lidiar con generaciones que arrastraban reminiscencias propias de otros tiempos distintos. Ya tenía las suyas propias, nacidas después del año 1959, más puras o menos contaminadas que las anteriores y en la práctica más maleables, más moldeables. Aunque, por muchas revoluciones que sucedan al unísono, no es posible barrer del todo con una ética de naturaleza más humana, intrínsecamente histórica, tradicional, prácticamente genética, es lógicamente aceptable, y aceptado es, que nuevos significados éticos se vayan produciendo y sucediendo a lo largo del tiempo; o cuando menos, grandes o pequeñas variaciones de ese gran corpus ético y dialéctico. Las proporciones éticas están compuestas por una pequeña isla de objetividad flotando en un obscuro océano de subjetividades. Aunque miradas desde fuera, ciertas cosas y actitudes pudieran ser vistas desde una misma perspectiva, es absolutamente admisible que esa óptica no fuera aplicable, no al hacer un zoom sobre el punto, sino a nacer, crecer, vivir y morir en ese punto y desde allí proyectarse al exterior.
Me hago muchas preguntas sobre la naturaleza humana. Sobre la pureza, o sobre la consistencia de esa naturaleza. El condicionamiento existe en todo tiempo y lugar, y cuanto más cerrado y asfixiante es el espacio, más métodos se ingenian para obtener más oxígeno. Pero ¿todo es válido? ¿Todo es “ético”? ¿Dónde están los límites? Y ¿cómo probarlos, cómo medirlos? Dudo sobre cómo juzgar a la gente (o ni siquiera si deben ser juzgadas). Los valores del escrúpulo han variado, eso está claro. Pero ¿podemos afirmar categóricamente que todos los venidos después son oportunistas desalmados? Lo ignoramos; lo ignoro, verdaderamente. No sé acusar a todo el mundo por igual; además la parte más humana de mi ser me enfrenta a no cometer los mismos excesos de clasificación y condena que se hizo con nosotros. Y tampoco somos iguales, salvo en la categoría de la cobaya del experimento científico. Tal vez los primeros sufrimos más experimentos, mayor experimentación, mayores errores, y, sobre todo –y muy importante-- carecíamos de los anticuerpos que los segundos han ido ya generando sobre nuestra experiencia acumulada y sobre la suya propia.
Para unos, la vida en el laboratorio ha mermado definitivamente el interés por otra opción vital, cualquiera que ésta sea. Nos alimentamos de auto-engaños pero los resultados son letales. Si la Revolución cavó la fosa, el agotamiento que nos ha producido sella el agujero con su pesada losa.
Para otros, la vida comienza a partir de su egreso del recinto de los experimentos. Y están prestos a demostrar su capacidad y las habilidades ganadas durante el entrenamiento.
No obstante, debe existir un equilibrio en alguna parte. O, ¿habrá muerto del todo aquello que José Martí llamaba “mejoramiento humano” y en lo cual basaba su fe?
(Madrid, 2007-2010)
© 2010 David Lago González
(PROHIBIDA la reproducción de este texto salvo permiso escrito del autor.)